El Daily Telegraph ponía el énfasis en que pocas veces se había dado en la historia del crimen una tragedia de características tan extrañas. El apellido alemán de la víctima, la ausencia de móvil y la siniestra inscripción en la pared, todo, en suma, lo remarcaba como obra de refugiados políticos y de revolucionarios. Las organizaciones socialistas tenían en Norteamérica muchas ramas y el difunto había, sin duda, infringido sus leyes no escritas, siendo por ello perseguido a muerte. Después de aludir a la ligera al Vehmgericht, al agua tofana, a los carbonarios, a la marquesa de Brinvilliers, a la teoría darviniana, a los principios de Maithus y a los asesinos de la carretera de Ratcliff, terminaba el artículo poniendo en guardia al Gobierno y solicitando una vigilancia más estrecha sobre los extranjeros residentes en Inglaterra.
El Standard defendía el hecho de que esta clase de crímenes era cosa corriente bajo los gobiernos liberales. Se producían debido al desasosiego reinante en el ánimo de las masas y por el debilitamiento consiguiente de toda autoridad. El muerto era un caballero norteamericano que había residido por espacio de algunas semanas en la metrópoli. Se había hospedado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. Lo acompañaba en sus viajes su secretario particular, el señor Joseph Stangerson. Los dos se despidieron de la dueña de la casa el martes día 4 del corriente, y marcharon a la estación de Euston con el propósito manifiesto de tomar el expreso de Liverpool. Fueron vistos más tarde juntos en el andén. Nada más se sabe de ellos hasta que, según se ha relatado, se encontró el cadáver del señor Drebber en una casa deshabitada de la carretera de Brixton, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo llegó allí y de qué manera encontró la muerte, son cuestiones que se hallan todavía envueltas en el misterio. Nada se sabe de las andanzas de Stangerson. Nos complace que el señor Lestrade y el señor Gregson, de Scotland Yard, hayan concentrado sus actividades en este caso, y se predice confiadamente que estos funcionarios, tan bien conocidos, esclarecerán pronto el hecho.
El Daily News resaltaba que no cabía la menor duda de que se trataba de un crimen de naturaleza política. El despotismo y el odio a lo liberal del que se hallaban animados los gobiernos continentales habían empujado a nuestras costas una cantidad de hombres que pudieran haberse convertido en excelentes ciudadanos, si no viviesen amargados por el recuerdo de todo cuanto habían sufrido. Rige entre esta clase de personas un severo código de honor, pagándose con la muerte cualquier quebrantamiento del mismo. Es preciso realizar los mayores esfuerzos para dar con el paradero del secretario, Stangerson, y para averiguar algunos detalles relativos a las costumbres del muerto. Se ha dado ya un gran paso gracias a haberse descubierto la dirección de la casa en que había estado alojado, y este éxito se debía por completo a la agudeza y a la energía del señor Gregson, de Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo leímos todas estas noticias juntos a la hora del desayuno, y mi compañero pareció extraordinariamente entretenido con su lectura.
—Ya le dije que, pase lo que pase, era seguro que Lestrade y Gregson se anotarían sus buenos tantos.
—Eso depende del resultado final.
—El resultado final no tiene ninguna importancia en esto, bendito de Dios. Si se atrapa al hombre, eso habrá ocurrido gracias a sus esfuerzos, si se nos escapa, eso habrá ocurrido a pesar de todos sus esfuerzos. Si sale cara, gano yo, y si sale cruz, pierde usted. Hagan lo que hagan tendrán partidarios. Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire (un tonto encuentra siempre otro más tonto que lo admira).
—¿Qué demonios es eso? —exclamé, porque en ese mismo instante nos llegó desde el vestíbulo y desde las escaleras el ruido precipitado de muchos pasos, acompañado de expresiones ruidosas de disgusto por parte de nuestra patrona.
—Es la sección del Cuerpo de Policía detectivesca de Baker Street —dijo muy serio mi compañero. Aún no había acabado de hablar cuando se precipitaron en nuestro cuarto media docena de muchachos vagabundos de los más desaseados y harapientos que hasta entonces habían visto mis ojos.
—¡Atención! —gritó Holmes con voz aguda, y los seis sucios pilluelos se formaron en línea, como otras tantas estatuillas indecorosas—. De ahora en adelante me enviaréis a Wiggins solo, para que venga a informarme de lo que haya averiguado, y los demás tendréis que quedaros en la calle. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
—No, señor, todavía no —contestó uno de los muchachos.
—Tampoco me lo esperaba. Seguid con la tarea hasta que lo averigüéis. He aquí vuestro jornal —Holmes dio a cada uno un chelín—. Y ahora, largo de aquí, y a ver si la próxima vez me traéis mejores noticias.
Los despidió con un vaivén de la mano, y ellos echaron a correr escaleras abajo igual que ratas; un instante después oíamos sus voces chillonas en la calle.
—De cualquiera de estos pequeños mendigos se puede conseguir una suma de trabajo superior al que rinde una docena de hombres de las fuerzas de policía —hizo notar Holmes—. La sola presencia de una persona con aspecto de funcionario basta para sellar la boca a cualquiera. Sin embargo, estos mozalbetes se meten por todas partes y lo escuchan todo. Además, son tan agudos como agujas, lo único que les hace falta es tener organización.
—¿Y los va a emplear usted en este caso de la carretera de Brixton? —le pregunté.
—Sí, hay un detalle que deseo conocer. Es simplemente cuestión de tiempo. ¡Hola! ¡Ahora sí que nos vamos a enterar de ciertas cosas que supondrán un castigo! Por ahí viene Gregson, con una expresión beatífica retratada en todos los rasgos de su cara. Me consta que viene a visitarnos. ¡Sí, ya se detiene! ¡Ahí está!
Resonó un violento campanillazo, y pocos segundos después el detective de cabellos rubios subía por las escaleras, saltándolas de tres en tres escalones hasta que irrumpió en nuestro cuarto de estar.
—¡Felicíteme, querido compañero! —exclamó dando apretones a la mano inerme de Holmes—. He dejado todo el asunto tan claro como la luz del día.
El expresivo rostro de mi compañero pareció cubrirse con un velo de ansiedad, y preguntó:
—¿De modo que ya está usted en la verdadera pista?
—¡En la verdadera pista! ¡Pero, señor mío, si ya tenemos a nuestro hombre bajo candado y cerradura!
—¿Y cómo se llama?
—Arturo Charpentier, subteniente de las fuerzas navales de su majestad —exclamó Gregson, frotándose con gran prosopopeya sus manos regordetas y enarcando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio y aflojó su preocupación con una sonrisa.
—Tome asiento y pruebe uno de estos cigarros —dijo—. Estamos impacientes por saber cómo se las arregló usted. ¿Quiere tomar un whisky con agua?
—No tengo problema —contestó el detective—. Los tremendos esfuerzos por los que he pasado en los últimos dos días me han dejado exhausto. No se trata, según ya comprenderán ustedes, de los esfuerzos físicos tanto como de la tensión cerebral. Usted, señor Sherlock Holmes, se dará cuenta de ello, porque tanto usted como yo trabajamos con el cerebro.
—Me honra usted mucho —contestó Holmes con gran seriedad—. Y ahora, oigamos de qué manera llegó usted a tan satisfactorio resultado.
El detective tomó asiento en el sillón y empezó a dar chupadas complacido a su cigarro. De pronto, y en el paroxismo del placer, se dio una palmada en el muslo, exclamando:
—Lo más entretenido del caso es que ese tonto de Lestrade, que se cree tan listo, se ha lanzado tras una pista completamente equivocada. Anda a la búsqueda del secretario Stangerson, que tiene tanta relación con el crimen como un niño que no ha nacido aún. No me cabe duda de que ya le habrá echado el guante.
Esa