Unos divanes y algunos candeleros dorados de estilo oriental, se encontraban diseminados alrededor, y estaba además el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y tallado en recio ébano, coronado por un dosel parecido a un manto fúnebre. En cada una de las esquinas de la estancia se levantaba un gigantesco sarcófago de granito negro, reproducido de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su vetusta tapa tallada toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapiz de la estancia, ¡ay!, donde se extendía la más grande fantasía. Los muros, altísimos —de una altura gigantesca, más allá de toda armonía—, estaban tendidos de arriba abajo con un tapiz de apariencia grávida y maciza, realizado del mismo material que la alfombra del suelo y que se admiraba en los divanes, en el lecho de ébano, en el dosel del mismo y en las ostentosas cortinas que tapaban parcialmente la ventana. Aquel material era un tejido de oro de los más lujosos. Estaba moteado, en espacios intermitentes, de formas arabescas de un pie de diámetro aproximadamente, que hacían destacar sobre el fondo sus figuras de un negro azabache. Pero aquellos dibujos no participaban del real carácter del arabesco, más que cuando se las ojeaba desde un cierto punto de vista. Por un mecanismo hoy muy corriente, y cuyos indicios se hallan en la más remota antigüedad, estaban hechas de forma tal que modificaban su aspecto. Para quien entrara en la estancia, adquirían la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se acercaba después, aquella apariencia se desvanecía gradualmente, y paso a paso el invitado, cambiando de sitio en la habitación, se encontraba rodeado de una hilera continua de formas horrendas, como las originadas debido a la superstición de los normandos o como aquellas imágenes que se levantan en los sueños pecadores de los frailes. El producto fantasmagórico se intensificaba en gran parte por la inclusión artificial de una vasta corriente de aire atrás de los tapices, que otorgaba al complejo una horrífica y perturbadora animación.
Tal era la mansión y tal era la estancia nupcial donde estuve con la dama de Tremaine los impíos momentos del primer mes de nuestro matrimonio, y transcurrieron con una leve zozobra. Que mi esposa tuviese temor de las furiosas excentricidades de mi carácter, que me evadiese y apenas me amase, no podía yo dejar de percibirlo, pero aquello casi me placía. La odiaba con una furia más propia del demonio que del hombre. Mi memoria se tornaba (¡oh, con cuánta intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la honorable, la bella, la sepultada. Disfrutaba recordando su pureza, su erudición, su elevada y excelsa naturaleza, su fervoroso e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía completa y libremente con una llama más candente que la suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba vulgarmente atrapado por las cadenas de la droga), gritaba su nombre en la tranquilidad de la noche o durante el día en los retiros recónditos de los valles, como si con el ímpetu salvaje, la pasión majestuosa, el fuego devorador de mi anhelo por la desaparecida, pudiese yo regresarla a las sendas de esta tierra que había ella abandonado —¡ah!, ¿será posible?—para siempre.
A inicios del segundo mes de matrimonio, Lady Róvena fue perjudicada con una dolencia inesperada de la que se recuperó lentamente. La fiebre que la atacaba hacía sus noches penosas y en la intranquilidad de un pequeño sopor, conversaba sobre ruidos y de movimientos que se generaban en un lado y en otro de la torre, y que acusaba yo a la perturbación de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la misma estancia. Su convalecencia terminó y, finalmente, se recuperó. Aun así, no había pasado más que un corto periodo de tiempo, cuando un segundo y, en demasía, violento ataque la volvió a sumir en el lecho del dolor, y de aquel ataque no recuperó nunca del todo su complexión que había sido siempre frágil. Su dolencia tuvo desde ese periodo un carácter preocupante y unas recaídas más preocupantes aun, que retaban toda ciencia y los intrépidos esfuerzos de sus médicos. A medida que se agudizaba aquel malestar crónico, que desde entonces, sin duda, se había posesionado por demás de su complexión para ser plausible que lo arrancasen medios humanos, no pude dejar de notar una exasperación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por los motivos más triviales de temor. Volvió ella a conversar, y ahora, con mayor frecuencia y repetición, de ruidos —de tenues ruidos— y de movimientos atípicos en los tapices, los que ya había señalado.
Una noche, hacia finales de septiembre, me suplicó prestar atención sobre aquel tema angustioso en una tonalidad más desusada que de costumbre. Acababa ella de despertar de un agitado sueño, y había yo espiado, con un sentimiento medio de zozobra, medio de indefinido terror, las muecas de su demacrado rostro. Me encontraba sentado junto al lecho de ébano en uno de los divanes indios. Ella se levantó a medias y mencionó en un excitado murmullo los ruidos que entonces escuchaba, pero que yo no lograba escuchar con precisión, y de movimientos que entonces observaba, aunque yo no los notase. El viento corría rápidamente por detrás de los tapices, y me dispuse a mostrarle (lo cual tengo que confesar que no podía creerlo del todo) que aquellos murmullos apenas articulados y aquellos movimientos casi imperceptibles en las figuras del tapiz eran tan solo el producto natural de la corriente de aire habitual. Pero la palidez mortal que se expandió por su cara me comprobó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran vanos. Pareció perder el conocimiento y no había cerca criados a quienes acudir. Recordé el lugar donde estaba guardada una botella de un vino ligero recetado por los médicos, y atravesé, presuroso, por la estancia en su busca. Pero al transitar bajo la luz del incensario, dos detalles de una naturaleza sorprendente llamaron mi atención. Pude sentir algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mí, y miré encima el tapiz de oro, en el centro mismo de la avivada luz que proyectaba el incensario, una sombra, una frágil e indefinible sombra de angelical apariencia, tal como se llega a imaginar la sombra de una silueta. Pero como yo estaba vivamente exaltado por una dosis excesiva de opio, no le otorgué más que una nimia importancia a aquellas cosas ni le hablé de ellas a Róvena. Hallé el vino, atravesé de nuevo la habitación y llené una copa que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Mientras tanto, se había recompuesto en parte y agarró ella misma la copa, mientras yo me dejaba caer sobre el diván cercano al lecho con los ojos fijos en su persona. Fue allí cuando escuché claramente un sutil rumor de pasos sobre la alfombra. Al lado del lecho, y un segundo después, cuando Róvena hacía el ademán de llevar el vino hasta sus labios, miré o pude haber soñado que observaba caer dentro de la copa, como de alguna fuente invisible que se hallase en el aire de la estancia, tres o cuatro gruesas gotas de un líquido fúlgido color rubí. Si yo lo observé, Róvena no lo hizo. Tomó el vino sin vacilar, y me guardé bien de comentarle sobre aquel incidente que debía yo considerar, después de todo, se sentía como sugerido por una imaginación sobresaltada a la que hacían morbosamente viva el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Después de todo, no pude esconder a mi propia percepción que, inmediatamente luego de la caída de las gotas color rubí, un veloz cambio —pero a un estado peor— aconteció en la enfermedad de mi esposa, de tal modo, que durante la tercera noche, la destreza de sus sirvientes la preparaban para el sepulcro, y en la cuarta me encontraba yo solo sentado, ante