—No debo decirlo, ¿verdad, Elinor?
Esto, desde luego, hizo reír a todo el mundo, y Elinor intentó reír también. Pero el esfuerzo le fue doloroso. Estaba convencida de que Margaret pensaba en una persona cuyo nombre ella no iba a aguantar con cortesía y que se transformara en broma habitual de la señora Jennings.
Marianne simpatizó muy sinceramente con su hermana, pero hizo más mal que bien a la causa al ponerse muy colorada y decir a Margaret, en tono de enfado:
—Recuerda que no importa cuáles sean tus elucubraciones, no tienes derecho a repetirlas.
—Nunca he supuesto nada sobre ello —respondió Margaret—, fuiste tú misma quien me lo dijo.
Esto aumentó aún más el regocijo de la concurrencia, que comenzó a presionar sin parar a Margaret para que dijera algo más.
—¡Ah! Se lo ruego, señorita Margaret, explíquelo todo —dijo la señora Jennings—. ¿Cómo se llama el caballero?
—No debo confesarlo, señora. Pero lo sé muy bien; y sé dónde se encuentra él también.
—Sí, sí, podemos adivinar dónde está: en su propia casa en Norland, con toda seguridad. Deduzco que es clérigo, allá en la parroquia.
—No, no es eso. No tiene ninguna profesión.
—Margaret —dijo Marianne, enérgicamente—, sabes bien que todo esto es invención tuya, y que no existe tal persona.
—Bien, entonces, ha muerto hace poco, Marianne, porque estoy segura de que este hombre existió, y su nombre comienza con F.
Elinor sintió en ese momento enorme gratitud hacia lady Middleton al escucharla comentar que “había llovido mucho”, aunque pensaba que la interrupción se debía menos a una atención hacia ella que al profundo desagrado de su señoría frente a la falta de elegancia de las bromas que encantaban a su esposo y a su madre. Sin embargo, la idea iniciada por ella fue enseguida recogida por el coronel Brandon, siempre atento a los sentimientos de los demás; y así, mucho hablaron ambos sobre el asunto de la lluvia. Willoughby abrió el piano y le pidió a Marianne que interpretara; de esta manera, entre las variadas iniciativas de diferentes personas para acabar con el tema, este pasó al olvido. Pero a Elinor no le fue igualmente fácil reponerse del estado de zozobra a que la había llevado.
Esa tarde se organizó una salida para ir al día siguiente a conocer un lugar muy apacible, distante unas doce millas de Barton y propiedad de un cuñado del coronel Brandon, sin cuya presencia no podía ser visitado dado que el dueño, que se encontraba en el extranjero, había dejado estrictas órdenes al respecto. Dijeron que el sitio era de gran hermosura, y sir John, cuyos elogios fueron particularmente grandes, podía ser considerado un juez adecuado, porque al menos dos veces cada verano durante los últimos diez años había organizado excursiones para visitarlo. Había allí una abundante cantidad de agua; un paseo en barca iba a constituir gran parte de la diversión en la mañana; se llevarían provisiones frías, solo se emplearían carruajes abiertos, y todo se llevaría a cabo a la manera normal de una clara excursión de esparcimiento.
Para unos pocos entre los excursionistas parecía una empresa algo temeraria, considerando la época del año y que había llovido durante la última quincena. Elinor persuadió a la señora Dashwood, que ya estaba constipada, de que se quedara en casa.
Reina Mab: Nombre de ser fantástico en Romeo y Julieta (Acto I, iv); en traducción de Pablo Neruda, “partera de las hadas ... / pequeñita como piedra de ágata / que brilla en el meñique de un obispo, / tiran su coche atómicos caballos / que la pasean sobre las narices / de los que están durmiendo...” Noche a noche hace soñar a cada persona con lo que es su más profundo deseo.
Capítulo XIII
La planeada excursión a Whitwell resultó muy diferente a la que Elinor había pensado. Se había preparado para quedar completamente mojada, cansada y asustada; pero la ocasión resultó incluso más malograda, porque ni tan solo fueron.
Hacia las diez de la mañana todos estaban reunidos en Barton Park, donde iban a desayunar. Aunque había llovido toda la noche el tiempo era bastante bueno, pues las nubes se iban dispersando por todo el cielo y el sol asomaba con alguna frecuencia. Estaban todos de excelente ánimo y buen humor, ansiosos de la oportunidad de sentirse felices, y decididos a someterse a los mayores inconvenientes y fatigas para conseguirlo.
Mientras desayunaban, llegó el correo. Entre las cartas había una para el coronel Brandon. Él la cogió, miró la dirección, su rostro mudó de color y acto seguido abandonó el cuarto.
—¿Qué le sucede a Brandon? —preguntó sir John. Nadie supo explicarlo.
—Espero que no se trate de malas noticias —dijo lady Middleton—. Tiene que ser algo extraordinario para hacer que el coronel Brandon dejara mi mesa de desayuno de súbito.
A los cinco minutos se encontraba de regreso.
—Deseo que no sean malas noticias, coronel —manifestó la señora Jennings no bien lo vio entrar en la habitación.
—En absoluto, señora, gracias.
—¿Era de Avignon? ¿Espero que no fuera para comunicarle que su hermana ha empeorado?
—No, señora. Venía de la ciudad, y es sencillamente una carta de negocios.
—Pero, ¿cómo pudo descomponerse tanto al ver la letra, si era solo una carta de negocios? Vamos, vamos, coronel; esa explicación no vale; díganos la verdad.
—Mi querida señora —dijo lady Middleton—, fíjese bien en lo que dice.
—¿Acaso es para decirle que su prima Fanny se ha casado? —continuó la señora Jennings, sin hacer caso a la recomendación de su hija.
—No, por cierto que no.
—Bien, entonces sé de quién es, coronel. Y espero que ella esté bien.
—¿A quién se refiere, señora? —preguntó él, un tanto enrojecido.
—¡Ah! Usted sabe a quién.
—Siento muy especialmente, señora —manifestó el coronel dirigiéndose a lady Middleton— haber recibido esta carta hoy, porque se trata de negocios que requieren mi inmediata presencia en la ciudad.
—¡En la ciudad! —exclamó la señora Jennings—. ¿Qué puede tener que despachar usted en la ciudad en esta época del año?
—Verme obligado a dejar una excursión tan agradable —siguió él— significa una gran pérdida para mí; pero mi mayor preocupación es que temo que mi presencia sea necesaria para que ustedes tengan acceso a Whitwell.
—¡Qué gran golpe fue este para todos!
—¿Pero no sería bastante, señor Brandon —inquirió Marianne con un cierto nerviosismo—, si usted le escribe una nota al cuidador de la casa?
El coronel negó con la cabeza.
—Debemos ir —dijo sir John—. No lo vamos a retrasar cuando estamos a punto de marchar. Usted, Brandon, tendrá que ir a la ciudad mañana, y no hay más que hablar.
—Ojalá la solución fuera tan fácil. Pero no está en mis manos retrasar mi viaje ni un solo día.
—Si nos permitiera saber qué negocio es el que lo llama —dijo la señora Jennings—, podríamos ver si se puede retrasar o no.
—No se retrasaría más de seis horas —añadió Willoughby—, si se aviniere en aplazar su viaje hasta que regresemos.
—No puedo permitirme desperdiciar siquiera una sola hora en esto.
Elinor escuchó entonces a Willoughby decirle en voz baja a Marianne:
—Algunas personas no soportan