—Bien, Marianne —dijo Elinor enseguida de su partida—, creo que para una mañana lo has hecho bastante bien. Ya has averiguado la opinión del señor Willoughby en casi todas las materias de importancia. Estás al tanto de lo que piensa de Cowper y Scott; tienes total certidumbre de que aprecia sus encantos tal como debe hacerse, y has recibido todas las seguridades necesarias respecto de que no admira a Pope más allá de lo permitido. Pero, ¡cómo podrás continuar tu relación con él tras despachar de manera tan extraordinaria todos los posibles temas de conversación! Pronto habrán agotado todos los tópicos preferidos. Otro encuentro bastará para que él explique sus sentimientos sobre la belleza pintoresca y los segundos matrimonios, y entonces ya no tendrás nada más que preguntar...
—¡Elinor! —exclamó Marianne—. ¿Estás siendo justa? ¿Estás siendo equilibrada? ¿Es que mis ideas son tan parcas? Pero entiendo lo que dices. Me he sentido demasiado cómoda, demasiado feliz, he estado demasiado sincera. He faltado a todos los lugares comunes relativos a la modestia. He sido abierta y sincera allí donde debí ser reservada, opaca, desganada y falsa. Si solo hubiera conversado del clima y de los caminos, y si solo hubiera hablado una vez en diez minutos, me habría salvado de esta reprimenda.
—Querida mía —dijo su madre—, no debes sentirte molesta por Elinor; ella solo bromeaba. Yo misma la amonestaría si la creyera capaz de desear poner freno al placer de tu conversación con nuestro nuevo amigo.
Marianne se sosegó en un momento.
Willoughby, por su parte, dio tantas pruebas del gusto que experimentaba la relación con ellas como su clarísimo deseo de profundizarla podía ofrecer. Las visitaba diariamente. En principio su excusa fue preguntar por Marianne; pero la alentadora forma en que era recibido, que día a día crecía en amabilidad, hizo innecesaria tal excusa antes de que la perfecta recuperación de Marianne dejara de hacerla posible. Debió quedarse confinada en casa durante algunos días, pero jamás encierro alguno había sido más agradable. Willoughby era un joven de grandes habilidades, imaginación rápida, espíritu vivaz y modales sinceros y cariñosos. Estaba hecho exactamente para conquistar el corazón de Marianne, porque a todo esto unía no solo una apariencia seductora, sino una mente llena de un natural apasionamiento, que ahora despertaba y crecía con el ejemplo del de ella y que lo encomendaba a su afecto más que ninguna otra cosa.
Poco a poco la compañía de Willoughby se transformó en el más dulce placer de Marianne. Juntos leían, conversaban, cantaban; los talentos musicales que él mostraba eran considerables, y leía con toda la sensibilidad y entusiasmo de que desgraciadamente había carecido Edward.
En la opinión de la señora Dashwood, el joven aparecía tan sin mancha como lo era para Marianne; y Elinor no veía nada en él digno de censura más que una franqueza —que lo hacía extremadamente parecido a su hermana y que a esta muy en especial deleitaba— a decir demasiado lo que pensaba en cada ocasión, sin prestar atención ni a personas ni a circunstancias. Al formar y dar apresuradamente su opinión sobre otra gente, al sacrificar la diplomacia general al placer de entregar por completo su atención a aquello que llenaba su corazón, y al pasar con demasiada facilidad por encima de las convenciones sociales mostraba un descuido que Elinor no podía aprobar, a pesar de todo lo que él y Marianne manifestaron en su favor.
Marianne comenzaba ahora a advertir que la desesperación que se había apoderado de ella a los dieciséis años y medio al creer que nunca iba a conocer a un hombre que satisficiera sus ideas de perfección, había sido apresurada y sin justificación. Willoughby era todo lo que su imaginación había elaborado en esa desdichada hora, y en cada una de sus épocas más felices, como capaz de atraerla; y en su comportamiento, él mostraba que sus deseos en tal aspecto eran tan intensos como numerosas eran sus cualidades.
También la señora Dashwood, en cuya mente la futura riqueza de Willoughby no había hecho generar especulación alguna alrededor de un posible matrimonio entre los jóvenes, se vio arrastrada antes de terminar la semana a poner en ello sus esperanzas y expectativas, y a felicitarse en secreto por haber ganado dos yernos como Edward y Willoughby.
La preferencia del coronel Brandon por Marianne, tan premonitoriamente descubierta por sus amigos, se hizo por primera vez perceptible a Elinor cuando ellos dejaron de advertirla. Comenzaron a dirigir su atención e ingenio a su más afortunado rival, y las burlas de que el primero había sido objeto antes de que se despertara en él interés particular alguno, dejaron de caer sobre él cuando sus sentimientos en verdad comenzaron a ser merecedores de esa chanza que con tanta justicia se vincula a la sensibilidad. Elinor se vio obligada, aunque en contra de su voluntad, a creer que los sentimientos que para su propia diversión la señora Jennings le había atribuido al coronel, ciertamente los había despertado su hermana; y que si una general afinidad entre ambos podía impulsar el afecto del señor Willoughby por Marianne, una igualmente notable oposición de caracteres no era freno al afecto del coronel Brandon. Veía esto con ansiedad, pues, ¿qué esperanzas podía tener un hombre retraído de treinta y cinco años frente a un joven lleno de vida de veinticinco? Y como ni siquiera podía desearlo vencedor, con todo el corazón lo deseaba indiferente. Le gustaba el coronel; a pesar de su gravedad y reserva, lo consideraba digno de interés. Sus modales, aunque serios, eran delicados, y su reserva parecía más el resultado de una cierta pesadumbre del espíritu que de un temperamento naturalmente taciturno. Sir John había dejado caer insinuaciones de pasadas heridas y desilusiones, que dieron pie a Elinor para creerlo un hombre desventurado y mirarlo con respeto y lástima.
Quizá lo compadecía y estimaba más por los desaires que recibía de Willoughby y Marianne, quienes, colocados en su contra por no ser ni vivaz ni joven, parecían decididos a menospreciar sus cualidades.
—Brandon es justamente el tipo de persona —afirmó Willoughby un día en que conversaban sobre él— de quien todos hablan bien y que no le interesa a nadie; a quien todos están contentos de ver, y con quien nadie se acuerda de hablar.
—Es exactamente lo que pienso de él —exclamó Marianne.
—Pero no hagan propaganda de ello —dijo Elinor—, porque en eso los dos son injustos. En Barton Park todos lo quieren sinceramente, y por mi parte jamás lo veo sin hacer todos los esfuerzos posibles para conversar con él.
—Que usted esté de su parte —replicó Willoughby— en verdad habla en favor del coronel; pero en lo que respecta al aprecio de los demás, ello constituye en sí mismo un reproche. ¿Quién querría someterse a la vergüenza de ser aprobado por mujeres como lady Middleton y la señora Jennings, algo que a cualquiera dejaría por completo impasible?
—Pero puede que el maltrato de gente como usted y Marianne se compense por el aprecio de lady Middleton y su madre. Si el elogio de estas es censura, la censura de ustedes puede ser elogio; porque la falta de juicio de ellas no es mayor que los prejuicios e injusticia de ustedes.
—Cuando sale en defensa de su protegido, puede ser hasta mordaz.
—Mi protegido, como usted lo llama, es un hombre cabal; y la cordura siempre me será atractiva. Sí, Marianne, incluso en un hombre entre los treinta y los cuarenta. Ha visto mucho del mundo, ha estado en el extranjero, ha leído y tiene una cabeza que piensa. He encontrado que puede ofrecerme mucha información sobre diversos temas, y siempre ha contestado a mis preguntas con la presteza que dan los buenos modales y el buen carácter.