La señora Dashwood y sus hijas fueron recibidas en la puerta de la casa por sir John, quien les dio la bienvenida a Barton Park con espontánea sinceridad; y mientras las guiaba hasta el salón, repetía a las jóvenes la preocupación que el mismo tema le había causado el día anterior, esto es, no poder reclutar ningún joven distinguido y simpático para presentarles. Ahí solo habría otro caballero además de él, les dijo; un amigo muy singular que se estaba quedando en la finca, pero que no era ni muy joven ni muy alegre. Aguardaba que le disculparan lo escaso de la concurrencia y les aseguró que ello no volvería a repetirse. Había estado con varias familias esa mañana, con la esperanza de conseguir a alguien más para engrandecer el grupo, pero había luna y todos estaban llenos de compromisos para esa noche. Por suerte, la madre de lady Middleton había llegado a Barton a última hora, y como era una mujer muy alegre y agradable, esperaba que las jóvenes no encontraran la reunión tan aburrida como podrían imaginar. Las jóvenes, al igual que su madre, estaban perfectamente satisfechas con tener a dos personas por completo desconocidas entre la concurrencia, y no deseaban más.
La señora Jennings, la madre de lady Middleton, era una mujer ya entrada en años, de excelente humor, gorda y alegre que hablaba por los codos, parecía muy feliz y algo vulgar. Estaba llena de bromas y risas, y antes del final de la cena había dado repetidas muestras de su ingenio en el tema de enamorados y maridos; había manifestado sus deseos de que las muchachas no hubieran dejado sus corazones en Sussex, y cada vez fingía haberlas visto subírseles los colores, ya sea que lo hubieran hecho o no. Marianne se sintió incómoda por ello a causa de su hermana y, para ver cómo sobrellevaba estos ataques, miró a Elinor con una ansiedad que le produjo a esta una incomodidad mucho mayor que la que podían generar las vulgares bromas de la señora Jennings.
El coronel Brandon, el amigo de sir John, con sus modales apagados y serios, parecía tan poco idóneo para ser su amigo como lady Middleton para ser su esposa, o la señora Jennings para ser la madre de lady Middleton. Su apariencia, sin embargo, no era desagradable, a pesar de que a juicio de Marianne y Margaret era un solterón empedernido, porque ya había pasado los treinta y cinco y entrado a la zona deslucida de la vida; pero aunque no era de semblante soberbio, había inteligencia en su rostro y una particular caballerosidad en sus maneras.
Nadie de los presentes tenía nada que lo recomendara como compañía para las Dashwood; pero la fría insipidez de lady Middleton era tan especialmente poco grata, que comparadas con ella la gravedad del coronel Brandon, e incluso la bulliciosa alegría de sir John y su suegra, eran interesantes. El contento de lady Middleton solo pareció brotar después de la cena con la entrada de sus cuatro ruidosos hijos, que la mortificaron a tirones de aquí para allá, desgarraron su ropa y pusieron fin a todo tipo de conversación, excepto la referida a ellos.
Al morir la tarde, como se revelara que Marianne tenía aptitudes musicales, la invitaron a tocar. Abrieron el instrumento, todos se prepararon para sentirse extasiados, y Marianne, que cantaba muy bien, a su pedido interpretó la mayoría de las canciones que lady Middleton había aportado a la familia al casarse, y que quizá habían permanecido desde entonces en la misma posición sobre el piano, ya que su señoría había celebrado ese acontecimiento renunciando a la música, aunque según su madre tocaba maravillosamente y, según ella misma, era muy aficionada a ello.
La actuación de Marianne fue muy elogiada. Sir John manifestaba estruendosamente su admiración al finalizar cada pieza, e igualmente estruendosa era su conversación con los demás mientras duraba la canción. Frecuentemente lady Middleton lo llamaba al orden, se asombraba de que alguien pudiera distraer su atención de la música siquiera por un instante y le pedía a Marianne que cantara una canción en especial que ella acababa de terminar. Solo el coronel Brandon, entre toda la concurrencia, la escuchaba sin aspavimentos. Su único cumplido era escucharla, y en ese momento ella sintió por él un respeto que los otros con toda razón habían perdido por su descarada falta de gusto. El placer que el coronel había mostrado ante la música, aunque no llegaba a ese arrobamiento que, con exclusión de cualquier otro, ella consideraba compatible con su propio éxtasis, era digno de estimación frente a la horrible insensibilidad de los demás; y ella era lo suficientemente sensata como para conceder que un hombre de treinta y cinco años bien podía haber dejado atrás en su vida toda agudeza de sentimientos y cada exquisita facultad de gozo. Estaba perfectamente dispuesta a hacer todas las concesiones posibles a la avanzada edad del coronel que un espíritu humanitario exigiría.
Capítulo VIII
Cuando se quedó viuda, la señora Jennings había quedado en poder de una cuantiosa renta por el usufructo de los bienes legados por su marido. Solo tenía dos hijas, a las que había llegado a ver respetablemente casadas y, por tanto, ahora no tenía nada que hacer sino casar al resto del mundo. Hasta donde era capaz, era extraordinariamente activa en el cumplimiento de este objetivo y no perdía ocasión de planificar matrimonios entre los jóvenes que conocía. Era de notable sagacidad para descubrir quién se sentía atraído por quién, y había gozado del mérito de hacer subir los colores y la vanidad de muchas jóvenes con insinuaciones relativas a su atracción sobre tal o cual joven; y apenas llegada a Barton, este tipo de perspicacia le permitió anunciar que el coronel Brandon estaba muy enamorado de Marianne Dashwood. Más bien, sospechó que así era la primera tarde que estuvieron juntos, por la atención con que la escuchó cantar; y cuando los Middleton devolvieron la visita y cenaron en la cabaña, lo ratificó al comprobar otra vez cómo la escuchaba. Tenía que ser así. Estaba totalmente convencida de ello. Sería una magnífica unión, porque él era rico y ella era muy guapa. Desde el instante mismo en que había conocido al coronel Brandon, debido a sus lazos con sir John, la señora Jennings había deseado verlo bien casado; y, además, nunca flaqueaba en el afán de conseguirle un buen marido a cada muchacha atractiva.
La ventaja cercana que consiguió de ello no fue de ninguna forma insignificante, porque la proveyó de interminables bromas a costa de los dos. En Barton Park se reía del coronel, y en la cabaña, de Marianne. Al primero, quizás esas chanzas le eran totalmente inocuas, ya que solo lo afectaban a él; pero para la segunda, al comienzo fueron incomprensibles; y cuando entendió, su finalidad, no sabía si reírse de lo absurdas que eran o censurar su impertinencia, ya que las consideraba un comentario insensible a los muchos años del coronel y a su aburrida condición de solterón.
La señora Dashwood, que no podía considerar a un hombre cinco años menor que ella demasiado anciano como aparecía ante la juvenil imaginación de su hija, intentó lavar a la señora Jennings de la impertinencia de haber querido ridiculizar su edad.
—Pero, mamá, al menos responderá de lo absurdo de la acusación, aunque no la crea intencionalmente pérfida. Desde luego que el coronel Brandon es más joven que la señora Jennings, pero es lo bastante viejo para ser mi padre; y si llegara a tener el ánimo suficiente para enamorarse, ya debe haber olvidado qué se siente en esas circunstancias. ¡Es demasiado ridículo! ¿Cuándo podrá un hombre liberarse de tales artificios, si la edad y su debilidad no lo defienden?
—¡Debilidad! —exclamó Elinor—. ¿Llamas débil al coronel Brandon? Naturalmente puedo pensar que a ti su edad te parezca mucho mayor que a mi madre, pero es difícil que te engañes sobre si está en uso de sus extremidades.
—¿No lo escuchaste quejarse de reumatismo? ¿Y no es esa la primera debilidad de una vida que va al ocaso?
—¡Mi querida niña! —dijo la madre, riendo—,