Pero el arconte era hombre oscuro y no le comprendió, así que reprochó al extranjero.
—Eres un joven extravagante y me molestan tanto tu rostro como tu voz. Tus palabras resultan sacrílegas, ya que los dioses de Teloth aseveran que el trabajo arduo es bueno. Nuestros dioses nos han prometido un paraíso de luz después de la muerte en el que reposaremos por toda la eternidad, y una frialdad transparente en la que nadie confundirá su mente con pensamientos o sus ojos con belleza. Ve a Athok el zapatero o vete de la ciudad al atardecer. Aquí hay que esforzarse y cantar resulta una estupidez.
Así que Iranon dejó el establo y se fue por las angostas calles de piedra, entre oscuras casas cuadradas de piedra, buscando algo verde en el aire de la primavera. Pero en Teloth no había nada verde, ya que todo era de piedra.
Los semblantes de los hombres también eran huraños, pero junto a un muelle de piedra, junto al calmado río Zuro, se sentaba un joven de ojos tristes observando las aguas en busca de las verdes ramas en flor empujadas por los torrentes desde las alturas. Y el muchacho le dijo:
—¿No eres tú, aquel del que hablan los arcontes, el que busca una distante ciudad en una hermosa tierra? Yo soy Romnod, nacido de la estirpe de Teloth, pero no soy tan anciano como esta ciudad de piedra y ansío a diario las calurosas arboledas y las lejanas tierras de canciones y belleza. Más allá de las alturas Karthianas está Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, de la que los hombres relatan que es a un tiempo encantadora y espantosa. Me gustaría ir allí apenas sea lo suficientemente mayor como para hallar el camino, y allí debieras ir tú ya que podrás cantar y hallar auditorio. Dejemos esta ciudad de Teloth y caminemos juntos a través de las alturas primaverales. Tú me mostrarás los caminos y yo oiré tus cantos al anochecer, cuando las estrellas, una tras otra, enciendan sueños en la fantasía de los soñadores. Y tal vez esa Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, sea la evocada Aira que buscas, ya que dices que no has visto Aira desde la infancia y los nombres a veces cambian. Vamos a Oonai, ¡Oh Iranon de los cabellos dorados!, donde los hombres conocerán nuestro deseo y nos recibirán como hermanos, sin burlarse ni arrugar el ceño ante nuestras palabras.
E Iranon contestó:
—Así sea, joven. Yo no te dejaré aquí, suspirando junto al calmado Zuro, y quienquiera que en esta ciudad de piedra anhele la belleza, deberá buscarla en las montañas y aún más allá. Pero no creas que al pasar las colinas Karthianas encontrarás el placer y la felicidad, tampoco en cualquier lugar que puedas encontrar en un día, un año o inclusive en un lustro de viaje. Oye, cuando yo era tan joven como tú habitaba en el valle de Narthos, junto al frío Xari, donde nadie prestaba atención a mis deseos y me decía a mí mismo que al ser mayor me marcharía a Sinara, en la ladera sur, y cantaría para los alegres camelleros en la plaza del mercado.
Pero cuando fui a Sinara tropecé con los camelleros completamente ebrios y trastornados, y noté que sus cantos no eran como los míos; así que descendí en barco el Xari hasta Jaren, la de las paredes de ónice. Y los soldados de Jaren se burlaron de mí y me desterraron, así que hube de viajar por muchas otras ciudades. He visto Stethelos, que está bajo una gran cascada, y el pantano donde una vez se alzara Sarnath. Estuve en Thraa, Ilarnek y Kadatheron, junto al sinuoso río Ai, y he vivido mucho tiempo en Olatoë, en el país de Lomar. Pero aunque a veces he gozado de un auditorio, siempre ha sido exiguo, y sé que únicamente seré bienvenido en Aira, la ciudad de mármol y berilo donde mi padre fuera antes rey. Así que buscaremos Aira, aunque será bueno visitar la lejana —y honrada por los laúdes— Oonai, cruzando las colinas Karthianas, que pudiera ser en efecto Aira, aunque lo dudo. La belleza de Aira es extraordinaria y nadie puede hablar de ella sin embelesarse, mientras que los camelleros murmuran lujuriosamente acerca de Oonai.
Al caer el sol, Iranon y el pequeño Romnod dejaron Teloth y vagaron largo tiempo por las verdes colinas y los frescos bosques. El camino resultaba dificultoso y tenebroso, y no parecían hallarse nunca cerca de Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, pero al atardecer, mientras salían las estrellas, Iranon pudo cantar sobre Aira y sus bellezas, y Romnod escucharlo, por lo que en cierta manera, ambos fueron felices. Comieron bayas rojas y frutas en abundancia, y no advirtieron el paso del tiempo, aunque debieron transcurrir muchos años. El pequeño Romnod ya no era tan chico y era de voz profunda antes que estridente, pero Iranon parecía siempre el mismo y adornaba su cabello dorado con hojas de vid y resinas fragantes encontradas en los bosques. Así llegó un día en que Romnod lució más viejo que Iranon, aunque él era sumamente joven cuando Iranon lo descubrió, en la orilla de piedras, observando las verdes ramas en flor junto al calmado río Zuro en Teloth.
Entonces, una noche, cuando la luna estaba llena, los viajeros llegaron a la cima de un monte y pudieron ver a sus pies la infinidad de luces de Oonai. Los campesinos les habían mencionado que estaban cerca, e Iranon supo que esa no era su ciudad natal de Aira. Las luces de Oonai no eran como aquellas de Aira, ya que estas eran duras y cegadoras, mientras que las luces de Aira brillaban tan gentil y suavemente como brillaba el claro de luna sobre el suelo a través de la ventana, cuando la madre de Iranon lo arrullaba antiguamente entre canciones. Pero Oonai era ciudad de laúdes y bailes, por lo que Iranon y Romnod bajaron la inclinada cuesta, pensando hallar hombres a quienes extasiar con sus cantos y ensueños. Al entrar en la ciudad hallaron personas con tocados de rosas, que iban de casa en casa y se asomaban a ventanas y balcones, escuchaban las canciones de Iranon y le lanzaban flores, aplaudiendo acto seguido. Entonces, por un momento, Iranon creyó haber hallado a quienes pensaban y sentían como él, aunque la ciudad no era ni la más mínima parte de hermosa de lo que fuera Aira.
Al amanecer, Iranon miró alrededor desalentado, ya que las cúpulas de Oonai no eran doradas bajo la luz del sol, sino grises y tristes. Y los hombres de Oonai estaban palidecidos por la juerga y aturdidos por el vino, completamente diferentes de los radiantes hombres de Aira. Pero ya que la gente le había lanzado flores y había celebrado sus cantos, Iranon se quedó, y con él Romnod, que gustaba de la juerga ciudadana y adornaba sus cabellos oscuros con rosas y mirto. Iranon cantaba a menudo durante las noches para los juerguistas, pero seguía siendo el de siempre, coronado únicamente con la vid de las montañas y evocando las marmóreas calles de Aira y el trasparente Nithra. Cantó en los salones cubiertos de fresco del emperador, sobre un pedestal de cristal que se levantaba sobre un suelo de espejo y al cantar pintaba sucesos para su auditorio, hasta que finalmente el suelo pareció reflejar antiguos hechos, hermosos y medio recordados, y no a las personas rubicundas por el vino que le arrojaban rosas. Y el rey le hizo retirar su andrajosa púrpura para vestir seda y bordados de oro, con anillos de jade verde y brazaletes de marfil teñido, y lo albergó en una sala dorada llena de tapices, sobre una cama de dulce madera labrada, cubierta de cortinas y frazadas de seda con flores bordadas. Así residió Iranon en Oonai, la ciudad de laúdes y bailes.
No se sabe cuánto tiempo permaneció Iranon en Oonai, pero un día el rey llevó a su palacio un grupo de salvajes bailarinas del vientre del desierto liranio y unos sombríos flautistas de Drinen en el este, y después de eso los juerguistas no lanzaron sus rosas con el mismo derroche sobre Iranon como lo hacían con las bailarinas y los flautistas. Y día tras día, aquel Romnod que fuera niño en la granítica Teloth se volvía más tosco y encarnado por el vino, al tiempo que menos y menos soñador y ahora escuchaba con disminuido placer las canciones de Iranon. Pero aunque Iranon se sentía triste no cesaba de cantar, y cada noche repetía sus sueños sobre Aira, la ciudad de mármol y berilo. Luego, una noche, el rubicundo e hinchado Romnod jadeó pesadamente entre las arrulladoras sedas de su diván y murió luchando, mientras Iranon, pálido y delgado, cantaba para sí mismo en una lejana esquina. Y cuando Iranon hubo llorado sobre la tumba de Romnod, y la cubrió de verdes ramas en flor, tal como a Romnod solía gustarle, apartó sus sedas y atavíos y se marchó sin ser visto de Oonai, la ciudad de los laúdes y bailes, vestido tan solo con la desgarrada púrpura con la que llegara y engalanado con nuevas hojas de parra de las montañas.
Iranon vagó hacia poniente, buscando aún su tierra natal y a