Si los sucesos que ocurrieron esa noche fueron realidad o delirio, nunca lo sabré a ciencia cierta. La realidad es que trascienden cualquier cosa que podamos imaginar como obra de la naturaleza o del universo, y aún no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron notadas después de ocurridas. Me retiré pronto y lleno de desconfianzas, y durante mucho tiempo me fue imposible alcanzar el sueño en el pasmoso silencio de aquella noche. Estaba absolutamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de luna nueva y no asomaría hasta la madrugada. Mientras estaba acostado pensé en Denys Barry y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el amanecer, y me encontré con el impulso casi delirante de correr en aquella oscuridad, tomar el vehículo de Barry y conducir frenético hacia Ballylough, lejos de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran convertirse en hechos, me había dormido y vislumbraba sueños sobre la ciudad del valle, helada y muerta bajo una envoltura de sombras pavorosas.
Probablemente fue el agudo chillido de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que observé al abrir los ojos. Me encontraba acostado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luz de la luna se alzaría y por tanto yo esperaba ver caer la luz sobre el muro opuesto frente a mí, pero no esperaba ver lo que apareció. La luz, en efecto, alumbraba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Espantoso y fuerte resultaba el exceso de roja refulgencia que salía a través de la gótica ventana, y la habitación entera brillaba envuelta en un resplandor penetrante y sobrenatural. Tan solo en las leyendas los hombres hacen las cosas de manera previsible y dramática, por lo que mis actos inmediatos resultaron peculiares en aquella situación. En vez de mirar hacia el pantano, en busca de la fuente de aquella luz nueva, alejé los ojos de la ventana, lleno de espanto y me vestí torpemente con la desorientada idea de escapar. Me recuerdo asiendo mi sombrero y mi revólver, pero antes de terminar habían desaparecido ambos sin disparar el uno ni ponerme el otro. Pasado un tiempo, el encanto de la roja radiación venció en mí el temor y mirando me deslicé hasta la ventana oeste, mientras el continuo y espeluznante toque de flauta aullaba y vibraba a través del castillo y sobre el poblado.
Sobre la ciénaga caía una lluvia de luz encendida, roja y siniestra, que brotaba de la extraña y antigua ruina del lejano islote. No puedo narrar el aspecto de esas ruinas… debí estar trastornado, ya que parecía levantarse majestuosa, colmada, espléndida y rodeada de columnas, y el brillo de las llamas sobre el mármol de la construcción agrietaba el cielo como la cumbre de un templo en la cúspide de una montaña. Las flautas chillaban y los tambores empezaron a doblar y, mientras yo miraba lleno de miedo y terror, creí ver oscuras figuras saltarinas que grotescamente se silueteaban contra aquella visión de mármol y sus reflejos. El efecto resultaba monstruoso —completamente increíble— y podría haber estado viendo eternamente de no ser que el chillido de las flautas parecía aumentar hacia la izquierda. Estremecido por un pánico que se entremezclaba de manera extraña con el éxtasis, atravesé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse el poblado y la llanura que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un descomunal prodigio aún más grande, como si no terminase de dar la espalda a un hecho que desbordaba la naturaleza, ya que por el llano fantasmalmente iluminado de rojo se movía una procesión de seres con tales formas que no podían provenir sino de feas pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando por el aire, las apariciones de la ciénaga, vestidas de blanco, iban replegándose lentamente hacia las serenas aguas y hacia las ruinas de la isla en fabulosas formaciones que hacían pensar en alguna danza solemne y antigua. Sus brazos sinuosos y traslúcidos, al ritmo de los infames toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con asombroso ritmo a la multitud de vacilantes trabajadores que perrunamente les seguían, con pasos ciegos e involuntarios, tropezando como obligados por una voluntad diabólica, torpe pero inquebrantable. Cuando las sílfides llegaban a la ciénaga sin apartarse, una nueva fila de retrasados serpenteaba tropezando como borrachos, dejando el castillo por alguna puerta alejada de mi ventana, dando tumbos de ciego por el patio, y a través de la parte intercalada de la aldea, se unieron a la turbada columna de obreros en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados que vinieron del norte ya que distinguí la fea y gruesa silueta del cocinero cuyo tonto semblante resultaba ahora intensamente trágico. Las flautas sonaban de manera horrible y volví a oír el batir de los tambores oriundos de las ruinas de la isla. Entonces, las sílfides llegaron al agua y, callada y graciosamente, se fundieron una tras otra con la vieja ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba torpemente tras ellas para terminar desapareciendo en un ligero remolino de malsanas burbujas que apenas podía distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el gordo cocinero desaparecía fatigosamente de la vista en el oscuro estanque, las flautas y los tambores enmudecieron, y los deslumbradores rayos de las ruinas se desvanecieron al instante, dejando la aldea de la maldición afligida y solitaria bajo los leves rayos de una luna recién acabada de salir.
Ahora, mi ánimo era el de un inexpresable caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me protegí solo gracias a un compasivo adormecimiento. Creo haber hecho cosas tan risibles como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfone y Plutón. Todo aquello que podía recordar de mis días de estudios clásicos de adolescencia vino a mis labios mientras los espantos de aquella situación estimulaban mis supersticiones más enraizadas. Sentía que había sido testigo de la muerte de toda una aldea y sabía que estaba solo en el castillo con Denys Barry, cuya osadía había desatado la maldición. Al pensar en él me asaltaron nuevos temores y caí en el suelo, no inconsciente, pero sí corporalmente incapacitado. Entonces sentí el frío soplo desde la ventana este, por donde se había asomado la luna y comencé a escuchar unos gritos abajo en el castillo. Pronto aquellos gritos habían alcanzado una magnitud y talante que no quiero reproducir y que me hacen indisponerme al recordarlos. Todo cuanto puedo señalar es que venían de algo que yo conocí como mi amigo.
En cierto momento, durante ese estremecedor instante, el viento frío y los gritos debieron hacerme poner en pie, ya que mi siguiente recuerdo es el de una frenética carrera por la antesala, a través de corredores oscuros como la tinta y afuera cruzando el patio para hundirme en la espantosa noche. Al amanecer me encontraron deambulando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me trastornó por completo no fue ninguno de los espantos escuchados o vistos antes. Lo que yo susurraba cuando regresé lentamente de la oscuridad eran un par de hechos sucedidos durante mi huida, incidentes de poca importancia, pero que me angustian sin cesar cuando estoy solo en algunos lugares cenagosos o bajo la luz de la luna.
Mientras escapaba de ese maldito castillo por la orilla de la ciénaga, escuché un nuevo sonido, algo habitual, aunque no lo había escuchado antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente muy despobladas de vida animal, ahora burbujeaban repletas de grandes ranas viscosas que croaban penetrante e incesantemente en tonos que desafinaban de manera extraña con su tamaño. Brillaban verdes e hinchadas bajo los rayos de luna y parecían observar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la vista de una rana muy gorda y fea y noté la segunda de las cosas que me hizo perder el juicio.
Echado entre las raras ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de frágil y vibrante resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y subiendo por ese descolorido camino mi febril cerebro imaginó una ligera sombra que luchaba lentamente, una sombra turbiamente perfilada que se arqueaba como tirada por monstruos invisibles. Demente como estaba, encontré en esa aterradora sombra un