El Sheehan es el lugar más reconocido del tráfico clandestino de licor y de drogas, situación que está revestida de una cierta dignidad que toca incluso a los desaliñados asiduos de ese lugar, pero incluso así, había una persona que quedaba fuera de los límites de esa dignidad, uno que compartía la miseria y suciedad del Sheehan pero no su importancia. Lo llamaban el Viejo Bugs y era el ser más despreciable de un submundo igualmente despreciable. Uno podía tratar de averiguar qué había sido de su vida alguna vez, ya que su lenguaje y ademanes cuando se embriagaba lo suficiente eran lo bastante curiosos como para despertar el interés, sin embargo, era más sencillo determinar qué era… ya que el Viejo Bugs encarnaba, en grado superlativo, esa patética clase de personas que algunos llaman perdedor o marginal. Era imposible determinar su procedencia. Una noche había entrado de forma estrafalaria en el Sheehan, echando espuma por la boca y pidiendo a gritos whisky y hachís, y cuando se lo dieron a cambio de la promesa de hacer trabajos serviles, ya se había quedado allí limpiando los suelos, lavando las escupideras y los baños, y haciendo un centenar de trabajos similares de muy baja condición, a cambio del alcohol y las drogas que necesitaba para mantenerse vivo y cuerdo.
El viejo Bugs hablaba poco y cuando lo hacía era, generalmente, en esa jerga habitual de los bajos fondos, pero de vez en cuando, si se entusiasmaba gracias a una generosa y desmedida dosis de whisky barato, estallaba en cadenas de polisílabos incomprensibles y en fragmentos de sonoras prosas y versos, lo que hacía creer a algunos clientes habituales que el hombre había conocido días mejores. Uno de ellos —un estafador fracasado— solía conversar con él con bastante regularidad, y a tenor de sus palabras, llegó a considerar que en sus días había sido profesor o escritor. Pero la única verdad tangible sobre el pasado del Viejo Bugs era una foto desvaída que llevaba siempre consigo… la fotografía de una joven de facciones nobles y hermosas. A veces la sacaba de su destartalada cartera, desenvolvía con mucho cuidado su envoltura de tela encerada y la contemplaba durante horas con expresión de inefable tristeza y ternura. No era el retrato de alguien a quien se pudiera llegar a conocer en el submundo, sino el de una mujer de buena educación y buena cuna, vestida con ropas livianas de hacía treinta años. Hasta el Viejo Bugs parecía sacado del pasado, ya que su indescriptible vestuario tenía todas las marcas de un tiempo pasado. Él era un hombre muy alto, que sobrepasaba el metro ochenta, aunque sus hombros caídos disimulaban tal altura. Su pelo, de un blanco sucio que caía en mechones, jamás lo peinaba, y en su rostro flaco crecía una espesa y enmarañada barba nunca afeitada, que siempre resultaba incipiente, pero que no llegaba a formar una barba respetable. Sus rasgos tal vez fueron nobles en el pasado, pero ahora mostraba los destructivos efectos de una terrible vida de vicios. En algún momento —quizá en su mediana edad— había sido un tipo gordo, pero ahora estaba terriblemente delgado, con bolsas amoratadas colgando bajo sus ojos lagañosos y también bajo sus mejillas. Visto en conjunto, el Viejo Bugs no ofrecía una estampa agradable.
Tan extraño como su aspecto era el carácter del Viejo Bugs. Solía ser, en verdad, del tipo despojo humano —dispuesto a hacer cualquier cosa a cambio de una dosis de whisky o hachís—, pero por momentos, mostraba el trato que le había ganado su apodo. En esos instantes trataba de erguirse y un cierto fuego encendía sus ojos hundidos. Su porte asumía una gracia y una dignidad inesperadas y las sórdidas criaturas que estaban a su alrededor podían reconocer en él cierta superioridad. Era algo que los volvía menos propensos a propinar los usuales golpes y puñetazos a ese pobre e indefenso criado. En esos breves momentos él podía hacer gala de un humor sarcástico y hablar sobre cosas que hacían pensar a los clientes del Sheehan que era un ser loco e irracional. Pero tales arrebatos pasaban pronto y, nuevamente, el Viejo Bugs volvía a su eterno lavar de suelos y escupideras. De no existir cierto detalle, el Viejo Bugs hubiera sido el esclavo ideal de aquel sistema, y ese detalle era su comportamiento cuando alguien iniciaba a un joven en la bebida.
El viejo se levantaba del suelo, furioso y alterado, lanzando amenazas, advertencias y extraños juramentos, como si fuese animado por una espantosa ansiedad que estremecía a más de una mente drogada en aquella habitación llena de personas. Pero al cabo de un rato, su mente debilitada por el alcohol comenzaba a divagar y con una perturbada risa retornaba nuevamente a la fregona o a los trapos. No creo que ninguno de los clientes del Sheehan olvide nunca el día en que llegó el joven Alfred Trever. Este joven era, sobre todo, un curioso —un joven rico y educado que quería rozar el límite en cualquiera de sus áreas—, al fin y al cabo ese era el estilo de Pete Schultz, el gancho del Sheehan, que sedujo al chico en Wisconsin, en el Lawrence College situado en la pequeña ciudad de Appleton. Trever era hijo de unas personas importantes de la ciudad. Su padre, Karl Trever, era abogado y un ciudadano de renombre, mientras que su madre con su nombre de soltera, Eleanor Wing, había ganado una envidiable reputación como poetisa. El propio Alfred era un poeta de talla y un erudito, aunque lucía desacreditado por su infantil irresponsabilidad. Esta conducta lo hacía una fácil victima para el gancho del Sheehan. El joven era rubio, agraciado y consentido; vivaz y ávido de probar todas las formas de libertinaje que había conocido de oídas y en sus lecturas. En el Lawrence College había sido un miembro destacado de la burlesca fraternidad de Tappa Tappa Keg, donde se destacó por ser el más salvaje y el más alegre de los salvajes y alegres jóvenes transgresores, pero no llegó a sentirse satisfecho con esa inmadura y colegial frivolidad.
Gracias a los libros se enteró de que existían vicios más profundos y quería conocerlos en carne propia. Es posible que su tendencia a ir en contra de las normas fuera estimulada de cierta forma por la represión a la que lo habían sometido en su núcleo familiar, ya que la señora Trever tenía razones personales para aplicar una estricta severidad en la educación de su único hijo. Ella misma se había visto profunda y permanentemente afectada en su juventud a causa del libertinaje de uno con quien estuvo comprometida un tiempo. El joven Galpin, el prometido en cuestión, había sido uno de los hijos más ilustres de Appleton. Habiendo ganado distinción desde niño, gracias a su brillante intelecto, obtuvo fama en la Universidad de Wisconsin. A la edad de veintitrés años volvió a la ciudad para convertirse en profesor del Lawrence College y poner un diamante en el dedo de la hija más bella y admirable de Appleton. Durante tres meses todo fue muy bien hasta que la tormenta estalló sin avisar. Algunos hábitos perniciosos, que tenían su origen en una primera ingesta de licor hecha años antes durante un retiro en los bosques, se manifestaron en el joven profesor y solo una rápida renuncia hizo que se librase de cumplir la condena por ofender los hábitos y la moral de los alumnos bajo su responsabilidad. El compromiso fue roto y Galpin se fue al Este en busca de una nueva vida, pero poco tiempo después, la gente de Appleton supo que había caído en desgracia en la Universidad de Nueva York donde había logrado un puesto como profesor de inglés. El joven Galpin dedicaba su tiempo a la biblioteca y a la lectura, preparaba volúmenes y conferencias sobre múltiples temas relacionados con las belles lettres, mostrando siempre un genio tan destacable que parecía que el público olvidaría sus errores pasados. Sus apasionadas lecturas en defensa de Villon, Poe, Verlaine y Oscar Wilde podían ser aplicadas para él mismo y, durante su corto tiempo de gloria, se llegó a mencionar un nuevo compromiso con una joven de una ilustre familia de Park Avenue. Sin embargo, la tormenta volvió a estallar.
Una última caída, comparable a las anteriores, rompió las ilusiones de aquellos que habían creído en la redención de Galpin y el joven cambió de nombre para desaparecer de la vida pública. Algunos rumores lo asociaban con un tal Hasting, cuyo trabajo en el teatro y en el cine atraían cierta atención gracias a la amplitud y profundidad de su erudición, pero el tal Hasting también desapareció de escena y Galpin se convirtió en un nombre que los padres pronunciaban, únicamente, a modo de advertencia. La bella Eleanor Wing se casó pronto con Karl Trever, un joven y próspero abogado, y de su antiguo novio solo guardó el recuerdo suficiente como para poner su nombre a su único hijo, y para dedicarse a orientar a este agraciado y testarudo joven. Sin embargo, pese a toda esa orientación y cuidados, Alfred Trever estaba ahora en el Sheehan a punto de ingerir su primer trago.
—Jefe —gritó Schultz al entrar en aquel maloliente lugar junto a su joven víctima—. Traigo a mi amigo Al Trever,