Turbará el pasado tu puerta”.
En vano traté de vencer mi cansancio, intentando vincular estas palabras misteriosas con alguno de los conocimientos celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, vacilante y pesada, sucumbió sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía con sorna a través de un ventanal, por encima de los horribles y agitados árboles de una ciénaga soñada. Y aun continúo soñando.
En mi desesperación y vergüenza, vocifero a veces con frenesí, suplicando a los seres soñados que me rodean que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban escondidos por detrás de la montaña de Noton y tomen la ciudad repentinamente; pero estos seres son demonios: se burlan de mí y me hacen saber que no sueño. Se ríen mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos amarillos y enjutos se estén acercando a nosotros sigilosamente. He faltado a mi deber y he traicionado a la ciudad de mármol de Olathoe. He sido traidor a Alos, mi capitán y amigo. A pesar de todo, estas sombras de mis sueños se ríen de mí. Dicen que no existe la supuesta tierra de Lomar, salvo quizás en mis sueños nocturnos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojizo Aldebarán transita lentamente por el horizonte, no ha habido más que nieve y hielo durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas amarillas y enjutas, marchitas por el frío, que se llaman “esquimales”.
Y mientras escribo en mi agonía culpable, desesperado por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada segundo, y lucho por liberarme sin conseguirlo de esta pesadilla en la que al parecer estoy en una casa de ladrillos y de piedra, al sur de una siniestra ciénaga y un camposanto en lo alto de una loma, la Estrella Polar, monstruosa y maligna, habitante de la bóveda oscura y titila terriblemente como un ojo demente que lucha por emitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que emitir.
Polaris: escrito en 1918 y publicado en 1920.
La declaración de Randolph Carter11
Señores, les repito que su interrogatorio es inútil. Si quieren, enciérrenme para siempre. Si necesitan una víctima para fabricar la ilusión de eso que llaman justicia pueden ejecutarme; pero no puedo decir nada más de lo que ya he dicho. Todo lo que recuerdo lo he contado con absoluta verdad. No he ocultado nada y tampoco he cambiado nada. Si algo continúa siendo poco claro, se debe a esa nube oscura que ha invadido mi cabeza... A esa nube y a la confusa naturaleza de los sucesos que cayeron sobre mí.
Les repito que no sé qué ocurrió con Harley Warren, aunque creo y espero que haya encontrado la paz y el olvido, si es que existen en alguna parte. Es verdad que durante cinco años fui su amigo y que compartí buena parte de sus espantosas investigaciones sobre lo desconocido. Aunque mi memoria no es tan precisa como quisiera, no niego que ese testigo suyo pueda habernos visto juntos a las once y media de aquella terrible noche como él dice, dirigiéndonos hacia Big Cypress Swamp por el camino de Gainsville. Tampoco tengo problemas al añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre junto a diversos instrumentos, ya que esos objetos representaron un papel que ha quedado grabado de un modo imborrable en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y de las razones por las que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano al día siguiente, insisto en que solo recuerdo lo que ya les he contado una y otra vez. Ustedes dicen que no hay nada en ese lugar ni cerca de él que pudiera justificar tan increíble episodio. Les repito que no sé nada más aparte de lo que vi. Pudo haber sido una alucinación o una pesadilla, y ruego que así fuese, pero eso es todo lo que recuerdo de lo que ocurrió en aquellas terribles horas después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Las razones por las que Harley Warren no ha regresado solo puede explicarlas él o su espíritu... o algo desconocido que para mí es imposible describir.
Como ya he mencionado, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos yo leí todos los que están escritos en los idiomas que comprendo, los cuales son pocos comparados con aquellos que no entiendo. La mayoría están escritos en lengua arábiga y el libro inspirado por el espíritu del mal —el mismo que Warren se llevó consigo al otro mundo— estaba escrito en unos caracteres que yo nunca había visto. Él no quiso decirme nunca cual era el contenido de aquel libro. Y en cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones... ¿tengo que repetir que ya no estoy seguro de comprenderlas? Encuentro misericordioso que sea de ese modo, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me dominó al punto de temerle. Recuerdo cómo me estremecí cuando vi la expresión de su rostro mientras hablaba de su teoría la noche anterior al terrible acontecimiento, de que algunos cadáveres no se descomponen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años.
Pero ya no le temo. Sospecho que él ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora, en cambio, siento temor por él. Repito que no tenía la menor idea de cuál era nuestro objetivo aquella noche. Ciertamente, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba consigo, el libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes, pero juro que yo ignoraba lo que esperábamos descubrir. ¿Su testigo dice que nos vio en el camino de Gainsville en dirección al pantano de Big Cypress a las once y media de la noche? Probablemente es cierto. En mi cerebro solo está grabada una escena que debió producirse mucho después de medianoche, ya que una luna en cuarto menguante, nublada por gases semitransparentes, se veía muy alta en el cielo.
El lugar era un antiguo cementerio, tan antiguo, que temblé frente a las evidencias de años tan remotos. Este sitio se hallaba en una profunda hondonada cubierta de musgo y maleza y emanaba un vago hedor que en mi mente asocié, de modo absurdo, con piedras en descomposición. Se veían señales de descuido y la decrepitud reinaba por todas partes. La idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos me acosaba. En el cielo, la luna menguante asomaba entre los fétidos vapores que parecían emanar de aquellas inexploradas catacumbas, y entre su débil luz y oscilantes rayos logre distinguir una repugnante formación de muy antiguos mausoleos, panteones y tumbas en total estado de ruinas, cubiertos de musgo, con manchas de humedad y parcialmente ocultos por una obscena vegetación.
Mi primer recuerdo de mi presencia en esa terrible necrópolis es el acto de detenerme con Warren ante una tumba determinada y de desprendernos de toda la carga que habíamos llevado. Observé entonces que yo tenía una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había llevado una linterna similar y una instalación telefónica portátil. Ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos correspondía por lo que no pronunciamos ni una sola palabra. Sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la antigua sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, la cual consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el escenario fúnebre y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Después de ello, se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como palanca, trató de levantar la losa más cercana a unas piedras ruinosas que en su momento pudieron haber sido un monumento funerario. Como no lo consiguió me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestros combinados esfuerzos aflojaron la losa, la levantamos y la pusimos a un lado.
Quedó al descubierto un oscuro boquete del que brotó un efluvio de gases, tan nauseabundos, que Warren y yo tuvimos que retroceder precipitadamente. Sin embargo, al cabo de un instante nos acercamos de nuevo y encontramos las emanaciones menos insoportables. Con nuestras linternas iluminamos un tramo de peldaños de piedra que estaban empapados con algún desagradable néctar de las entrañas de la tierra y que estaban bordeados de paredes muy húmedas con grandes costras de salitre. En ese momento, por primera vez que yo recuerde durante esa noche, Warren me habló con su empalagosa voz de tenor. Una voz muy poco alterada por aquel pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —me dijo—. Sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara allí. Nunca podrás imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por