¿Por qué está la historia de Javi grabada a fuego en mi cabeza?
Al principio pensé que mi mente había almacenado esto por simple morbo, por lo excitante que resultaba imaginar a un juez forense con la misma edad con la que yo aún manipulaba a mis padres para conseguir algo de dinero o trataba de engañar a alguna amiga bailonga para sudar un rato en la cama con ella. O quizá fuera porque este tipo era genial. Y porque su relato no era otra historia cansina sobre ceremonia y borracheras en pisos de estudiantes, trajes deslumbrantes para el Jueves Santo, ni imitaciones de Chiquito de la Calzada.
No recuerdo los apellidos de Javi, así que no lo encuentro hoy por internet; sin embargo, sí recuerdo los de Eugenia. La localizo fácilmente en Google: ahí está, es ella, trabaja de profesora. No hay muchos más datos, al menos no al alcance de un auténtico cavernícola de internet sin redes como yo.
Me voy al 2004: Eugenia aparece por el pasillo de Filología; es bajita, pelo rizado y, en vez de una mochila normal con libros y cuadernos como llevamos todos, ella parece traer una mochila de explorador con víveres para una semana. Frunce el ceño sistemáticamente al hablar pero suele compensarlo más tarde con una sonrisa generosa. Es extraña y provocadora. Desayunamos juntos y no puedo mantener el ritmo de su conversación más de cinco minutos. Cuando se da cuenta, baja un par de peldaños amablemente y adapta su discurso al mío: el de un estudiante mediocre e infantil que en realidad quiere hacer rap, un tipo raro también, pero nada genial, desubicado, casi un Erasmus en su propia ciudad.
Hablando de música me pide algo mío para escuchar en casa. El sello discográfico acaba de mandarme el máster de mi disco Música para enfermos, así que se lo presto sin pensarlo demasiado.
Al día siguiente, de vuelta en la facultad, estoy hablando con un amigo frente a la puerta de entrada y veo a Eugenia acercarse andando, la distingo con su maletón gigantesco aproximándose por detrás de mi amigo. Lo rodea y se coloca justo en medio, como si mi colega no existiese. Mi amigo da unos pasos hacia el lado y me mira con los ojos como platos y una risa muda, lo miro sonriendo y le hago un gesto con la mano indicándole que más tarde seguiremos charlando. Eugenia me dice: «Tote, ya he oído tu disco. ¿Cómo tienes tanta capacidad para hablar de las cosas que odias, tío? ¿Eres capaz de hablar igual de bien de las cosas que te gustan?».
Cuando la gente me pregunta hoy si he leído tal crítica de mi último disco, si me he molestado en mirar esa otra reseña o aquellos comentarios de YouTube, me gustaría poder explicarles lo que sentí aquel día que Eugenia me destapó, para que comprendan lo poco que a partir de entonces me importó lo que pudieran pensar de mi música cuatro palurdos. La sospecha que yo tenía sobre mis textos se cristalizó cuando Eugenia me dijo que mi disco era poco menos que la pataleta de un crío muy enfadado. Eugenia había resumido de manera tan directa y precisa esas quince canciones del disco, casi poniéndole título al principal inconveniente que yo sospechaba en mis letras de entonces.
Así era ella: extraña, directa, desagradable a veces pero honrada, jugando limpio siempre, incluso aquella vez que entró en clase y, habituada a sentarse conmigo, le dijo a un chico que ese día se había sentado a mi lado que se levantase porque ese era su sitio. Lo dijo de manera tan seria que el chico se levantó asustado y tembloroso y se cambió de pupitre. O ese otro día que por fin descubrimos el misterio que escondía en su inmensa mochila cuando, delante de veinte estudiantes, Eugenia sacó un tupper con comida que traía de casa y se lo zampó tranquilamente entre las ahogadas sonrisillas de algún cobarde envidioso.
Ese detalle se me quedó marcado como un gesto de auténtico valor. Hoy, con cuarenta años y medio mundo recorrido, no sé si yo tendría carácter suficiente como para hacer algo así.
Cuando un amigo me llama hoy, en 2018, para contarme que anda jodido porque ha terminado con su pareja y que su profesión durante los últimos diez años ha sido malcriar a dos hijos entre diarias guerras conyugales que aún hoy no conocen tregua, pienso en Javi, que ya había sido juez forense con veintipocos años y levantaba cadáveres. O en Eugenia, que ya había leído por placer todos los libros que eran lectura obligatoria en la carrera.
Mi corazón estará siempre con los valientes, con los raros —sean o no extraordinarios—, con los frikis, con esas personas cuyo fuerte pueda no ser la habilidad social o el conocimiento de los hombres, con aquellos miopes ante el folclore opulento que enfocan como el tarsero en la oscuridad insólita.
En primavera, todos los que tuviéramos un par de orejas pegadas a la cabeza éramos capaces de oír el agradable rumor de los bares en Sevilla a la una del mediodía, incluso nosotros los excéntricos. Una vez dentro, sin embargo, no estábamos en la inmundicia mental ni en las cloacas intelectuales hablando de trajes de feria, de las ganas de alguien de tener un hijo o de lo mucho que quería a su puto perro de los cojones. Queríamos vivir un poco más, solo un poquito más allá.
Saltos
Me siento atraído hacia la idea de brincar porque mi cabeza siempre ha funcionado así, encadenando saltos e ideas ligadas entre sí que me invaden a gran velocidad y me hacen viajar sin descanso. Saltemos.
Alguien me dijo que las dos horas que siguen al momento de despertar son las más útiles para desarrollar algún tipo de actividad intelectual. En mi caso, al sufrir el enorme castigo de no tener un horario fijo, vuelvo a dormirme en cuanto me desvelan los primeros signos de la mañana. Supongo que esas dos horas de clarividencia yo las empleo en soñar con lucidez.
Hace unos días soñé con la escultura gigante de Jeff Koons, ese enorme globo naranja con forma de perro por el que algún idiota pagó cincuenta y ocho millones de dólares en una subasta de Christie’s. Después doy en el sueño un salto descomunal: me transporto primero al Burger King de ronda de Capuchinos, y a un viejo campo de baloncesto más tarde. Estoy en la cancha y trato de mover las piernas y los brazos pero no lo consigo; mis extremidades están pegadas al suelo, mis brazos petrificados.
La incierta experiencia de rebotar en sueños es un regalo que no comprendemos, una fuente de poder que se nos entrega y que escapa a nuestro control como el vuelo torpe de Ralph Hinkley en El gran héroe americano.
Se han cumplido las dos horas reglamentarias de sueño extra matinal y debo arrancar. Es martes y hoy habrá buen pescado en la calle Maldonado, me preparo para ir a León XIII.
Normalmente evito la avenida grande cuando necesito caminar con la seguridad de que no habrá encuentros casuales, cuando quiero doblar las esquinas sin sorpresas y adaptarme lentamente al paseo. Sin embargo hoy me he despistado, y en vez de dar la vuelta para buscar un camino alternativo como hago en los días de inestabilidad, he entrado en la gran avenida flojo y con la cabeza en obras.
Veo acercarse al señor Pablo, grita de lejos contento de verme y comienza a disparar frases. Cuando intento responder interrumpe, habla a trompicones como las ráfagas de un AK-47 y acompaña su perorata con unos gestos afilados muy desagradables. Salto entonces al recuerdo de mi padre, experto en estas situaciones, que era capaz de salir de ellas seriamente con un «hasta luego» y dejar al charlatán con la palabra en el aire.
Me daba una vergüenza terrible. Él lo notaba, y cuando habíamos dado unos pasos me miraba sonriendo y decía: «Qué pasa, chiqui, ¡qué vergüenza ni vergüenza!».
Cuando creo que nada puede ir peor aparece el Juli. Tengo ahora que ocuparme de un par de extraños que conozco desde hace años y con los que no tengo absolutamente nada en común, con el añadido de hacer que se sientan cómodos entre ellos combinando la conversación con maña.
Por la otra acera veo a una tercera persona que de incorporarse convertiría la acera en un guion de los Coen, pero por fortuna este solo saluda con la mano y sigue su camino porque tiene una suerte de amnesia para las deudas. Es de esas personas que buscan el cariño inmediato pero lo devuelven tarde, y que sabiamente he conseguido mantener a distancia por una módica cantidad que obviamente no le reclamo