Búnker. Toteking. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Toteking
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418187261
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en aquella época?

      Cuando intentaba volver del viaje, la profesora ya había terminado de explicar en su perfecto inglés todo lo que ella, o la crítica —o la crítica que más le gustaba a ella—, creía que representaba el soneto. Me había perdido.

      Una vez fui yo el que tuvo que dar clase durante media hora delante de treinta alumnos. He sentido menos vergüenza tocando delante de cuarenta mil personas. A veces el recuerdo golpea mi pensamiento y grito de vergüenza por lo que dije en esa clase en la que hice de profesor. No quiero ni pensar qué habría sido de mí sin el rap, que ya por entonces empezaba a darme de comer. Había viernes que tocaba en un festival para diez mil personas y el lunes estaba de vuelta en el redil dando Morfosintaxis. A veces tenía que pedir que me cambiasen un examen para poder ir a dar un concierto. Raras veces lo lograba.

      Con el dinero que ganaba en la música, lo aburrido que estaba en clase leyendo La letra escarlata y lo poco que follaba, lo normal hubiera sido largarse de allí corriendo, pero de vez en cuando alguna asignatura me resucitaba: Crítica literaria con Navarrete, Metodología con Cristian Abelló (un auténtico profesor), y sobre todo Literatura norteamericana con don Ignacio Guijarro, quien hace poco publicó Fruta extraña, un maravilloso tratado sobre la poesía y el jazz.

      Me transporto ahora al aula magna. Estoy en clase de Literatura norteamericana con Ignacio Guijarro; llevo una sudadera de los Bulls, cortesía de mi amigo Paco; hay unas cincuenta personas y creo recordar que hablamos de Toni Morrison y su Song of Solomon.

      En algún momento Ignacio conecta su explicación con la corriente del Slam Poetry. Yo estoy firmando «Toteking» en la mesa, escuchando de refilón, desganado, pero despierto y me espabilo rápidamente cuando lo escucho nombrar a Saul Williams.

      ¿Un profesor de literatura en Sevilla hablando de Saul Williams? Me incorporo y presto atención porque parece que ahora, hablando de poesía afroamericana y cine, nombra a Spike Lee —debo de tener una sonrisa enorme porque alguien está tocando mis temas, mi pequeña y única parcela— y cuando creo que la cosa termina ahí, Ignacio comienza a hablar de hiphop y pronuncia estas palabras mirándome a la cara con una sonrisilla: «Que por cierto, hablando de hiphop, aquí tenemos el orgullo de tener a una figura del rap español en clase».

      Habré dado unos ochocientos conciertos en mi vida desde entonces y olvidado setecientos ochenta, pero jamás olvidaré ese día, el día en que un sevillano no hizo una broma sobre mi música haciendo aspavientos raperos con las manos. El día en que un sevillano adulto me hizo pensar que la mierda que yo hacía no estaba tan mal después de todo.

      En ese momento ya no me importaba acabar o no la carrera. De hecho, no la acabé, la dejé en 2005 con cuatro asignaturas pendientes, una larguísima lista de conciertos por delante y mucho dinero traidor en el banco. La música era mi trabajo, y si me lo creía en parte fue gracias a este momento que acabo de recordar, con el libro de Ignacio Guijarro entre las manos. Cuando acabó esa clase me fui a verlo a su despacho, y le pedí por favor que me salvase de Nathaniel Hawthorne y de Arthur Miller y me recomendase material diferente. «Creo que por tus letras, por el tipo de canciones que haces, este escritor te puede gustar.» Me descubrió a Enrique Vila-Matas.

      Creo que no hace falta explicar lo que significa Enrique Vila-Matas para mí, porque el descubrimiento no solo animó mis lecturas, sino que las organizó para toda una vida. Desde entonces fui compaginando las recomendaciones literarias de mi padre en casa y las de Enrique (muchas coincidían), y ahora que mi padre no está, solo leo lo que sugiere Enrique, porque de cada diez recomendaciones o citas suyas, ocho las hago mías al instante.

      No es un mal balance después de todo. Tuve que pasar seis años recorriendo el Prado en bicicleta a cuarenta y cinco grados, pidiendo apuntes fotocopiados para estudiarlos en la furgoneta de camino a mis conciertos, o envenenándome con los cafés radioactivos del antiguo Boston Burger para conseguir una recomendación literaria que amplió mis miras y desaflojó levemente mi bozal bien apretado.

       IV

      Mi padre iniciándome en la casquería. Menudo, sangre encebollada, manitas de cerdo.

      El antiguo bar Yebra cuando era una ratonera y tenías que llegar antes de la una y media si querías sentarte en un barril de Cruzcampo a comer delicias y entrenar isométricos de paso, por las posturas acrobáticas a las que te sometía la estructura del local.

      Yo de puntillas con doce años pidiéndole al camarero espárragos trigueros con huevo cuajao y el rostro iluminado de mi padre, orgulloso de su hijo el mayor, que no había pedido cocretas.

      El recuerdo de mi madre estudiando en mi antiguo cuarto con un paquete de Chester y sesenta folios subrayados.

      Mi hermano y yo fumando a escondidas el hachís de mi tío Manolo.

      Mi hermana con cuatro años viendo El rey león conmigo tres veces al día.

      Mis padres llorando de risa en el bar Antonio con los chistes de Curro y el Caste, mientras yo les pedía dinero para las maquinitas.

      Ojalá mi cabeza solo tuviese hueco para este tipo de recuerdos.

      Cuando se fue mi padre no apartamos la mirada, no delegamos. Lo hicimos todo solos. Pegamos el gotero de morfina con esparadrapo a las paredes color burdeos de su habitación —a la que, entonces me pareció, solo habíamos entrado para pedir y pedir, cosas y más cosas— y lo acompañamos como pudimos.

      A partir de entonces, mi familia fracturada hizo como dice Pierre Michon en Vidas minúsculas: «Nos amasamos y mezclamos con él, y luego volvimos a mezclar y amasar juntas nuestras sombras, para agrandar la gran sombra de la que vivíamos, que nos sepultaba y nos daba energía».

       V

      Viajar a tus recuerdos es buscar pelea. Esquivar peleas es perder recuerdos.

       VI

      Cuando quiero evocar «vidas mayúsculas», cuando quiero acordarme de lo asquerosamente normales que éramos los demás y lo escandalosamente especiales que pueden llegar a ser algunas personas, siempre acabo recordando a Javi o a Eugenia.

      Javi era juez de instrucción en Barcelona, tenía veintiocho años, era natural de Sevilla y no sabía qué hacer con todo el dinero que ganaba. Terminó Derecho con una nota media espectacular, se formó para juez y se instaló en su piso en carrer del Consell de Cent, donde acabó decidiendo qué traje ponerse para asistir al levantamiento de un cadáver.

      Como ganaba más dinero del que podía gastar y no tenía hobbies caros decidió coleccionar trajes de chaqueta y perfumes, y eligió estos artículos por dos motivos fundamentales: por un lado necesitaba los trajes para asistir al trabajo, y por otro, descubrió que un pañuelo bien empapado en su intenso perfume podía de alguna forma aliviar los mareos y las tremendas arcadas que sufría siempre que el trabajo lo obligaba a levantar un muerto.

      Todo esto me lo contó el propio Javi en el año 2001 por algún pasillo de la Facultad de Filología. Es alto, mide un metro noventa, cuando lo conocí usaba gafas y llevaba un peinado que era una mezcla entre la raya al lado parental de la que algunos no consiguen escapar nunca y el desaliño propio del que, consciente de la levedad de los días, prefiere gastar sus minutos en cuestiones de nivel.

      Este chico, que comprendió un día en Barcelona la frase de Guido Ceronetti en El silencio del cuerpo que dice: «Si Dinero es símbolo de excrementos, la avaricia no es más que una forma de coprofagia», se cansó de comer mierda en Barcelona y decidió empezar una segunda vida junto a nosotros, estudiando Filología inglesa de vuelta en su ciudad natal.

      Alguien debió advertirle en aquel momento de que volver a su tierra después de una experiencia como la que vivió en Barcelona no iba a ser muy diferente de aquellas ballenas que, acostumbradas a emitir ondas que atraviesan kilómetros de