Hacia el final de la calle hay una joyería diminuta incrustada en el vestíbulo de una casa antigua: el letrero es de cerámica y por la ventana, cuando te acercas a ver los anillos y las cadenitas de muestra, se vislumbra el salón de la casa.
Sánchez de Castro, a la derecha, es un callejón sin salida que jamás he pisado, y un poco más arriba está la plaza de San Román, acurrucada y tranquila.
De esta plaza salen tres vías que van directas a mi adolescencia, mi juventud y mi adultez: si tomo el camino de la calle Sol todo tomará la forma del instituto Velázquez, donde estudié bachillerato, lugar al que siempre regreso con cariño y nostalgia. Si tiro por calle Matahacas irremediablemente repasaré mis noches en el pub Urbano, decorado como la continuación de la calle misma con farolas, bancos y una máquina para poner música. Sonará Hendrix, habrá Ron Barceló en la mesa del fondo y estarán David, Alfonso y tres o cuatro personas más charlando sobre cine. Sin embargo hoy, con cuarenta años, el camino que debo tomar no es el de Sol ni el de Matahacas, sino el de la calle Peñuelas, porque probablemente me dirija a la tienda Té y Té a comprar infusiones.
Solo las caprichosas reglas de mi trabajo tienen suficiente peso como para hacerme cambiar de ciudad. Me gusta mi ciudad. Este recorrido que llevo cuarenta años haciendo podría ser perfectamente uno de los motivos.
Paso por la casa de Machado, a la que me asomo siempre que entro en Dueñas. No tiene nada especial, es un caserón con un patio de naranjos y una placa conmemorativa en su fachada donde pone: EN UNA VIVIENDA DE ESTE PALACIO NACIÓ, EL 26 DE JULIO DE 1875, EL POETA ANTONIO MACHADO. AQUÍ CONOCIÓ LA LUZ, EL HUERTO CLARO, LA FUENTE Y EL LIMONERO.
Giro a la izquierda ahora por Santa Ángela, seguidamente a la derecha por Jerónimo Hernández en línea recta hasta el final y acabo en calle Misericordia.
Me cruzo en Misericordia con un tipo que parece ir al gimnasio a trabajar solo el tren superior, porque está hipertrofiado por arriba pero sus piernas, sin embargo, parecen dos alfileres. Mi amigo Antonio llamaba a esto «el día del cateto», refiriéndose a aquellos que solo entrenan los días fáciles y divertidos, que suelen ser siempre los de pecho y bíceps.
Misericordia desemboca a la izquierda en la plaza Zurbarán, donde está el siempre abarrotado Mamá Inés. Hay montañas de botellines de Cruzcampo, guiris bebiendo zumos, críos correteando, tartas caseras. Al lado está el pasaje por el que he de dirigirme: a diez metros está mi destino.
Manu me ofrecerá algo de beber que sabe que rechazaré porque voy con prisa, me dará un abrazo y viendo que entro al pasaje de los Azahares me dirá: «Primo, ¿vas a tu tienda del té? Creo que hoy cierra». Bastarán cuatro o cinco pasos dentro del túnel para comprobar que es cierto.
Volveré sobre mis pasos cabizbajo y encontraré de nuevo a Manu, sonriendo, con esa mirada socarrona que dice: «Te lo dije, primo».
Tendré que volver del paseo sin té, porque seguramente hoy sea el día del cateto.
II
Viajar a tus recuerdos es buscar pelea. Es el trozo de vida que echarías a los perros.
Me acuerdo por ejemplo de 1998, cuando vestíamos gigante.
Tratábamos de imitar a nuestros héroes del rap con pantalones de la sección de tallas especiales, y en la parte de arriba prendas más parecidas a una chilaba que a una camiseta. Aún conservo sudaderas de esa época que parecen una sábana cosida con cuatro agujeros. Si esa prenda no tapaba el culo entero estabas mal vestido.
Me recuerdo flotando con 74 kg dentro de esa ropa camino del entrenamiento de baloncesto o la facultad, subiendo el volumen del walkman al máximo para no oír los chistes feriantes y los comentarios de estilo cofrade-borderline que sobrevolaban mi ciudad por entonces.
Que nadie se confunda, soy un enamorado del suelo que piso, de los bares que frecuento, de las calles de mi celda e incluso de algunos de los chistes y monólogos llenos de originales localismos que yo he nacido condenado a no tener. No tengo problemas en confesar mi amor por esta ciudad; sin embargo, mi relación con ella ha sido invariablemente irregular. Siempre me ha parecido un sitio excepcional para vivir y morir, pese a que su nivel de flexibilidad y tolerancia deje mucho que desear.
En 1999, cuando empecé a viajar en serio, ya veía en otras ciudades a cajeras del McDonald’s con el pelo rosa y quince piercings en la cara, pero aquí era bien distinto, fuera a donde fuese caían cuatro chascarrillos de media al día por mi forma de vestir.
Las bromas se acabaron cuando seis años más tarde me vieron en prime time, en programas de televisión que yo detestaba, y a los que únicamente fui para vengarme de ellos a lo Ernst Jünger en Venganza tardía.
Tuve que hablarles en el idioma del dinero y la conquista, porque no hubiesen comprendido el lenguaje de la pasión aunque la tuvieran delante una vez al año saliendo de la iglesia del Salvador.
Estaban indignados por esa forma mía de romper el orden natural de las cosas e ir contra el mercado. Por eso les hablé de dinero, como ellos querían, sintiéndome sucio por dentro, asqueroso, deshonrando a mi padre y a mi madre cuando torpemente les lanzaba a la cara a esos incrédulos las afiladas piedras de mi éxito.
Eso hizo por mí esta preciosa ciudad. Obligarme a convertirme en un hijo de puta.
Por supuesto todo esto pasa cuando tienes la horrible convicción de que realmente eres distinto. Cuando, hablando claro, crees que tu mierda huele mejor.
Por suerte son solo recuerdos, algunos recuerdos...
El trozo de vida que echarías a los perros.
Esta es la excusa que pongo para tapar mi completa incapacidad para entender la realidad. Al final, el quiste sigue ahí. La venganza tardía me hace sentir ridículo hoy, en agosto de 2018.
El partido estaba perdido antes de empezar.
III
En 1999 aún no habían hecho el carril bici en Sevilla, pero al menos el camino que recorría a diario era en línea recta. Había siete minutos y medio en bicicleta desde la plaza del Pelícano hasta la calle Palos de la Frontera. Tenía que vérmelas con el tráfico y los atascos de la hora punta. Los días de lluvia eran un infierno, nobody rides for free. Saltaba a la acera, entraba en los jardines de Murillo, salía por el túnel de plantas, volvía a la carretera, esquivaba a un par de personas que me insultaban y llegaba por fin al aparcamiento de bicicletas de la Facultad de Filología.
Estudié en uno de los edificios más bonitos de la ciudad, la antigua Real Fábrica de Tabacos. El sitio reunía diferentes licenciaturas y, salvo Derecho, que con sus niños viejos agrupaba a la flor y nata de la caspa sevillana, los demás éramos críos normales dispersos entre Geografía, Historia y Filología. Obviamente, has leído esto indignado porque tú fuiste a Derecho y no eras así. Lo sé, pero me gusta generalizar cuando la balanza está inclinada un 90 por ciento de un lado. Cuando el cronómetro va por 00:55, yo ya cuento un minuto. El rigor científico lo dejamos para la vacuna del cáncer.
Estudié Filología inglesa. Mis motivos para no faltar a clase más de lo razonable eran, por un lado, el edificio —esa sensación mágica de entrar en un puto palacio era para mí adictiva— y, por otro, las mujeres. Me gustaban todas, incluidas las profesoras. Así que centrado en lo que estaba no es raro que mis notas fueran lamentables. Solo recuerdo un par de notables en un total de seis años.
Era incapaz de concentrarme, pero no porque solo pensase en sexo, sino porque mi cabeza ramificaba en infinitas opciones cualquier cuestión que se me plantease. Y no hablo de meros fantaseos o ensoñaciones propias de esa edad, hablo por ejemplo de perder cinco horas de un día con la carpeta abierta delante y no saber decidir por qué asignatura empezar. Hablo de estar sentado atendiendo a la explicación del soneto que habíamos leído previamente, y perderme