PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Lenín Moreno Garcés MINISTRO DE CULTURA Y PATRIMONIO Raúl Pérez TorresDirector del Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividades Ronald Verdesoto Gaibor«Cssa tomada»: reinvención de un mito, recogimiento de un espíritu © 2018 Santiago Vizcaíno © 2018 La Caracola Editores www.lacaracolaeditores.comPrimera edición, septiembre de 2018Diseño de la portada: Juan Fernando Villacís, Estudio 9Ilustración de la portada: Path from the Shore, de Bea PalatinusImagen logotipo Cuadernos de ruta: Pupila, Galo GalecioISBN: 978-9942-35-291-0 | |
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A Rafael Malpartida Tirado, profesor de la Universidad de Málaga, quien desbrozó el camino de esta idea.
A Marlene, Valeria y Vanessa, que están siempre.
A José Fernando y Mateo.
A mi padre (†).
En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.
SUSAN SONTAG
El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido.
JORGE LUIS BORGES
Se puede vivir sin pensar.
JULIO CORTÁZAR
Si la finalidad está directamente relacionada con el propósito al que se destina algo, el fin será pues concebido como el motivo u objeto con el que se ejecuta dicha actividad. En el arte, candente ha sido la discusión sobre su motivo intrínseco. Para Aristóteles, su finalidad era dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no copiar su apariencia. Él ya establece, entonces, dos cuestiones que son sustanciales: por un lado, la cualidad «esencial» del arte respecto de los objetos, y, por otro, su no representatividad, es decir, su afán de trascender aquello que se designa. Contraria a Platón, la filosolía aristotélica no concibe al mundo entre lo sensible y lo inteligible, sino que piensa la forma como la esencia, unida inseparablemente de la materia. La forma y la materia se encuentran en el ser, la sustancia. La «esencia secreta de las cosas», por ende, se ha de corresponder con la noción y el objeto como un todo. No hay dicha separación que establece al ideal por sobre lo sensible.
Filosofía de la experiencia, el mundo aristotélico asimila el movimiento como el paso de lo que se encuentra en potencia (potens, diría Lezama Lima) a estar en acto. El fin de ese movimiento es la perlección de la lorma. Perlección que no tiene fin, sino teleología de la forma en eterno cambio hacia su perfección. Atrapar ese movimiento sustancial del mundo será la finalidad del arte. Por ello no es tan solo representación de lo sensible, como quería Platón, sino que la trasciende en pos de la experiencia ontológica que ejecuta la forma del ser. Se entiende, entonces, al arte como medio y como fin, experiencia del conocimiento. Sin embargo, la estética aristotélica no establece diferencia entre lo que ahora concebimos como arte y como ciencia; sin duda dicha asimilación es posterior, y encuentra su culmen en la edad moderna poscartesiana.
En efecto, la universalidad que concibe Aristóteles en el arte se funde directamente con una dimensión ontológica que tiende a la belleza como una unidad. Pero la unidad de la forma que tiende a su perfección y que el afán de conocimiento ha de captar en pos de lo bello recae también sobre otra suerte de ideal, no segregacionista como el de Platón, pero que encierra un logos inefable mucho mayor. Inefabilidad que en el romanticismo alcanza su cumbre. La idea del arte por el arte suplirá, a partir del romanticismo, las nociones de imitación de lo bello —del mundo de las ideas—, que se engarzan con el racionalismo del neoclásico evidentemente platónico.
Sobre esta discusión ha corrido mucha tinta, pero establece la duda sobre dos postulados que han sido dogmáticos en la concepción tradicional del arte de Occidente; uno, estético, que dirige al arte hacia su fin máximo, la Belleza; y otro, que la Belleza tiene las cualidades de regularidad, simetría y conformidad (Armonía). De allí que la idea tradicional de lo canónico no ha podido desligarse del inmanentismo que surge del hecho sagrado de su belleza. Por otro lado, está Aristóteles, aunque su sentido de unidad recaiga en lo solemne universal como un entramado que «todos» advertimos en presencia del arte. ¿Pero quiénes somos ese «todos» que se acerca a la obra y encuentra que es «bella»? La Historia, así con mayúsculas, ha hecko del movimiento la justificación en sí misma de un rasgo que no alcanzamos a comprender. Más allá está el arte, ¿más allá de qué? El sentido de trascendencia kace que la finalidad sea discutible, porque siempre hay un concepto que supera la idea racional que permitiría asentar el asunto. Pero, ¿es necesario también que lo racional advierta esa «sustancia»?
Si a partir del romanticismo el arte empieza a preguntarse sobre su propio valor en oposición a una retórica de la exactitud, entonces comprendemos que la noción de arte se restringe. El valor universal es tanto en cuanto ha habido una escisión del lenguaje y, por lo tanto, del ser. Cuando pensamos en la idea de Aristóteles, sabemos que arte y conocimiento estaban ligados porque permitían entender el mundo como un todo. El arte posmoderno desmiente (o pretende subyugar) el ideal, tanto aristotélico como platónico, de un logos superior del que se debe dar cuenta.
¿A qué tiende el arte posmoderno?, nos preguntamos frente al caos que se anuncia con tanto desparpajo. Si el arte ka perdido su finalidad y encuentra en el barullo una forma de solazarse —quizá su única forma—, es de tener en cuenta que el ideal romántico también ha quedado en entredicho, pero no quiere decir que no encuentre su sentido en otro sagrado monstruo de lo banal. Vamos a ser claros: si la finalidad del arte encuentra su objeto en no tener objeto, entonces pierde también su cualidad intrínseca de tender a lo bello como armónico. Pues se acercará entonces a un código de lo «bello» cuyas particularidades se multiplican. Lo que para mí es arte no lo es para otro, y punto.
Aristóteles ha quedado entonces en el mapa de los estudios esteticistas que tratan de restringir la experiencia artística al modus operandi de un espíritu universal que norma su propia profundidad. Lo que ha acaecido, desde luego, es un aquelarre de perspectivas que se confrontan. Pero el artista no quiere plegar. El artista quiere parecer todavía el genio que se compenetra con el movimiento del mundo, con el espíritu de su época. En eso el ideal romántico no ha sucumbido. Todo artista cree que puede cambiar el mundo, o por lo menos, remover las fibras íntimas de los que asisten a su performance.
En el caso de la literatura, concebida como «obra de arte», el artista escritor ejecuta un acto de entrega, una apuesta en la que se arriesga la propia vida en pos de la «salvación». Por ello ha dicho bien Juan José Millás: «Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimento a otro con los calcetines mojados» (2000). Pero no hay pretensión romántica en ello, el que escribe literalmente puede resultar quemado por el fuego de su lenguaje insumiso. Y aquello que se ha fijado sobre la página empieza a negar a su padre o a su madre como un hijo rabioso.
Uno piensa que Conrad