El hombrecillo volvió a reírse.
—¿De qué te ríes? —preguntó Libo.
—Me ha hecho gracia esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Asustado.
—¿Por qué? —preguntó Libo.
—Porque es lo que tú estás —contestó el hombrecillo.
Libo, prudente, se quedó en silencio, pensativo y desconfiado.
—El miedo y la duda… Está bien tener un poco, pero si tienes más de la cuenta, te controlarán, te paralizarán, te bloquearán y, por último, te quitarán la energía —dijo el hombrecillo, pareciendo ahora ser más sabio que peligroso.
—Ah, ¿sí?
—¡Pues claro!
—Ya que pareces saber tanto… ¿Qué es lo que recomiendas hacer? —preguntó Libo algo irónico.
—Debes darles las gracias a tus pensamientos, a tu mente; esta trata de protegerte, además de que tienes esos pensamientos insertados. Lo mejor que puedes hacer es observar esos pensamientos y dejarlos ir, no darles más poder; si no dejas de pensar en ellos o los rechazas les estarás dando más poder, crecerán, y si crecen, acabarán controlándote y, finalmente, te vencerán. El miedo y la duda vencerán, y tú no quieres eso, ¿verdad?
—¿Darle las gracias a mi mente por esos pensamientos?
El hombrecillo asintió con la cabeza y contestó:
—Esos pensamientos no te sirven si quieres cumplir un propósito; en cambio, si te está persiguiendo un depredador sí te sirven, pero la cabeza no sabe distinguir eso. Observa y deja que pasen, deja que se vayan, no hagas hincapié en ellos, no te centres en ellos. ¡No te sirven!
—¿Es por eso que me siento mal?
—Ayy, eso ya deberías saberlo —respondió tras un suspiro el hombrecillo, y continuó hablando—. La mente crea pensamientos, los pensamientos crean emociones y las emociones crean acciones.
—¿Que las emociones crean acciones?
—¡Exacto! Eso he dicho. En función de cómo te sientas, harás una cosa u otra, irás en una dirección o en otra, o, tal vez, ni si quiera te muevas, esa también es una opción…
—Vaya… —respondió Libo, sorprendido.
—Por eso es tan importante saber en qué estamos pensando cuando nos sentimos abatidos. Lo que está claro es que, si estás pensando en que lo vas a lograr y que eres capaz de hacerlo, no te vas a sentir mal o cabizbajo. Seamos o no conscientes de ello, cómo te sientas te estará dando la respuesta de en qué estabas pensando; es el indicativo de si pensabas en algo positivo o en algo negativo, no hay más historia.
Libo se quedó sorprendido por los profundos conocimientos que parecía poseer aquel extraño hombrecillo.
—Muchas gracias, lo tendré en cuenta —respondió Libo agradecido por aquellos consejos.
El hombrecillo se alejó montado en el escarabajo sin decir nada; Libo sintió curiosidad y fue tras él. Comenzó a observarlo oculto tras unos matojos: el hombrecillo se bajó del escarabajo, que se puso a pastar, mientras él apartaba algunas matas e iba palpando y auscultando la tierra del suelo. Entonces, después de un rato en el que parecía estar buscando algo, se paró y comenzó a excavar a toda velocidad. Luego cogió una bolsa que tenía en su espalda, metió la mano y sacó algo así como un oscuro grano. En ese instante, Libo hizo un pequeño ruido con los matojos y el hombrecillo se dio cuenta de que alguien o algo andaba por allí.
—¿¡Quién anda ahí!? —preguntó con autoridad el hombrecillo.
Libo se asomó tímidamente.
—Soy yo, el de antes.
—Ahora estoy trabajando, déjame tranquilo.
—Tan solo quiero saber qué haces —respondió Libo lleno de curiosidad.
—¿¡Para qué!?
—Quiero aprender —respondió Libo con sinceridad.
El curioso hombrecillo lo miró serio a los ojos y tras unos segundos le dijo:
—Estoy sembrando.
—¿Sembrando para qué?
—Para crear vida.
—¿Con eso?
—Esto se llama semilla, y si consigue su cometido, dará muchas, muchísimas cosas buenas al mundo.
—¿Una semilla de qué?
—¿Ves ese árbol? —El hombrecillo señaló un gigantesco árbol que tenían a su lado.
—Sí, ¿por qué?
—Aquí, dentro de esta semilla, hay un árbol como ese. Todo empieza con una pequeña semilla como esta.
—¿Me estás diciendo que de eso tan pequeño sale un árbol tan gigantesco como ese? ¡No me lo puedo creer!
—Así es. Y ahora, déjame trabajar tranquilo.
—Pero… ¿qué cosas buenas trae al mundo? Cuéntame, por favor.
El hombrecillo, que había comenzado de nuevo con la tarea, resopló:
—Está bien. Te lo cuento y luego te vas, ¿ok? —respondió este.
-Sí, sí, ok —respondió enérgico y lleno de curiosidad el pequeño Libo.
—Aunque seguramente no te vas a enterar ni de la mitad, pero bueno. Los árboles combaten el cambio climático: atrapan el dióxido de carbono que contamina la atmósfera y lo transforman en oxígeno puro; limpian el aire absorbiendo olores y gases contaminantes; proporcionan el mejor oxígeno para que podamos respirar; regulan el clima, dándole equilibrio; proporcionan alimento con sus frutos; mirarlos relaja la vista y reduce el cansancio; poseen una energía curativa, por eso algunos animales y bichos abrazan los árboles; transmutan la energía negativa a energía positiva; muchos animales e insectos juegan en sus ramas; dan cobijo provisional a muchos seres y criaturas que se refugian bajo sus ramas cuando hay lluvia, amortiguando el impacto de las gotas, y lo mismo cuando el sol es demasiado fuerte; te protegen de los rayos ultravioleta y te aíslan del viento; muchos bichos y animales crean sus casas en árboles, y, además de todo esto, decoran y embellecen el paisaje.
—¡Vaya! ¡Y tan solo con sembrarlo! Nunca habría imaginado que fuera tan sencillo que creciera un árbol hasta esa altura y que aportara tantas cosas buenas al mundo. ¡Es genial!
—¿Sencillo dices? ¿Ves ese árbol de ahí? —señaló de nuevo al árbol gigantesco que tenían a su lado.
—Sí, lo veo. ¿Por qué?
—Lo planté yo hace muchos muchos años, y te garantizo que no fue en absoluto sencillo que creciera hasta esa altura.
Libo se quedó algo cohibido; el hombrecillo se dio cuenta de que Libo no lo había dicho con mala intención, sino con total y absoluto desconocimiento, y decidió contarle la historia del árbol.
—Hace muchos muchos años se sembraron más de cien semillas por este pie de montaña. Algunas de esas semillas fueron encontradas por animales y devoradas; otras cayeron en terreno no fértil; otras no soportaron las adversidades climáticas, y, finalmente, de esas más de cien semillas, dos, tan solo dos, comenzaron a germinar. Una de ellas vigorosamente, muy rápido, con brío; la otra, sin embargo, todo lo contrario, tímida y lentamente.
»Después de varios meses, el primer árbol ya superaba el metro de altura, mientras que el otro tan solo llegaba a unos veinte centímetros. Entonces llegaron tiempos de carencias; no llovía y, por lo tanto, no había agua, y ambos árboles resistían lo mejor que podían a esa sequía. Sin embargo, el árbol que más había