—¡Lo está logrando! ¿Cómo es que lo está consiguiendo? —decían atónitos los bichos.
Algunos murmuraban que había sido por pura suerte. Entonces, de entre todos aquellos bichos, apareció una mosca, que fue volando hasta donde se encontraba el pequeño Libo y se posó a su lado.
—Oye, ¿estás seguro de lo que vas a hacer? Después de pasar ese muro no sabes lo que te vas a encontrar. Seguramente esté lleno de depredadores buscando una presa. Tal vez no puedas regresar nunca más, y, si, por casualidad, te diriges a la cima de la montaña, que sepas que está lejísimos, jamás llegarás a pisarla. De hecho, ni si quiera llegarás a verla aun en la distancia.
A punto de dejar la pared rocosa atrás, el pequeño Libo miró a aquella mosca y le respondió:
—No voy a escuchar a una mosca pudiendo escuchar a mi corazón, y mi corazón me dice que es por aquí.
La mosca lo miró con desprecio y se fue volando, aleteando y haciendo su particular zumbido.
Entonces Libo continuó subiendo y subiendo mientras todos los bichos, en silencio, veían cada vez más pequeño a Libo en la lejanía. Al fin, con mucho esfuerzo y sacrificio, Libo alcanzó la cima de aquel pedregoso y resbaladizo muro.
CAPÍTULO 2:
LA SUBIDA
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Con la respiración agitada y las patas temblorosas, el pequeño Libo se tiró en una acotada superficie de hierba rodeada por piedras y roca. Satisfecho con su acción y esfuerzo, era la primera vez en su vida que se sentía así. Un sentimiento especial recorría su pequeño y fino cuerpo: había logrado la primera meta. Pero aquella euforia fue disminuyendo y mermando al mismo tiempo que el cansancio y el agotamiento aumentaban y hacían mella en Libo, que poco a poco se iba quedando dormido como un bebé, en posición fetal. A la mañana siguiente, los primeros rayos de sol comenzaron a llegar al rostro de Libo; subieron poco a poco hasta llegar a sus cerrados ojos haciendo que este se despertara, y los cansados y redondos ojos de Libo se fueron abriendo tímidamente.
Libo bostezó y se estiró, buscó algo de comer y de beber y, seguidamente, comenzó el ascenso hacia la tan ansiada y deseada cima entre matas secas, piedra, arenisca y un fuerte sol. El camino no era lo que se conoce como un camino de rosas; estaba lleno de dificultades, sobre todo para un pequeño bicho que desconocía aquel lugar. Ahora la pared rocosa y resbaladiza parecía fácil comparada con este nuevo reto. Después de varias horas subiendo, Libo se paró; ya no podía más, le temblaban las patas y la noche estaba al caer. Mientras descansaba escuchó un ruido. Algo se estaba acercando, pero no veía ni qué era ni por dónde venía. El sonido se escuchaba cada vez más próximo. Era un zumbido y un aleteo. ¡Aquel sonido provenía de arriba! Entonces, Libo se cercioró de que había una sombra moviéndose por encima de él, en una trayectoria descendente que finalmente acabó cayendo justo detrás de donde se encontraba Libo, haciendo acto de presencia un saltamontes. Libo lo miró y vio que no era una amenaza para él.
—¡Vaya, puedes volar!
—¡Casi! ¡Casi puedo volar! En realidad, no me hace falta, ya voy a donde quiero saltando con estas patas de muelle.
—¡Qué suerte!
—Sí, lo sé… —respondió algo engreído el saltamontes, que continuó hablando—. Oye, ¿y a dónde te diriges, pequeño?
Libo le contó su intención de subir a la cima de la montaña y el saltamontes, sorprendido, no daba crédito.
—Pero, bicho, ¿¡tú hablas en serio!?
—Sí, ¿por qué?
—¿¡Estás loco!? Eso está muy lejos, y al paso que tú vas necesitarías como tres vidas más para poder llegar a la cima de esta montaña. Ni si quiera yo estoy seguro de poder llegar, estaría arriesgando mi vida.
—Es mi meta —respondió Libo, serio y algo dubitativo.
—Pero ¿y para qué sirve una meta? Preguntó el saltamontes.
—¿Para qué sirve una meta? Para superarte, para ser una mejor versión de ti mismo. Si se tiene la posibilidad de crecer, mejorar y evolucionar, uno tiene que tratar de conseguirlo; creo que hay grandeza en eso.
—Chico, te voy a dar un buen consejo: ¡olvídalo!
—Gracias por tu consejo, aun así, voy a seguir mi camino. Respondió Libo algo incómodo.
Libo prosiguió bajo la mirada del saltamontes, que quedó boquiabierto con la determinación y tal vez locura e imprudencia de aquel pequeño bicho.
La verdad es que las palabras del saltamontes habían hecho mella en Libo; se le venían a la mente una y otra vez mientras seguía subiendo por el pedregoso camino. Estas le hacían dudar y, la verdad, lo desanimaron un poco. El sol era cada vez más fuerte e intenso, y Libo no alcanzaba si quiera a ver la cima de la montaña a la que quería llegar.
La noche finalmente llegó y Libo, cansado y algo cabizbajo, después de estar todo el día subiendo, decidió que era el momento de buscar un rinconcito donde poder descansar, y así lo hizo hasta la salida del siguiente sol, pero no sin antes reflexionar sobre las palabras del saltamontes. No lograba quitárselas de la cabeza, además comenzaron a sumarse a ellas todas las demás palabras de desanimo y burla que le decían los otros bichos antes de emprender su ascenso a la cima. Eso desmotivaba a Libo aún más. Sintiéndose solo, triste y perdido, derramó alguna que otra lágrima. ¿Sería de verdad aquella meta una auténtica locura? ¿Sería aquel sueño una utopía?
A la mañana siguiente se levantó con energías renovadas junto con la salida del sol. Libo recordó la triste noche que había pasado y, desde la altura en la que se encontraba, miró hacia abajo, hacia el suelo, allí donde se encontraban todos los demás bichos en la lejanía, y comenzó a conversar consigo mismo.
—Pero ¿quiénes son ellos? ¿Qué saben? ¿Acaso lo han intentado? ¿Acaso han dado el 100 % o el 120 % en algo que mereciera la pena? ¿Qué han conseguido ellos para hablar así? Tan solo han seguido el mismo camino predeterminado que todos los demás insectos de su especie. ¿Acaso han marcado ellos la diferencia en algún momento? —La respuesta era no, de modo que Libo decidió hacer un pacto consigo mismo—: Solo escucharé y tomaré consejos de aquellos que ya hayan estado allí arriba, en la cima.
Y prosiguió el camino, decidido a afrontar de nuevo el gran reto con entereza y con ánimos renovados.
El calor era insoportable. La respiración de Libo estaba muy agitada y tan solo era mediodía. Entonces empezaron a llegarle pensamientos a Libo, tales como «No vas a poder», «Está muy lejos», «No vas a lograrlo», «Es una locura», «Aún estás a tiempo de regresar». Como si de un programa automático se tratase, le iban llegando en bucle todos aquellos pensamientos una y otra vez y lo hacían sentirse pequeño; sentía cómo le quitaban la energía y lo llenaban de dudas y malos sentimientos. Entonces, Libo paró en seco de caminar, cansado y harto, se pronunció:
—¡Ya está bien! Estos pensamientos no sé de dónde me vienen, pero no soy yo. Yo he decidido llegar a la cima, es lo que de verdad quiero hacer. ¿¡Por qué no te callas un poquito!? ¡No me estás ayudando!
De pronto se escuchó una carcajada enérgica, en un tono muy agudo, que asustó e interrumpió la conversación que Libo estaba teniendo consigo mismo. Al girarse vio una especie de pequeño hombrecillo de alargada nariz y boca considerablemente grande montado sobre un escarabajo. Este