Faustino y yo contemplamos el espectáculo hasta que el argentino abrió el ojo derecho. Puesto que no supimos qué más hacer, nos sentamos de nuevo. Kirsten se levantó sonriendo y fue hacia el baño. Yo no podía sostener la mirada de Agustín, ni siquiera la de Faustino. Miraba al piso.
La gringa se tomó todo el tiempo del mundo para volver donde estábamos. En algún momento Agustín y Faustino comenzaron a hablar de otro tema, aunque todos éramos conscientes de la incomodidad que casi se podía sentir en el aire. Yo no dejaba de mirar al piso, siempre me ha sido imposible ocultar lo que siento. ¿Y qué sentía? Es difícil de explicar, y no me voy a poner ahora en ello, por favor. Sin que yo recuerde cómo se llegó a tal acuerdo, el resto de la tarde las dos parejas emprendimos caminos distintos. El coahuilense y yo dimos una vuelta por el acuario. Esa era mi suerte, esta es mi suerte, pensaba yo, atrapada en esta ciudad de mierda con este delincuente en ciernes. Estaba siendo injusta con mi compañero. Sentía ganas de llorar.
Faustino no decía nada, simplemente caminaba a mi lado.
Después sobrevino una escena bastante rara, casi surrealista. Mientras veíamos los tiburones —es decir, mientras Faustino veía los tiburones y exclamaba «¡Güey!» como comienzo, contenido, puntuación y finalización de sus oraciones, y yo miraba en esa dirección, viendo tal vez otra cosa—, Faustino me tomó la mano. Fue algo tan sorpresivo que no hice nada por liberarme, pero pasados unos segundos miré en su dirección. Allá abajo estaba Faustino y me miraba con los ojos totalmente abiertos. Sentiría, supongo, que su momento conmigo había llegado; sentiría, digo yo, deseos de besarme, deseos que no se permitió ejecutar. Lo peor es que yo no sé qué habría sucedido si lo hubiese intentado. Cuando pareció que me iba a decir algo, solté su mano, caminé hasta una banca y de repente me sentí agotada. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero ya casi se hacía de noche cuando Faustino me trajo un vaso de agua. Rehuyó mi mirada en todo momento.
Agustín me condujo a mi casa la primera y en ningún momento miró por el retrovisor. La gringa no me dirigió la palabra, evidenciando tal vez su superioridad en constantes y groseras carcajadas que el argentino celebraba, no así mi compañero en la silla de atrás. Cuando yo estaba a punto de apearme del cupé, el mexicano posó su mano en mi hombro izquierdo como diciendo lo siento.
En lo referente a la palabra bigote, «pelo que nace sobre el labio superior», ha de ser la correcta, si bien mostacho es un bigote grande y espeso, al estilo del mero macho mexicano (que no es el caso de Faustino, o no lo era en el año 96; esperemos que su situación, al menos en este sentido, haya cambiado). Bozo, por otra parte, es exactamente lo que yo creía que era: «Vello que apunta a los jóvenes sobre el labio superior antes de nacer la barba». Un bozo con ínfulas de bigote era lo que tenía el buen Faustino, al cual una servidora hizo referencia sin pretender en ningún segundo herir sus sentimientos. Comoquiera, el lunes siguiente llegó a clase correctamente afeitado y una no podía afirmar que el cambio le hubiera favorecido.
Dato curioso: una de las acepciones de bigote es la expresión siguiente:
no tener una mujer malos ~s:
1. loc. verb. coloq. p. us. Ser bien parecida.
Yo, entonces, Emilia Restrepo Williamson, no tengo malos bigotes, como tantas otras mujeres.
Como Kirsten Suzanne Gaston. Con la salvedad de que ella, en este momento, mientras tecleo esta oración, sigue con la cara bonita y sin arrugas propia de las mujeres que ya han aceptado su obesidad.
Ya llegará el momento de ocuparnos de las abreviaturas que antecedieron a la definición de no tener una mujer malos bigotes. Es perentorio aprender a usar de manera correcta el diccionario, les repito constantemente a mis alumnos. Lo que sí quiero consignar, antes de olvidarlo, es una breve nota sobre la palabra almuerzo, que aquí usé al estilo colombiano, es decir, la segunda comida del día, entre el desayuno y la cena. En el país mexicano, y me temo que la Academia les siguió el capricho, el almuerzo es una comida que se toma a media mañana; la comida, entonces, vendría a ser nuestro almuerzo; y la cena nuestra comida. Es confuso pero ciertamente no difícil de dilucidar. ¿Quién tendrá la razón?
Sigamos adelante. Kirsten y yo, al menos por unos días, seguimos sentándonos hombro con hombro en la asignatura de historia de su país. Me hablaba, yo le contestaba, pero no había fluidez en nuestros intercambios. Faustino me acompañaba a la siguiente clase, yo se lo permitía. Además, almorzábamos juntos. Poco a poco superaba mis traumas con respecto al campesino coahuilense. Hacía todo lo que yo le decía. Lo que dirían mis amigas bogotanas donde nos hubieran visto juntos, por Dios. Sin duda éramos material de telenovela: la hija mimada del potentado y el primogénito de la empleada del servicio. Nuestras ropas, nuestra forma de caminar (él siempre un poco atrás de mí) y relacionarnos: todo daba cuenta de ello. Pero no importaba, la verdad era que no me importaba. En más de una ocasión me invitó a conocer su casa. Siempre me negué sin herir sus sentimientos. Se lo veía verdaderamente interesado en mis cosas, en mi vida. Los días en que descansaba de su trabajo —lavaba platos en un restaurante— me invitaba a salir. Yo alegaba tener compromisos con mi familia anfitriona; él entendía. Un día me propuso que nos comunicáramos en inglés, puesto que él había caminado hasta los Estados Unidos precisamente con la finalidad de perfeccionar el idioma. Accedí pero de inmediato tuvimos que volver al arreglo previo: para decirme que no quería el almuerzo institucional sino McDonald’s se tardaba media hora, de modo que yo comenzaba a regañarlo hasta que él mismo sugirió que volviéramos al castellano. Así dijo: al castellano, güerita.
La siguiente vez que vi a Agustín fue en un entrenamiento de fútbol. El muy gallina había desistido de nuestros careos al salir de Historia Estadounidense. Puesto que me lo había anunciado la noche anterior, yo ya estaba al tanto de que Sharon pasaría a recogerme con una hora de retraso. Por tanto, Faustino me instó a que fuera a presenciar su entrenamiento. No era una actividad que me entusiasmara ni mucho menos, pero tenía diecisiete años y estaba lejos de casa. Podía estar allí sentada, a lo mejor trabajando en la tarea o algo mientras pasaba el tiempo. Me instalé en la tribuna occidental del estadio, con un libro en el regazo y la maleta en el costado. Contrario a lo que pensaba, se sentía bien estar allí. Primero corrieron en manada alrededor de la cancha por espacio de diez minutos. Después realizaron estiramientos en pareja. Agustín y Faustino quedaron juntos. Cada tanto, alguno de los miembros del equipo estallaba en gritos o carcajadas o exclamaciones del tipo «¡No mames!», que el entrenador se encargaba de aquietar cuando parecía que se iban a salir de control. Posterior a la sesión de elongación —la cancha ya con conos anaranjados por doquier—, el grupo fue dividido en grupos más pequeños, que ocuparon los diferentes sectores del campo. En total, la cancha quedó dividida en cuatro partes iguales, cada una con más o menos el mismo número de futbolistas, digamos que diez por sector. El entrenador pasó repartiendo mallas de colores (petos, les decimos en mi país, y acabo de constatar que su uso no es incorrecto; esto lo aprendí cuando fui novia de Juan José Jiménez en la universidad) e instrucciones sobre el ejercicio a desempeñar. Cuatro balones rodaron, pues, en los diferentes sectores del campo. Cada cierto intervalo el entrenador ordenaba la permuta de un jugador de un lugar a otro. Por casualidad, en el sector suroccidental de la cancha coincidieron Faustino y Agustín. Agustín vestía una pechera amarilla; Faustino la misma camiseta blanca que lucía durante el día y que le quedaba varias tallas grande. En un lance, lo observé con claridad, el mexicano y el argentino se trenzaron en una cruenta pugna por la posesión del balón. De repente, el argentino estaba en el piso doliéndose y Faustino había ido por la pelota a la par que exclamaba:
—¡No te hice nada!
Agustín se revolcaba y no dejaba de tomarse la canilla derecha con ambas manos. Gritó en perfecto inglés:
—Fuck you, man!
Los demás futbolistas detuvieron su accionar y se volvieron hacia donde se estaba dando el conflicto. También el coach, también yo. Todos.
Faustino fue por el balón, que continuaba rodando, lo tomó en las manos y con calma se devolvió hasta la posición de Agustín, quien se levantó desafiante. Podía