Faustino no podía medir más de un metro con sesenta centímetros. Nunca me habría fijado en él de no ser porque tocó mi hombro derecho la tercera semana de clases del semestre de otoño de ese año escolar. Entonces yo me iba a acostumbrando a lo que era mi segunda experiencia en territorio estadounidense, esta vez como estudiante de intercambio en el estado de Oklahoma. En la primera, en el verano del año 92, mi familia y yo habíamos recorrido Disneylandia de arriba abajo y de abajo arriba mientras mis padres se ocupaban de perseguir a mi hermanito y yo montaba en las montañas rusas con mi tío Nacho. Tres años después el mexicano llegado de Coahuila tocaba mi hombro en una escuela pública de Oklahoma. Debido a que era la tercera semana, yo ya sabía quién pertenecía a la clase y quién no. Era la primera vez que lo veía, eso seguro. Me preguntó si hablaba español.
Mientras la pregunta viajaba los centímetros que nos separaban, noté su horrible olor a gripa y constaté su acento.
Era la primera clase del día, American History, que debe traducirse como Historia Estadounidense, no como Historia Americana. Es posible que la apropiación del adjetivo americano marcara el comienzo de todos los abusos de aquel país… Pero bueno, ya se lo robaron, ya qué hacemos: en esta clase, un profesor de color, de un profundo color negro, no tenía muy buena idea de lo que hacía, pero lo que no hacía lo hacía con tal confianza que en los años como docente nadie se había quejado de sus disparates, como es improbable que alguien se queje de un profesor simpático que aprueba a todo el mundo. Es algo que sucede con los docentes, ahora lo sé. Si no proyectan seguridad están perdidos, y míster Jackson proyectaba una seguridad que se sustentaba en su más de un metro noventa de altura y en sus proverbiales carcajadas que retumbaban en las paredes del recinto y eran ecadas todas las veces por los alumnos, no sólo por los afroestadounidenses.
Yo nunca me reí, y no sólo porque no entendiera.
(Dos consideraciones lingüísticas: 1. el verbo ecar no existe, pero debería. 2. Mucha gente rústica escribiría esta oración de la siguiente manera: «El verbo ecar no existe, pero debiera». Típica situación de condicional contra pretérito imperfecto de subjuntivo. En este caso debe optarse por el condicional, pues es lo correcto. Y si la Academia lo considerara, tendría que aceptar el verbo ecar. Es de esta manera que se arma la oración condicional: un pasado en la cláusula subordinada, considerara, y un condicional en la matriz, tendría, que es en realidad una forma de futuro. Lo explicaremos luego, no hay afán.)
Fastidiada, sin voltearme pero sabiendo que era el chiquitín mexicano quien me interpelaba debido a que el profesor se había permitido una broma con mi nacionalidad; y Faustino, sin siquiera hacer un esfuerzo por disimularlo, punzante como el Chavo del Ocho halló su camino desde la parte de atrás del salón hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí. Repuse sin quitar la vista del frente:
—Sí.
Ahora me resulta difícil de explicar, pues el inglés de Faustino era prácticamente inexistente; no sé cómo entendió la alusión, que en realidad fue un flojo chiste sobre qué había en mi maleta, dado mi pasaporte colombiano. Míster Jackson era amigo de ese tipo de comentarios. A partir de este punto y pese a mi respuesta cortante —o tal vez debido a ella— Faustino siempre se sentó cerca de mí en esta primera clase del día, la única en la que coincidíamos.
En esa tercera semana de clases yo ya me sentaba al lado de Kirsten Gaston, mi amiga white trash con quien tantos momentos compartí. Desde que se enteró de mi antecedente suramericano en la primera clase, Kirsten dio todos los pasos para convertirse en mi inseparable. Yo hacía lo posible por que no se me notara, pero me sentía desprotegida por la cercanía de tan variopinta gama de adolescentes afros y chicanos, y ciertamente aprecié su compañía y pertreché su amistad lo mejor que pude. Hay más para decir sobre mi amiga Kirsten, cuyos muslos, en el momento en que redacto esta oración, deben de pesar al menos cien kilos.
Antes de que lo olvide, en relación con dos oraciones que recién escribí (… hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí.», y «… Faustino siempre se sentó cerca de mí»), muchos de mis compatriotas las escribirían con el posesivo mío, hasta el escritorio vacío justo detrás mío, y Faustino siempre se sentó cerca mío. Error, desde luego, generalizado no sé a razón de qué. Puede que así suceda con los errores: van de boca inculta en boca inculta y ya nada los detiene. Mío, en su calidad de pronombre posesivo, sólo puede ser usado en oraciones posesivas, del tipo el libro es mío, o para ponernos más prosaicos y para nunca olvidarlo, como dice la popular canción mexicana: «¡Mío… ese hombre es mío!».
Esta es otra de las cápsulas informativas que nunca faltan en mis clases.
Volviendo a Kirsten y al primer día de clases: después de la presentación, míster Jackson nos hizo leer del libro de texto y cuando me llegó el turno pasé el tractor de mi inglés de colegio bilingüe bogotano por la hoja, a lo que la gringa me miró con sus ojos verdes, que escondían todo lo que escondían. Cuando el profesor dio la señal para que el alumno de atrás prosiguiera, Kirsten no se pudo contener.
—Where are you from?
—I’m from the beautiful country of Colombia —sigo sin saber por qué respondí como una reina de belleza. Le tendí la mano, que fue recibida con maliciosa sonrisa.
Al finalizar la clase, Kirsten me arrastró hasta el extremo opuesto del colegio. Bajamos escaleras, subimos escaleras, atravesamos patios. Finalmente estreché la mano de su otro amigo suramericano, Agustín, quien departía con unos compañeros.
En una nota que habla bien de la educación estadounidense, vilipendiada desde todos los rincones del orbe, Kirsten sabía que Colombia y Argentina quedaban en Suramérica. Esta conexión me llevó a conocer a Agustín.
Nunca olvidaré lo primero que le dije (era guapísimo):
—¿Eres argentino?
¿Qué podía responder a tal estupidez?
—Desde que nací.
A partir de entonces, todas las mañanas lo encontrábamos al salir de Historia Estadounidense. El argentino siempre estaba sonriendo en la mitad de un grupo de gente con su cara pálida y su pelo despeinado y su incipiente barba. Provenía de la ciudad de Rosario; su padre había sido trasladado a principios de los noventa a los Estados Unidos, y viajó con toda la familia, un cambio que pretendía mejorar la vida de sus hijos, al menos desde un punto de vista futbolístico. Debido a la presencia mayoritaria de hispanos en nuestro céntrico colegio en la ciudad de Oklahoma, cuyo nombre prefiero omitir, el fútbol había dejado de estar en el sótano de preferencias en lo relativo a deportes practicados. Aparte de sus otros talentos, o tal vez su único talento, Agustín era el corazón del equipo de fútbol, una suerte de jock rioplatense trasplantado al Medio Oeste gringo, algo de lo que vine a enterarme conforme pasaba el tiempo. El equipo estaba compuesto en su mayoría por chicanos, pero había también un negro, dos blancos y varios estudiantes de intercambio. Era de todo lo que hablaban, los pobres.
Hacia mediados de semestre mi rutina ya estaba consolidada: Wayne (mi «padre anfitrión») me llevaba en la mañana al colegio, yo entraba a Historia Estadounidense, me sentaba al lado de Kirsten, evitaba a Faustino —que siempre llamaba mi atención con alguna pregunta tonta—, y salíamos juntas a buscar a Agustín, quien siempre estaba en la mitad de la acción. El argentino siempre encontraba el modo de notar mi presencia, en un sentimiento de posible hermandad suramericana.
Una mañana hablábamos de cualquier cosa cuando de la nada emergió Faustino.
—¡El Tino Asprilla! —exclamó Agustín. Era una alusión, desde luego, al futbolista colombiano que yo conocía de oídas. Tardé veinticinco minutos en explicárselo a Kirsten cuando me preguntó por ello instantes después.
—Argento —devolvió Faustino con la tranquilidad con que se saluda a un igual. Pasó por el medio de las dos señoritas que allí nos hallábamos y le dio la mano al estilo mexicano, es decir, no le dio la mano sino más bien se la chocó para después volver a chocar