—Les presento a Faustino, chicas —apuntó en inglés.
Kirsten se apresuró a estrecharle la mano. Yo lo hice después, incómoda pues ya sabía quién era y porque era feísimo, y a veces estas cosas resultan molestas. No sostuve su mirada; me excusé y me retiré a la siguiente clase. Kirsten se quedó con los muchachos. Me gusta pensar que los tres acompañaron mi desplazamiento con su mirada, si bien sólo estoy segura fehacientemente de que fue el mexicano quien lo hizo.
Nos volvimos a ver a la hora del almuerzo. Kirsten, como tenía clase en el aula del lado, pasaba por mí y juntas hacíamos la fila del almuerzo subvencionado por el gobierno: una hamburguesa que sabía a caucho, papas grasientas y leche achocolatada. Si hay que decir algo positivo de la gringa es que me tenía paciencia desde un punto de vista lingüístico; era putona, como más tarde quedó requetecomprobado, pero era paciente conmigo y se lo agradezco.
Hicimos la fila y caminamos con nuestras bandejas hasta encontrar un puesto libre. En esa ocasión hallamos sitio en donde almorzaban Agustín y un grupo de chicanos. Comimos en silencio hasta que se me dirigió la palabra.
—¿Qué decís, colombiana?
Todos los chicanos de la mesa voltearon a mirarme. Y yo les di lo que querían, maravillosas oraciones en impecable español bogotano, algún modismo, algún giro, hasta alguna palabrilla en inglés.
Esto, más, claro, mi agraciada y casi caucásica apariencia desencadenó la avalancha de cartas y notas que a lo largo de ese año me encontraba en mi locker. «Eres muy linda.» «Te quiero.» «Dame una chanza.» Estas y otras expresiones todavía se pueden leer allí; hasta dibujos me dejaron. Muy simpáticos, los chicanos. Algo scary, también, pero principalmente simpáticos.
Consultando de afán el diccionario, las traducciones de locker son las siguientes: cajón, gaveta, alacena, ropero, armario, cerrador. Ninguna de ellas, empero, denota lo que la palabra locker, es decir el espacio, la suerte de desván que a todos los estudiantes toca en suerte en instituciones educativas estadounidenses. En mi colegio, por ejemplo, como en muchos otros, dicha área llegaba desde el piso hasta más arriba de mi cabeza; con toda seguridad le sacaba unos buenos veinte centímetros al bueno de Faustino, no así a mi vecino de locker, a quien yo le llegaba hasta el ombligo y quien supo comandar nuestra escuadra de baloncesto, esa temporada, hasta la final del campeonato estatal. No recuerdo su nombre (¿Jamal, Lebron, Rashad?), pero recuerdo con nitidez cómo el primer día, cuando en la oficina me entregaron el candado oficial, después de vueltas y más vueltas alrededor de los infinitos pasillos del colegio, primero, y por todo el diámetro del candado, después, en impotente porfía por desentrañar la clave de la cerradura —estaba a punto de llorar—, una gran mano lo tomó, lo abrió delante de mis ojos y rápidamente me capacitó. Tres vueltas a la derecha hasta el primer número, dos a la izquierda hasta el segundo, y finalmente un giro a la derecha hasta la cifra final. Eso fue lo que dijo en inglés, acompañándolo todo con mayúscula sonrisa.
«Esta es bobita», debió de pensar.
—Senks —dije yo. O: senk iu.
Y es por todo el anterior párrafo que no he escrito la palabra locker en cursiva.
Todas las mañanas nos veíamos y él exclamaba:
—Watcha doin’ girl?!
A lo que yo devolvía, ya con más terreno ganado entre nosotros: Hey! Hello! What’s up? Muchas veces fue el mejor momento del día.
Con la llegada del invierno, incluso, cada vez que jugamos como locales asistí a observar a mi amigo afroestadounidense. Faustino, que para entonces ya era mi inseparable, me acompañaba. Me atrevería a afirmar, basada en la mera observación del coahuilense, que este deporte no se les da muy bien a los mexicanos. En cuanto a mi amigo basquetbolista, supongo que debió de asistir a alguna universidad con beca completa. Y quién sabe por dónde andará ahora. A lo mejor hace parte de la liga profesional. Como sea, va un afectuoso saludo acompañado de mis mejores deseos.
Dejemos de lado el locker y el baloncesto y retornemos al comedor, donde yo embelesaba a la chicanada con mi español mientras daba cuenta de mi almuerzo. Casi llegaba al final de uno de mis párrafos, los mexicoestadounidenses en éxtasis contemplativo, no así Agustín ni Kirsten que se habían trenzado en su propio intercambio. Agustín le tomó la cara, Kirsten fue a por su mano (favor leer con acento español, ya que, debo reconocer, yo hacía lo propio ante mis interlocutores), Agustín la esquivó, sonrieron. Todo esto lo observé con la esquina de mi ojo derecho. Mientras hablaba alguien me interrumpió.
—¿Me puedo sentar?
Faustino.
—¡Tino! —exclamaron todos al unísono, hasta la gringa.
Se sentó en el único espacio libre, a mi izquierda.
Antes de seguir, considero necesaria una breve nota sobre el ir por versus el ir a por. Copio directamente del diccionario pero meto la cucharada: «La expresión ir a por, usada con frecuencia [en España, principalmente, si bien los intelectuales arribistas de mi sufrida patria echan mano de ella de vez en cuando] pero no admitida por la Academia, suele emplearse como sinónimo de ir por [sin la preposición a], con un doble significado: ‘buscar o traer aquello que se indica’ y ‘perseguir a alguien, no dejarlo tranquilo [como Faustino con una servidora]’: ‘Ahora mismo voy a por la bicicleta’, ‘Es evidente que van a por él’. Sin embargo, ir por tiene un sentido del que ir a por carece, ‘estar algo dirigido a alguien’: ‘Atiende, jovencito, que esto va por ti [más o menos como yo me sentía enrostrándoles mi perfecto español a los chicanos ese día]».
Ya había terminado de comer cuando por primera vez sentí el codo derecho de Faustino en mi costado. Dejé mi oración sin terminar, lo miré, proseguí. Faustino era esa clase de persona: torpe de movimientos, sobreexcitada, inhábil. Agustín había dejado el toqueteo con Kirsten y pontificaba sobre el fútbol colombiano, un tema que no era ni es ni habrá de ser de mi dominio pero que siempre zumba a mi alrededor.
Por supuesto, se esforzaba por ser amable conmigo, con la colombiana, después de haber toqueteado a la gringa. Expuso sobre Carlos Valderrama, sobre Freddy Rincón, sobre «el Tren» Valencia, sobre Faustino Asprilla (todos miraron a Faustino con la sola mención del nombre).
Años después de esto, por una famosísima fotografía del citado futbolista tulueño, pude constatar que lo único que los hermanaba era el nombre y posiblemente el idioma. No me refiero a nada más: Faustino Asprilla es negro como la noche y talentoso para la práctica de este deporte, según he podido recabar; un genio, desde la óptica de Esteban, de mi tío Nacho y de Juan Sebastián, mi hermanito. Además, es políglota, millonario y tiene un gusto por la decadencia que lo aleja de Faustino Carreño, mexicano, norteño, inmigrante ilegal en Estados Unidos durante la década de los noventa (espero que ya haya arreglado su situación migratoria), bajito, trabajador, honrado y buen amigo.
Sin acabar de morder el pedazo de hamburguesa que tenía en la boca, Faustino interrumpió:
—Yo pensaba que en Colombia todos eran negros —dijo y palmeó mi hombro, me miró a los ojos y rio modosamente. Los demás soltaron la carcajada. En los dientes tenía restos de comida: seguro un pedazo de carne en los premolares y una yerba que no quise identificar en los incisivos.
—Pues ya ve que no.
Acto seguido, pergeñé en mi mente un par de comentarios que lo ofenderían, mas todo había vuelto a la normalidad: el toqueteo de Kirsten y Agustín, Faustino y su hamburguesa, los chicanos que comenzaron a retirarse no sin antes despedirse de mí y de los demás. En la mesa, muy a mi pesar, sólo permanecimos las dos parejas.
—Deberíamos hacer algo un día de estos —propuso el argentino.
Todos estuvieron de acuerdo. Yo no dije nada.
Es el momento para hablar un poco sobre Agustín el rosarino, de quien ya hice una somera descripción: cara blanca aunque no gringa, pelo despeinado, barba incipiente. También afirmé que no se le notaba incómodo en la ciudad de Oklahoma. Para esta aserción bastaba topárselo