Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raúl Sánchez Robles
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895921
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las oportunidades para matarla. Pretextando despistar a todos, se aferró a la sugerencia de viajar en tren, siendo que los esperarían en el aeropuerto de Tijuana los principales miembros de cártel en aquella zona, para brindarles protección de Los Arellano Félix.

      En Compostela, aprovechando la geografía selvática y escarpada, logró descarrilar el último vagón pensando que Luz era la mujer recargada en el vestíbulo que veía achicarse el paisaje, allá a lo lejos, atrás, en el paso del tren. El espíritu inquieto e impredecible de la Turbia la llevaba siempre a lugares y hechos inesperados, casi insólitos. Se dedicó a cambiar de camerino en todo el trayecto, no porque sospechara de Gil, sino simplemente porque casi todos los camarotes estaban desocupados. Era raro que el ciudadano común viajara en esa categoría, por caro y por malo, el costo era casi igual que el de un boleto de avión pero el servicio era pésimo; por la noche el aire acondicionado funcionaba muy bien acalambrando de frío a los pasajeros, y en la tarde, en medio del desierto, parecía que estaba encendida la calefacción. Jamás a la inversa.

      Al pasar por los primeros túneles, al Gil se le desorbitaron las ideas y buscaba afanosamente a la Turbia para provocarle un «accidente». Sin sospecha alguna, Luz se movía constantemente, hasta que terminaron las efímeras noches de hasta dos minutos que provocaban los túneles. En uno de sus múltiples paseos fue a dar al vagón de primera clase, que por cierto era como los de segunda, se sentó junto a una señora muy platicadora que viajaba a Ciudad Obregón, decía ser de los Mochis, pero vivía en el estado vecino de Sonora, luego de recomendarle algunas recetas con cecina, se fue quedando dormida hasta que la despertó nuevamente el estilo narrativo de la señora, que le platicaba anécdotas propias de la gente de la costa, de los trabajadores del algodón o de las hortalizas, de los pescadores, del machismo norteño y de la aparentemente efímera herencia del narcotráfico sinaloense. Luz tan solo sonreía con diplomacia, un individuo gordo y bigotón, les lanzaba miradas rojas y rencorosas, principalmente a la señora que explotaba a carcajadas escandalosas con cada comentario hiriente. Lo que menos quería era llamar la atención y mejor se cambió de vagón. En Empalme, la vida se le estaba licuando por los poros, y sin más se quitó la blusa empapada para secarla con el viento del vestíbulo, hasta que un garrotero, venciendo su propia lujuria, le pidió que se la volviera a poner para evitar un mal momento pues en cuestión de minutos se había llenado de hombres que no se asomaban a ver el paisaje realmente, sino ese espectacular tórax que podía incitar desde los instintos más tiernos hasta los más salvajes. Nadie sospechaba siquiera a lo que se exponía si llegara a tocar, aunque fuera por accidente, a esos únicos pechos, molde de la perfección.

      Hermosillo la vio de noche, desde la ventana panorámica de otro de los camerinos. Pensó en Pepe, con los ojos empañados por la mirada fija en la distraída distancia de la nada, las luces de las calles corrían en sentido contrario, dilatadas. Cómo es que alguien a quien no se ama se vuelve tan indispensable, pensaba. En su memoria paseó la idea de la tibieza de sus brazos y la seguridad de su voz, sus manos grandes y sus ojos fuertes y firmes. Lo admiraba mucho, sí, pero su propia vida la había hecho insensible a los asuntos del corazón, solo respondía con sus vísceras o con las hormonas. Una rara satisfacción la envolvió toda cuando trajo a la mente la forma en que le enseñó a Pepe lo que sabía hacer, nunca vivió con él, pero a diario estuvieron juntos desde el bautizo y confirmación en la escuela del hampa; la cárcel. El temple y las agallas, el humor con que respondía a un momento crítico, sus frases simpáticas y el exagerado pero apropiado gesto de súper galán que adoptaba cuando terminaba una acción peligrosa, le había hecho ganador de la admiración hasta de sus enemigos. Era una esponja para aprenderlo todo a la primera, y resolvía los asuntos como si ya fuera un experto. Era único, cuando tenía veinte años había escalado tanto en el cártel de occidente como no lo había hecho nadie a tan corta edad. Tenía clase, se sabía comportar, hablaba como universitario, tenía estilo para vestir, hasta parecía educado en buenas escuelas, no se entendía por qué alguien así anduviera en este negocio, pudo haber estudiado y ser lo que quisiera, algo que la sociedad aprobara. Aunque, bueno, las relaciones no estaban sujetas solamente con personas del bajo mundo, también se encontraba gente de renombre, pero nada estaba claro, tan solo se sospechaba. Burócratas clave han cobrado sus participaciones con don Juan o con Samuel, militares que reciben dádivas y hasta algunos políticos se apoyan con el cártel cuando la necesidad les atora las cosas. Para el lumpen es una ventaja que se le vea con potencial económico, y disposición para repartir y auxiliar en la escasez de capital; invierte un poco aquí, otro poco allá, y así se puede comerciar con grandes cantidades en todas partes, es un negocio redondo, con salidas y entradas por todas partes y con la capacidad de lavar capitales en contubernio con las autoridades de Dios y del Diablo.

      Benjamín Hill le recordó las pinturas rupestres al norte del río de San Miguel de Horcasitas que le había platicado Pepe, quién a su vez su abuelo le había narrado la ocasión en que se perdió en tiempos de la Revolución en el estado de Sonora y las había visto siendo caballerango de Pancho Villa cuando tenía solo catorce años.

      El ambiente la regresó a principios del siglo xx, se asomó por la ventana al ver pasar un grupo de jinetes con tejana y carrilleras, pantalón y camisa caqui, se desvanecieron al temblor de la mañana, el sol apenas salía y los cascos retumbaban en la insólita fantasía. Una enorme nube de humo ascendía por el chacuaco de una locomotora antigua como ya solo se ven en las películas de época.

      —¿’Onde andaba? —apareció el Gil en el marco de la puerta.

      —¡Salte y esfúmate! Tú y yo ni nos conocemos, imbécil. ¡Lárgate! —le dijo gritando bajito; así lo habían planeado para seguridad de ambos, pero el Gilochas era terco e irreflexivo. Instintivamente, Luz metió su mano derecha a la bota, traía una pequeña pistola calibre .25 chapeada en oro con incrustaciones en ópalo y plata, una verdadera joyita con la que no merecía morir la bestia que tapaba toda la puerta, el arma chiquita y todo, pero le daba seguridad a la Turbia. El Gilochas no lo sabía, pero la firmeza de la voz de Luz lo hizo dudar y mejor salió riendo a carcajadas.

      —¡Pendejo! —gritó Luz. Gil había puesto en riesgo el anonimato de ambos como pareja de trabajo, fuera de su territorio Luz sabía que corría riesgo de vida, alguien de otro cártel podría intentar eliminarla.

      En Mexicali se movieron cada quien por su cuenta. La idea era verse en el departamento de San Isidro. Luz se entrevistó con algunos contactos en el Centro Cívico de la capital del Estado y Gil tomó un autobús esa misma mañana para adelantar «algo» en Tijuana. Luz lo citó en San Isidro al día siguiente por la tarde.

      Diez a la media noche, se abrió violentamente la puerta de su habitación del hotel, entró una Beretta apuntando para todos lados, de atrás de la cama salieron varios disparos que obligaron a correr a un cholo saltando gente y muebles. Se quejó con el administrador desviando toda sospecha con el cuento de un asalto. Se preguntó si de veras fue eso o un intento de eliminarla, cerró sin respuesta convincente, ya no durmió. Pensó en que pudo ser buena la idea de aceptar la invitación del «Yeyo», quien le había ofrecido una recámara de su casa, después de todo era gente de su confianza, pero el pobre «Yeyo» no tenía mucho que ofrecer como anfitrión y prefirió no molestarlo.

      No fue a San Isidro. De Chula Vista llamó al Gilochas y por la noche salieron a Tijuana confundiéndose con la gente que salía a la frontera para divertirse. En las barras tomaron cerveza y hablaron con los contactos locales de su cártel, hicieron la cita en El Caliente para el otro día a las cinco de la tarde. En Tijuana sí convenía que la vieran con el Gil, él era quien manejaba el mercado de Cuco, pero ella era una total desconocida. Por más de una hora caminó con él por el centro de la ciudad, casi oscureciendo salieron a la colonia Hidalgo en busca de quién sabe quién, según Gilochas. Los emboscaron, él fingió defenderse, pero sus hombres estaban tan drogados que confundieron la acción y lo atacaron realmente, la Turbia saltó por encima de unos barandales y trepó a una azotea. Todo fue tan repentino y silencioso, de arriba hizo varios disparos encandilada por la luz de la lámpara del poste de electricidad, estaba tan sorprendida de los hechos que los falló todos, pero a ella sí le acertaron, primero uno que la tumbó de espaldas entre unas bolsas de basura que estaban en el traspatio de la casa a la que se había subido, se levantó como pudo y saltó a un callejón pantanoso, iba trastabillando