Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raúl Sánchez Robles
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895921
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la carga, que dijéramos que nos había agarrado la policía y que «así no nos exigirías nada», pero con lo que no contaban era con que ya estaba cansado, que ahora sí iba a investigar, aunque estuviera yo solo. Y lo descubrí, un taxista me dijo señalando bajo el asiento de su carro «un vato me pagó con un ladrillo de marihuana, ¿no le interesa?». Yo sé que a eso se dedica, y ando muy necesitado. Lo compré con la condición de que me dijera quién se lo había dejado, le ofrecí pagar el doble si me lo decía, «la otra noche en la gasolinera de San Pancho», confesó, «me paró un vato pidiéndome un paro, quería que lo llevara a su casa a recoger una mochila y de ahí lo regresara a donde me paró. Cuando llegamos de regreso, descaradamente me dijo que no traía dinero, pero me iba a pagar con un ladrillo de yesca, se me hizo raro, un ladrillo de kilo y medio podía venderlo, a la sorda, hasta en mil quinientos pesos, y la dejada valía como cuarenta pesos. Por eso acepté, y cuando le dije que sí, me pidió otro favor, ya se me hacía sospechoso, pero no me pude negar, lo llevé a la colonia Santa Fe en Zapopan, en una oscura calle se subió un amigo de él, la neta yo ya andaba hasta entumido de puro miedo, pero ya no me animaba a contradecirlo, comenzaron a hablar que cuándo se iban a repartir la mercancía, que los dos habían arriesgado mucho y lo justo sería partes iguales, uno de ellos, como que siempre lo había hecho menos una señora, porque me pidió que los llevara a una casa por allá por Arroyo Hondo, y ya cuando llegamos comenzó a patear la puerta gritando que ¡mira, vieja babosa, ahora sí traigo mota, hasta para que te hartes!, y pateaba con ganas de tumbar la endeble lámina que hacía de puerta. Total, que los regresé a la casa del que se subió al último, vive en la Unidad República y oí que le decía Changa».

      Entonces no tuve duda. Los busqué hasta dar con ellos en la unidad deportiva de su colonia. Sin que sospecharan quién era, los invité para que llevaran otra entrega y se subieron a la camioneta. Los llevé al Rancho, al que me dejó Samuel, al lugar que me vio nacer en la Familia, cuando era repartidor de «Queso». Pistola en mano los bajé del vehículo, aguantaron varios cachazos sin hablar, hasta que me cansé y maté al primero, ya sin esfuerzo obtuve la información y me tuve que deshacer del otro, pero como a mí me gusta, a puros puñetazos. Eché los cuerpos al pozo de agua, la noria tenía más de diez metros y ya no la usábamos, estoy seguro que no se sabrá nunca de ellos, a menos que limpien el pozo, entonces van a encontrar los puros huesos.

      Sin amigos de mi parte, no podré cuidarme de los demás. Creo que dejé de ser yo cuando perdí a la Turbia y al Güerillo Macachán, el Picudo no es para grandes esperanzas, no tiene la templanza ni la experiencia que a estas alturas necesito. En la bronca de Luz, entonces parecía que no había de otra. Teníamos que recuperar Tijuana a través de los segundos de Cuco, por eso llamó Samuel al Gilochas, para que me viniera a informar el estado de las cosas allá, en la frontera.

      Pensé que la única forma sería deshacerme de los comandantes que habíamos enviado a todas partes, contratando desconocidos y arriesgando dinero, sangre nueva que fuera haciendo a mi modo. Poco a poco, uno a uno fueron cayendo, hasta que terminaron con todos sin que se sospechara que era yo contra toda la bola, y todos contra mí, llegaban las noticias mientras hacía mío el territorio del desaparecido; después de todo, la matriz era yo, el negocio era yo, y las aguas regresaron a la normalidad, me volví a quedar con todo.

      El feudo fue cada vez más grande, pero estaba trabajando solo, encerrado en mi persona, ya nadie era de mi confianza, mi territorio lo marcaba con la sangre y las cabezas de mis enemigos, el respeto que se me tenía se fue convirtiendo en interés y en miedo, había creado mi propio mundo del terror; como una fiera salvaje cuidaba los puntos estratégicos de la selva humana donde estaban mis negocios, sicológicamente sentía que todos estaba en mi contra, hasta el personal doméstico. Decidí vender lo material y ordené a la inmobiliaria que se hiciera cargo de todo, les di mi número de cuenta para que me depositara las cantidades conforme se fueran vendiendo ranchos, casas, departamentos y automóviles. Me fui deshaciendo de quienes me rodeaban, nadie me entendía como yo quería ser entendido. Por un tiempo atendí personalmente mis asuntos desde la sierra, desde quienes cosechaban escondidos en los cerros, en los ranchos perdidos en tierra de nadie, el encuentro con esta gente me dio otras ideas, ellos recibían menos del veinte por ciento del valor que adquiría su cultivo en las ciudades, pero su libertad pendía del mismo hilo que el de los burros bajos, con frecuencia pagaban el error o la indiscreción de intermediarios con una redada militar en sus tierras y terminaban de chivos expiatorios con unas «vacaciones» en las Islas Marías. Conocí gente nueva pero que sabía del negocio, personas sencillas cuya sonrisa transparente y el arranque ejecutivo que necesitaba dentro de mi círculo personal me dieron la confianza para llevarlos conmigo, entonces pensé en establecer mi puesto de operaciones en el campo, ya no más en la ciudad, y vendí también la casa donde conocí a Samuel, donde se ordenó mi vida al lado de La Turbia. Con veinte hombres bien armados y diez recias mujeres en una granja era suficiente, tenía el dinero y las ideas para hacerlo, sabía de recovecos en medio de cerros que me servirían como refugio y centro de operaciones, sin alejarme mucho de la ciudad, encontré cerca de la Mesa de San Juan un lugar marginal, estratégico, discreto, apropiado para estar siempre como de vacaciones, y se convirtió en mi guarida permanente, definitiva; al poniente tenía una hermosa vista del último tirón de la Sierra Madre, al oriente, un valle amarillo le daba la bienvenida al sol, el norte lo escudriñaba como centinela incólume el Cerro de la Cureña, ahí construí mi refugio, sin carretera de acceso, se debía llegar por aire o a pie, caminando varios kilómetros a campo traviesa en hondonadas de arroyos temporaleros, entre varios puntos de vigilancia permanente con personal y tecnología de punta, con una discreta y camuflada torre alta desde donde se podía dominar la vista de todas las tierras de la granja, salvo algunos puntos ciegos para lo cual tenía los puestos de vigilancia. Podría decirse que era inexpugnable, práctica para el refugio y el anonimato, o para la fácil huida.

      —Quiero morir tranquilo —dijo Gilberto Castro recargado en el poste de electricidad, respirando gordo, como vaca mansa. Tenía diecisiete puñaladas en el pecho, todas mortales e impresionantes, casi todas podían albergar hasta el fondo, ampliamente, un dedo medio de la mano de un adulto—. ¡Déjenme! —gritaba entre los estertores de la agonía, tensando todas las extremidades que salían del obeso cuerpo. Su cuello de toro era el majestuoso pedestal de un horrible rostro cacarizo y graniento, lleno de barros y espinillas. Cuando llegaron los paramédicos, el Gil ya era un cadáver abandonado por las calles de Tijuana y que nadie conocía.

      nn masculino, de entre veinticinco y treinta años de edad, de complexión robusta (obeso), uno ochenta y cinco metros de estatura, ciento cuarenta y siete kilos de peso, tez blanca, ojos cafés, pelo castaño y escaso, rostro mal cuidado marcado por el acné de la pubertad. Señas particulares: Tatuaje en el estómago de tamaño natural de glúteos de mujer en genuflexión, tatuaje de cuerpo femenino desnudo en el brazo izquierdo de doce centímetros, glande tatuado con rostro de mujer, serie numérica tatuada en el muslo izquierdo, ciento cinco, noventa y cinco, ciento cinco, que se presume sea un número telefónico, tatuaje de una zeta con varios números tachados en el brazo derecho que lo identifica como un miembro de esta organización criminal, múltiples heridas con objeto punzo cortante en toda la economía corporal, pero ocho en el pecho.

      Así quedó registrado el cadáver del Gilochas en el anfiteatro de Tijuana cuando fue trasladado, junto con otros seis que aparecieron el fin de semana en la ciudad fronteriza. Nadie lo reclamó, hasta que la universidad solicitó un cuerpo para los estudiantes de Medicina, convirtiendo así al Gilochas en algo útil para la sociedad de manera involuntaria, no se podría decir que jamás hizo algo para retribuir al género humano, aunque fuera un poco de lo que le quitó o perjudicó.

      Las causas del deceso era probablemente un ajuste de cuentas en contra de Los Zetas; a diferencia de los otros cadáveres, este no presentaba tiro de gracia, pero sí un exceso de saña en su ejecución y la cínica costumbre de exhibir a sus víctimas luego de asesinarlas, como acostumbra firmar sus advertencias el crimen organizado.

      Desde la asignación, Luz tuvo sus dudas para que la misión fuera un éxito. El Gilochas era un esbirro difícil de controlar aun para Samuel. Por eso casi siempre lo tenía fuera de Guadalajara y bajo la supervisión de Cuco, con quien encontraba afinidad en la forma de proceder. Pocas veces acataba órdenes que no fueran de este, y menos de una