Brent intentaba escuchar, pero los recuerdos lo desbordaban. La voz de su abuelo irlandés volvió a sonarle en los oídos con las instrucciones de cómo plantar las patatas.
El hombre vivió solo cuatro años después de que le quitaran a Brent. El abuelo Byrne luchó al lado de su pariente Billy Byrne en la rebelión irlandesa, y fue asesinado cuando Brent tenía catorce años. Se enteró de ello leyendo el periódico.
El dolor de esa pérdida volvió a asediarle y por un instante se quedó sin respiración. La señorita Hill mantuvo viva la conversación sobre el huerto, pero lo miró sin comprender y él tuvo que parpadear rápidamente para evitar las lágrimas.
De haberse quedado en Irlanda, ¿qué suerte habría corrido? ¿Habría sido él también un rebelde, o le habrían marginado por su sangre inglesa? Hacía tiempo ya que había llegado a la conclusión de que no pertenecía a ninguna parte.
La charla de Dory llenaba los vacíos y aunque intentaba observar a su hijo, se daba cuenta de que solo conseguía hacer crecer el dolor del chiquillo. Y el suyo propio.
No quería que sufriera. Quería evitarle cualquier sufrimiento. Quería que su hijo se sintiera en casa en alguna parte.
Obviamente no lo había conseguido.
—Papá. ¡Papá!
El tono de Dory imitaba al de su madre.
—¿Qué ocurre?
Dory lo miró con sus ojazos azules.
—¿Por qué ya no estás enfadado con nosotros por lo del huerto? Antes nos regañaste mucho.
Calmount no parecía satisfecho del giro de la conversación y sin demasiado disimulo le propinó a su hermana una patada por debajo de la mesa. Dory se la devolvió.
Brent tomó un bocado de queso para darse tiempo.
—No estaba enfadado con vosotros.
—Entonces, con la señorita Hill —insistió—. ¿Por qué le has reñido?
Sabía sin dudar lo que el viejo marqués habría hecho si él le hubiera hablado de ese modo: arrancarle de un mordisco la cabeza. Pero él no iba a hacer lo mismo.
—Yo… estaba equivocado.
Dory no se contestó con la explicación.
—La señorita Hill nos dijo que temías que nos hubiera convertido en campesinos.
Miró agradecido a la institutriz.
—Y es cierto —era una excusa que los niños aceptarían bien—. Se me ocurrió pensar que después os vería vendiendo hortalizas en el mercado.
La señorita Hill sonrió y Dory se echó a reír.
—¡Era una lección, tonto! Nos estaba enseñando cómo crecen las cosas. Llevábamos días leyéndolo.
Cortó un pedazo de jamón.
—Entonces, ¿no vais a ser vosotros quienes sembréis mis campos?
Dory volvió a reírse a carcajadas.
—¡No!
Le gustaba verla reír.
—¿Y ya os ha leído la señorita Hill sobre cómo se limpian los establos? ¿Creéis que algún día os veré extendiendo paja y limpiando el cuero de las sillas de montar?
Calmount parecía sentirse muy confuso y Dory se volvió a su institutriz.
—¿Podemos leer algo sobre establos? A mí me gustan mucho los caballos.
Entonces fue la señorita Hill quien se rio.
—Podremos leer sobre caballos y visitar los establos con el permiso de vuestro padre, pero no tengo intención de enseñaros a limpiarlos.
—¿Podemos visitar los establos y ver a los caballos, papá? —le rogó Dory, y la expresión de sus ojillos le recordó de nuevo a la de su madre.
—Hoy no —respondió con más aspereza de la que pretendía.
Calmount clavó de inmediato la mirada en su plato, abatido.
—A lo mejor mañana —añadió Brent.
A lo mejor mañana tendría más controladas sus emociones. Se levantó.
—Tengo que irme. Tengo un… asunto de las fincas que atender.
—¡No te olvides de lo de mañana! —insistió su hija.
Brent asintió y, dirigiéndose a la señorita Hill, añadió—:
—¿Puede acompañarme un instante al vestíbulo?
—Desde luego.
Dejó la servilleta junto al plato y lo siguió fuera de la habitación cerrando la puerta a su espalda.
—¿Lo ve? Es tal y como yo se lo había descrito —le dijo sin esperar a nada más.
Él cerró los ojos un instante y asintió.
—Parece tan… tan asustado y triste.
—¡Exacto!
Olvidó lo que quería decirle. Le dolía horriblemente la cabeza.
—Yo… tengo mucho que hacer hoy —era mentira. Lo que quería hacer era recuperarse de tanto coñac, tantas emociones y tantos recuerdos—. Mañana pasaré más tiempo con Calmount. Organizaré… una visita a los establos.
—Dory se volverá loca de contento —contestó, pero su encantadora sonrisa se desvaneció—. ¿Y qué pasa con el doctor Store? ¿Hablará con él?
Mejor que no. Podía llegar a estrangularlo si se lo echaba a la cara.
—Con una carta bastará.
Anna no tenía ni idea de cuándo dispondría lord Brentmore que fueran a los establos, pero se aseguró de que los niños estuvieran listos pronto, vestidos adecuadamente para estar al aire libre.
—¿Nos llevará papá a los establos como nos prometió? —preguntó Dory en cuanto Anna entró en sus habitaciones.
—Si ha dicho que lo haría, estoy segura de que así será —respondió, apartándole un mechón de la frente.
La rapidez con que había acudido a su llamada había sido tan sorprendente como su explosión de mal genio al llegar. Lo cierto era que no sabía qué esperar de él, pero al menos su preocupación por lord Cal parecía auténtica. Además, la había creído a ella por encima del doctor Store, y eso ya le parecía un milagro.
Por el momento su trabajo parecía no correr peligro, lo cual era un alivio. Estaba empezando a encariñarse con los niños y a confiar en su capacidad de enseñarlos, pero se sentía sola. Echaba de menos el hogar que tenía en Lawton House y en particular a Charlotte. No esperaba recibir correspondencia alguna de sus padres, ya que no sabían escribir, pero ¿por qué Charlotte no respondía a sus cartas? ¿Tan pronto la había olvidado?
Se quitó aquellos pensamientos de la cabeza y miró a los niños.
—Empezaremos con nuestras lecciones como es habitual. Vuestro padre llegará cuando le sea conveniente —dijo al tiempo que le entregaba una pizarra a cada uno—. Dory, tú tienes que practicar el alfabeto. Lord Cal, quiero que escribas una frase sobre plantas y rabanitos.
Dory se removió inquieta en la silla y lanzó varias miradas a la puerta mientras avanzaba con el abecedario.
Lord Cal terminó rápidamente su frase y dejó la pizarra.
Anna leyó en voz alta:
—Los rábanos se siembran poniendo tres semillas en un agujero de veinte centímetros de profundidad