—Usted no molesta nunca, caballero—le respondió la tía—, y queda comprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué no?»—le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos...»
Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato».
Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
—¿Sabes, Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
—Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
—Pichín, mi canario.
—Y ¿a qué ha venido?
—¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
—¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.
—Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico.
—Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
—Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
—Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
—Tú le verás, chiquilla, tú le verás e irás cambiando de ideas.
—Lo que es eso...
—Nadie puede decir de esta agua no beberé.
—¡Son misteriosos los caminos de la Providencia!—exclamó don Fermín—. Dios...
—Pero, hombre—le arguyó su mujer—, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
—Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino...
—Obedece, ¿no es eso?
—Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cojió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos, y añadió:
—Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece...
—Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
—También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
—¡Bueno, se verá!—terminó la tía.
VII
«¡Ay, Orfeo!—decía ya en su casa Augusto, dándole la leche a aquél—. ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero al cielo, la proyección del azar.
»¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? ¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma en nuestra mente?
»¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo? ¿o somos los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? ¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa creación de todo? Y ¿qué es creación? ¿qué eres tú, Orfeo? ¿qué soy yo?
»Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, que yo no soy, e iba por la calle antojándoseme que los demás no me veían. Y otras veces he fantaseado que no me veían como me veía yo, y que mientras yo me creía ir formalmente, con toda compostura, estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás riéndose y burlándose de mí. ¿No te ha ocurrido alguna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porque tú eres joven todavía y no tienes experiencia de la vida. Y además eres perro.
»Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna vez a los perros creeros hombres, así como ha habido hombres que se han creído perros?
»¡Qué vida ésta, Orfeo, qué vida, sobre todo desde que murió mi madre! Cada hora me llega empujada por las horas que le precedieron; no he conocido el porvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me parece se me va a convertir en pasado. Eugenia es ya casi un recuerdo para mí. Estos días que pasan... este día, este eterno día que pasa... deslizándose en niebla de aburrimiento. Hoy como ayer, mañana como hoy. Mira, Orfeo, mira la ceniza que dejó mi padre en aquel cenicero...
»Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es porvenir. Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fué. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fué.
»Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso al que ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.
»Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al alma de bulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogollo mismo el alma, gracias al amor, Orfeo. Y el alma misma ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?
»Vienen los días y van los días y el amor queda. Allá dentro, muy dentro, en las entrañas de las cosas se rozan y friegan la corriente de este mundo con la contraria corriente del otro, y de este roce y friega viene el más triste y el más dulce de los dolores: el de vivir.
»Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira cómo la trama va y viene con la lanzadera, mira cómo juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?»
Como Orfeo no había visto nunca un telar, es muy difícil que entendiera a su amo. Pero mirándole a los ojos mientras hablaba adivinaba su sentir.
VIII
Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad.
—Pues sí, yo creo—decía doña Ermelinda—, don Augusto, que esto