—Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.
Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música.
—Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.
—Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.
—Es que crees...
—Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar...!
—Eso creerás tú...
—Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento...
—¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!
—Y ahora—añadió levantándose y apartándole con la mano suya—, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace!
—¡Eugenia! ¡Eugenia!—le suspiró con voz seca, casi febril, al oído—, si tú quisieras...
—El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque... ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso...
—En otro caso, ¿qué?
—¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:
—Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.
Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror! ¡horror! ¡horror!», se dijo la muchacha, y más que se fué huyó calle abajo.
X
Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora en que ésta espoleaba la pachorra amorosa de su novio en la portería.
Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujer fuerte—fluía de sus ojos fortaleza—le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrando en ellas un manantial hasta entonces oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con más libertad.
«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida—se decía—, y es conquistar a esta muchacha o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no... no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro? ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más...?»
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