A la luz de esta tensión entre “quién” es y “lo que hace”, el hombre aparece bajo un doble signo: por un lado, como solucionador de problemas; por otro, como creador de continuos conflictos, que no siempre es capaz de resolver, como sucede con el uso de la energía nuclear, la manipulación de embriones humanos o la actual crisis económica mundial. Al final se puede llega a pensar que el hombre mismo es un problema para el que en algún momento histórico ha de encontrarse una solución. Esta es la visión tecno-científica actual del ser humano, difundida por algunas ideologías sociopolíticas convencidas de que son capaces de crear un mundo feliz, como reza el título de la famosa novela de Aldous Huxley (1894-1963). Pero el hombre no es un problema, sino más bien un misterio, cuya trascendencia reenvía continuamente al Infinito[3]. La técnica y las ciencias empíricas no pueden decir nada sobre el origen y el fin del hombre, porque este va más allá de sus métodos de investigación y campo de aplicación. Por otro lado, aunque hablemos del hombre en singular, este puede entenderse sólo pluralmente, o sea, en relación con otras personas; de ahí que las relaciones interpersonales desempeñen una función esencial en la constitución de quién es, es decir, de su identidad[4].
b) Premisas de la antropología
De lo dicho hasta ahora pueden deducirse ya dos premisas para el estudio de la antropología:
1) El hombre no es una realidad como las otras: no es algo, sino alguien. Esto se observa, por ejemplo, en la trascendencia del hombre respecto de sus logros sociales, económicos y técnicos. Por eso, resulta imposible entenderlo únicamente a partir de la información objetiva que suministran las ciencias, pues el hombre requiere también una formación que lo ayude a ser lo que debe ser. Ya Emmanuel Kant (1724-1804) había captado, aunque con cierta limitación y rigidez, la diferencia entre información y formación cuando distinguía entre una antropología fisiológica, es decir, lo que la naturaleza hace del hombre, y otra pragmática, lo que el hombre hace de sí mismo[5]. La antropología filosófica, por tanto, debe estudiar al hombre en su totalidad, recopilando todo aquello que las ciencias experimentales, la técnica, las artes y, sobre todo, la filosofía, dicen de él, pero sin perder nunca de vista que trasciende esos datos.
2) La identidad humana consiste en redescubrir una y otra vez la propia naturaleza, la propia racionalidad o, mejor aún, relacionalidad, ya que la persona, aun cuando no sea relación, está siempre en relación. Por eso, las relaciones interpersonales constituyen un aspecto esencial de la identidad personal. Para estudiarlas, se requiere —como veremos— un método preciso: el método sistémico. En definitiva, la persona no es un puro objeto de la ciencia ni un solucionador de problemas prácticos, sino un ser trascendente y relacional, un misterio que no admite soluciones, sino un descubrimiento progresivo a través de las relaciones consigo mismo y con los otros. Por eso, la identidad humana no se alcanza nunca definitivamente —salvo en una perspectiva escatológica—, pues la persona es siempre más de lo que ella misma es ahora, hace o sabe en cada momento: no está determinada ni terminada por completo, ya que se halla dotada de un poder que se orienta hacia una perfección última, inalcanzable en esta vida.
2. OBJETO MATERIAL Y FORMAL
A la luz de estas dos premisas se entiende por qué la persona es objeto (o ámbito de estudio) de la antropología filosófica. Pero, además de objeto, la persona es también sujeto de esta disciplina, pues experimenta, reflexiona, actúa y entabla relaciones de forma filosófica, es decir, preguntándose por la esencia y significado de sí misma y de todas sus operaciones. Por eso, la antropología, aunque contempla al hombre desde fuera y a distancia —lo que hace posible su objetivación—, se sirve también de la experiencia propia y de las demás personas. La parcialidad que el conocimiento objetivo tiene para la antropología no se debe, sin embargo, sólo a los límites de la razón humana o al carácter complejo del objeto, sino ante todo al misterio que encierra la persona. En esta perspectiva, la antropología presenta muchos puntos de contacto con otras disciplinas humanísticas, como la psicología, la sociología, la historia, etc., en las que aparece con más o menos claridad el carácter trascendente del ser persona.
El objeto de la antropología puede considerarse, pues, desde un doble punto de vista: material o formal. Materialmente, el objeto es la persona en sus múltiples manifestaciones somáticas, psíquicas y espirituales, es decir, la persona como una unidad de composición. El ámbito de estudio que la antropología comparte con otras disciplinas depende, por eso, de los elementos que constituyen la persona: el cuerpo, del que tratan la física, la química, la biología, la anatomía, la fisiología; la psique, de que se ocupan la psiquiatría, la psicología y las neurociencias; y el espíritu, al que se refieren la religión, las bellas artes, la política, la sociología, la historia y la lingüística. Sin embargo, a diferencia de la antropología, todas estas disciplinas estudian la persona de forma sectorial, no global, ni unitariamente.
De todos modos, la unidad de la persona no debe identificarse con su estructura, sino más bien con el principio que la genera: el ser personal. De ahí que sea posible estudiar la persona en su estructura somática-psíquica-espiritual, como hace la antropología cultural, sin invadir el campo de la antropología filosófica, pues esta última se ocupa del ser personal como principio que da unidad a la entera persona. Dentro de la antropología científica hay también disciplinas que captan lo humano en su totalidad, pero lo hacen siempre en una determinada perspectiva. Por ejemplo, la antropología cultural se ocupa de los usos y costumbres sociales; la antropología psicológica, de la conducta humana desde el punto de vista de los procesos psíquicos, los equilibrios y desequilibrios, las crisis y patologías; la antropología social, de la dinámica relacional de la persona, buscando los elementos comunes de las diversas formas de sociedad y comunidades; la antropología etnológica, de los grupos humanos en sus circunstancias geográficas, históricas o climáticas, describiendo y comparando las características comunes. Sin embargo, ninguna de estas disciplinas aisladas, ni tampoco en conjunto, se identifica con la antropología filosófica.
Lo que distingue a la antropología filosófica de todas las demás disciplinas filosóficas y también de la antropología científica, es su objeto formal: la persona humana en cuanto tal, es decir, en los principios que la constituyen: su estar en el mundo, su naturaleza racional, su libertad ontológica y relacional, su acción y donación, que, como veremos, es la causa principal de la integración o desintegración personales. La posibilidad misma de integración estriba en la distinción especial que se da en el hombre entre ser y esencia, pues, a diferencia de su ser que es sólo espiritual, la esencia humana, además de espiritual, es corporal y psíquica. Por eso, mediante la integración de la esencia, se logra que la unidad de la persona sea cada vez mayor, de tal modo que corresponda más y más a su ser; lo que, al principio, se consigue de forma espontanea través de la estructuración del deseo, el conocimiento, la afectividad, el movimiento, como cuando el niño huye del perro porque tiene miedo de este animal; más tarde esa integración es libre, como la que se da en las acciones racionales y voluntarias; así, el soldado valeroso, a pesar de sentir miedo, se enfrenta al enemigo pues está dispuesto a ofrecer la vida en defensa de su país, o la madre, que se levanta en mitad de la noche —sobreponiéndose al cansancio— porque ha oído llorar a su pequeño. En conclusión, la persona —como los demás seres vivos— está dotada de un principio de unidad, el alma, que en su caso es de naturaleza espiritual. Por eso, para llevar a cabo los procesos vitales (por ejemplo, alimentarse), la persona requiere, además de una integración espontánea, otra que es libre, y que le permite alcanzar el propio fin. De ahí, el carácter analógico que, en antropología, tiene el término ‘integración’. Por supuesto, las relaciones interpersonales juegan un papel fundamental tanto en la integración espontánea como en la libre.
A la antropología, por tanto, no le interesa el cómo, que caracteriza a las ciencias experimentales, sino más bien el porqué. Por ejemplo, ¿por qué, el hombre necesita para vivir de la cultura, religión, amistad, etc.? En sustancia, la antropología filosófica se pregunta acerca del sentido y finalidad de la vida humana. Cuando se confunden esos dos planos, la antropología