La complejidad y la jerarquía interna de los órganos, nos permite establecer ya la primera ley de los cuerpos vivos: cuanto más compleja es la estructura de los órganos, tanto más perfecto es el viviente[3]; así los animales más evolucionados están dotados de órganos más complejos, hasta llegar al cerebro de los mamíferos superiores, que aúna en su estructura los cerebros de los reptiles y de los mamíferos inferiores. El cerebro humano posee la máxima complejidad, pues, además de incluir en su estructura anatómica y funcional las formas de los demás cerebros animales, presenta una serie de características propias, de las que están privados los demás mamíferos, incluso los más cercanos a nuestra especie, como los simios antropomorfos[4]. En efecto, en el cerebro humano se produce un mayor crecimiento de la corteza cerebral, es decir, del estrato de tejido que constituye la parte más externa del telencéfalo, lo que permite la aparición de funciones radicalmente nuevas, como la autoconciencia, la toma de decisiones y el lenguaje simbólico. Pero eso no significa que el cerebro sea la causa de dichas funciones, pues como se verá más adelante se trata de acciones inmateriales, o sea, de acciones que en sí mismas no requieren de ningún órgano.
Por otro lado, el cuerpo vivo, además de una gran complejidad estructural, está dotado de una multiplicidad de funciones que se realizan mediante órganos específicos. Por eso, para que el cuerpo funcione de forma conveniente, sus órganos tienen que estar bien dispuestos. La multiplicidad de órganos y funciones no es, sin embargo, un obstáculo para la unidad del cuerpo; más aún, es precisamente esta unidad la causa de la diferenciación de funciones y también de su conexión, pues una y otra se hallan al servicio del mismo fin: la vida del cuerpo. En este punto se descubre la segunda ley del cuerpo vivo: cuanto más especializado es un órgano, más perfecta es la función que este puede realizar y, por ello, es más difícil sustituirlo; por ejemplo, el ojo, compuesto de músculos, tejidos, y células específicas —bastones y conos— que hacen posible la percepción de la luz y los colores, tiene como función exclusiva la visión; el tacto, en cambio, que no cuenta con un órgano tan especializado, desempeña diversas funciones. Como consecuencia, entre los animales superiores, los dotados de vista están más evolucionados que los que carecen de ella. Es decir, en las funciones existe una jerarquía, que es semejante a la que hemos visto al hablar de la estructura del cuerpo.
En efecto, la función superior, aunque se basa cronológicamente en la inferior, es anterior desde el punto de vista ontológico, pues la función inferior existe en vista de la superior; por ejemplo, el tacto, en función de la vista. De ahí deriva la distinción de dos órdenes: el genético o temporal y el ontológico o tras-temporal. No es correcto afirmar, por tanto, que la función crea el órgano; más bien, sucede lo contrario: el órgano existe en vista de la función, y la función inferior en vista de la superior. En el conjunto de los órganos y funciones se registra, pues, una jerarquía ontológica. Como explica Platón con el mito de Prometeo[5], el cuerpo humano parece poco apropiado para sobrevivir: no tiene colmillos, ni una piel gruesa que lo proteja del frío, ni mucha fuerza o agilidad; solo, gracias al fuego de los dioses — es decir, a la razón— robado por Prometeo y entregado a los hombres, la especie humana puede subsistir. Basándose en este diálogo platónico, el sociobiólogo alemán Arnold Gehlen considera al hombre como un ser carente (Mängelwesen), al menos por lo que respecta a su dotación natural. Y, puesto que el hombre logra sobrevivir mediante el cerebro, sólo mediante este órgano podría colmar su falta de especialización[6]. Sin embargo, lo que Gehlen juzga una deficiencia, manifiesta en realidad la riqueza del ser humano. Pues, para vivir racionalmente se requiere que no haya ninguna especialización corporal, ya que el fin del hombre no es la vida biológica, sino personal. Dicho de otro modo, el cuerpo humano no está especializado biológicamente porque participa de la libertad, como se refleja en el alto grado de plasticidad de que está dotado, y que culmina en las estructuras complejísimas de su cerebro.
Por último, como sucede en la mayoría de los animales superiores, el cuerpo humano es sexuado. Es decir, se presenta genética, fisiológica y anatómicamente con una doble forma o dimorfismo: masculina y femenina, que influye en el desarrollo de la persona desde la infancia hasta la muerte. Lo que significa que el cuerpo humano, como todos los demás cuerpos, está sometido al tiempo: nace, crece, llega a ser fecundo, envejece y muere. Pero, a diferencia de los animales, la sexualidad humana involucra todas las dimensiones de la persona: es corporal, psíquica y espiritual. Por eso, forma parte de una estructura superior: la condición sexuada, que, como otras dimensiones humanas, requiere ser integrada personalmente[7].
c) Cuerpo sentiente
En tercer lugar, el cuerpo humano, en cuanto animal, es sentiente. En efecto, además de estar relacionado con las demás realidades materiales, constituye —en palabras de Merleau-Ponty[8]— una perspectiva del mundo, un centro en torno al cual se ordena la propia existencia. Por ejemplo, las referencias espaciales más inmediatas (arriba, abajo, aquí, allá, junto, derecha, izquierda…) implican un cuerpo sentiente, mediante el cual se nos da el mundo no de forma abstracta (como un puro espacio), sino como algo vivido: visto, oído, tocado, etc.; así, la silla —en la que estoy sentado— es vivida por mí en su dureza y resistencia, y la mano que estrecho, en su fuerza o debilidad.
Sentiente significa también un cuerpo capaz de actuar sobre otras realidades materiales, para conocerlas, usarlas e interpretarlas; por ejemplo, esta mesa, que es una superficie rectangular en la que pueden colocarse diversos objetos, es utilizada por mí en estos momentos como escritorio.
El cuerpo, por tanto, no es una pura estructura funcional de órganos, sino más bien el origen de la experiencia misma que tenemos de la realidad y de nuestro obrar; una experiencia que, mediante las cenestesias y cinestesias, configura la vivencia del propio cuerpo. En efecto, las cenestesias, o percepciones difusas del funcionamiento vegetativo del organismo, constituyen la base de una gama de sensaciones: pesadez o ligereza, extenuación o vitalidad física, fuerza o debilidad; mientras que las cinestesias, o percepciones del movimiento de los músculos, son el fundamento de la localización espacial de los miembros de mi cuerpo y, por consiguiente, del movimiento de ellos y del uso de instrumentos.
En sustancia, siguiendo la terminología fenomenológica, podemos decir que el cuerpo humano es un Leib o cuerpo vivido[9], o sea, un conjunto orgánico de procesos y actividades conscientes que hace posible la experiencia del propio yo como ser corporal. Entre cuerpo y yo hay, por tanto, una pertenencia mutua: en sus vivencias espaciales, temporales y sexuadas, el cuerpo manifiesta la subjetividad y esta, a su vez, se expresa en el cuerpo. Solo en situaciones extremas o patológicas se produce la disociación entre el Yo y el propio cuerpo.
d) Cuerpo personal
Por último, el cuerpo humano es personal: participa a su modo de la trascendencia de la persona y de su apertura total a la realidad. Lo que se muestra de diversas maneras; por ejemplo, mediante el carácter sistémico de su morfología, como se observa en la conexión intrínseca entre la posición erecta y la libertad de las manos o la producción de sonidos que expresan deseos, sentimientos, voliciones y pensamientos y la comunicación de un mismo mundo humano; y, sobre