En definitiva, entre alma y cuerpo existe una relación análoga a la que hay entre la estatua y el escultor en el acto de esculpirla. En el David de Miguel Ángel, por ejemplo, encontramos cuatro causas constitutivas de esa obra de arte: la causa eficiente es el gran escultor florentino; la causa formal, la figura del joven pastor hebreo, que el escultor poseía en su fantasía antes de esculpirla en el mármol; la causa final es el objetivo ornamental de la estatua, y la causa material, un determinado bloque de mármol de Carrara. También en la relación entre alma y cuerpo encontramos esas cuatro causas. Sin embargo, aunque teóricamente podamos distinguirlas, en el acto de vivir tres de ellas coinciden con un mismo sujeto o alma, pues esta es a la vez causa formal, eficiente y final del cuerpo, mientras que el cuerpo es sólo la causa material de cuya potencialidad es educida el alma. El alma es, por tanto, forma, pero no a la manera de la figura de la estatua, que puede modificarse sin cambiar la materia y las propiedades del mármol; cuando el alma se separa del cuerpo, este pierde su estructura, funciones y fin, convirtiéndose en un cadáver. Es decir, la vida no es, a diferencia de la forma de la estatua, algo accidental, sino sustancial. Por eso, Aristóteles afirma que «para los vivientes vivir es ser»[21]. La generación y la muerte son cambios sustanciales, como esculpir una estatua o destruirla. Otros, en cambio, son accidentales, como los que se refieren al peso, color, lugar, tiempo, pues modifican el cuerpo sin engendrarlo ni corromperlo. De hecho, el cuerpo cambia precisamente mediante sus accidentes: crece, madura, envejece, manteniéndose el mismo, es decir, un cuerpo de esta o aquella persona.
En resumen, el alma es causa formal, eficiente y final del viviente, mientras que el cuerpo es sólo su causa material. No se trata, sin embargo, de una causalidad entre dos sustancias, sino más bien entre dos coprincipios de un mismo ser vivo: el alma, o principio inmaterial, y el cuerpo, o principio material, ya que el alma de los vivientes corporales, si bien necesita de la materia para actuar, en sí misma es inmaterial.
2) Definición dinámica de alma. Además de una unidad estructural metafísica, el ser vivo posee otra de tipo operativo. ¿Cuál es el principio de este segundo tipo de unidad? Una vez más, el alma. Por eso, en la segunda definición de alma, Aristóteles se refiere a su aspecto dinámico: «Aquello por lo que vivimos, sentimos, nos movemos y pensamos»[22]. Examinémosla con detalle.
En primer lugar, el Estagirita indica cuatro actividades propias de los seres vivos: nutrirse, sentir, trasladarse de un lugar a otro y entender[23]; en segundo lugar, distingue entre el alma o psychê como acto y esas operaciones, considerando el vivir como una actividad más radical, pues, a diferencia de las operaciones, no admite gradación alguna: un viviente no puede estar más o menos vivo, ya que para el viviente vivir es ser; o se está vivo o se está muerto.
Si el alma es acto primero o forma sustancial, sus operaciones son acto segundo o forma accidental[24]. El alma no agota su actividad dotando de órganos al cuerpo, pues estos —según Aristóteles— son solo los instrumentos que el alma emplea para actuar. El órgano, por tanto, implica cierto grado de formalización o actualización del cuerpo (precisamente su organicidad), pero no llega a ser un acto del viviente; para que lo sea, el órgano debe poseer también una potencia capaz de pasar al acto. Esto sucede con los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible, a diferencia de los que están relacionados con la pura vitalidad del organismo, como los pulmones, riñones, corazón, etc. La potencia de los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible es doble: en cuanto materiales, tienen —como sucede con los demás órganos— una potencia pasiva para recibir estímulos físicos o químicos, pero en tanto que no están completamente formalizados por el alma, poseen una potencia activa, o capacidad de realizar operaciones inmanentes. La diferencia entre estas dos potencias está relacionada con la distinción entre los dos tipos de actos del viviente ya vistos; en efecto, al acto primero del alma le corresponde el cuerpo orgánico como potencia, y a los actos segundos del viviente, es decir, a sus operaciones inmanentes, les corresponde la potencia activa de los órganos, o sea las facultades del alma.
4. EL ALMA COMO PRINCIPIO VITAL, SENTIENTE Y ESPIRITUAL
El alma es, pues, además de forma del cuerpo, el principio de todas las operaciones. De todas formas, no es el alma la que actúa, sino el viviente. Pues, para que esta sea principio se requiere no sólo el cuerpo y la potencia pasiva de los órganos (su buena disposición para recibir estímulos), sino también la potencia activa y su acto, lo que supone sea el compuesto sea los objetos sensibles; en el caso de la vista, por ejemplo, la luz, pues con los ojos cerrados o abiertos en un cuarto oscuro, aunque estos estén sanos, no se ve nada, sino solo la oscuridad, es decir, la ausencia de luz. Los órganos, por consiguiente, son el principio remoto de las operaciones del alma, mientras que el principio inmediato son sus facultades. Por este motivo, la operación recibe indistintamente el nombre del acto de la facultad o el del objeto poseído; por ejemplo, el acto de la audición se llama oír o sonido[25].
De ahí que haya una jerarquía en los principios del acto del viviente: los órganos tienen menos perfección ontológica que sus operaciones, ya que estas son el fin, mientras que los órganos son solo el instrumento para alcanzarlo. Y, a su vez, las operaciones, aunque poseen más perfección que las potencias, son menos perfectas que el alma, pues tienen como fin el acto de vivir: no la simple supervivencia, sino la vida que corresponde al acto primero, o entelecheia, de aquel determinado viviente[26]. Por eso puede concluirse lo siguiente: si a cada órgano corresponde un acto, que es su fin, al conjunto de los órganos, o cuerpo, le corresponderá un acto o alma, que es su fin. Se entiende ahora mejor por qué Aristóteles llama al alma entelecheia primera de un cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia[27]. El alma es acto no solo del cuerpo orgánico, sino también de los actos realizados por medio de él, que se encuentran potencialmente en los órganos nutritivos y sensibles. Por consiguiente, las dos definiciones aristotélicas del alma: la estructural y la dinámica se complementan.
Por consiguiente, las acciones deben atribuirse al ser vivo y no a la facultad ni al órgano: no es la vista o el ojo los que ven, sino el viviente mediante el ojo, pues los actos son del viviente, el único que subsiste. Por supuesto, eso no significa que las potencias y los órganos no sean de algún modo verdaderos agentes —por ejemplo, la persona ve con los ojos, y no con la nariz—, sino más bien que se trata de causas instrumentales dotadas, por ello, de cierto carácter agente. Se explica así también que haya cierta jerarquía entre las potencias, por lo que las superiores requieren siempre la operación de las inferiores: el nutrirse, por ejemplo, exige el funcionamiento de los órganos de la masticación y digestión y, a su vez, esta operación es necesaria para poder sentir y pensar.
Hay, sin embargo, dos potencias: la razón y la voluntad, que en sí mismas no parecen estar ligadas al cuerpo, pues sus actos no requieren de ningún órgano. En efecto, la capacidad que tenemos de conocer y amar todas las cosas implica que la razón y la voluntad carecen de órgano, ya que este es siempre algo material que limita. La amplitud del objeto de estas dos potencias parece sugerir que el alma humana, en su ser y actuar, posee una relativa independencia del cuerpo, lo que la distingue netamente del alma de los animales irracionales. Si es así, el fin de la existencia humana deberá trascender la simple vida del cuerpo e, incluso, de la propia especie. Para confirmar esta hipótesis, es preciso estudiar el vivir humano tanto a partir de sus características fenomenológicas y metafísicas, como de su génesis, estructura, integración e identidad personales.
[1] «Gracias a mi cuerpo, no puedo definirme nunca como un individuo aislado del mundo. Esto nos vacuna contra el egocentrismo que nos separa de la realidad y de los otros hombres. De hecho, su lenguaje me enseña que, desde siempre, estoy abierto al mundo, estoy en relación con él. Me dice que estoy siempre expuesto a los otros y que esa relación pertenece al núcleo más íntimo de mi persona» (C. ANDERSON–J. GRANADOS, Chiamati all’amore. La teologia del corpo di Giovanni Paolo II, Piemme, Milano 2010, p. 46).