Supongo que mi aproximación a esta historia de pensadores paseantes resultará algo paródica para mis colegas más serios. La gente de la filosofía suele pensar que lo divertido es lo contrario de lo serio, pero como dijo Chesterton lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino lo contrario de lo aburrido. Que un escritor decida contar las cosas con humor no significa que no sea sincero ni que no se tome en serio las cosas (que Swift fuera divertido contando historias, por ejemplo, no significa que no fuera seriamente pesimista).18 Chesterton también dijo que solo se puede bromear sobre cosas serias, graves y terribles, así que el hecho de que podamos reírnos de la filosofía es la mejor prueba de su seriedad. Uno no se puede reír más que de lo que le parece importante, y todas las parodias, decía, “han de suponer la comprensión súbita de que algo que se cree a sí mismo solemne, en el fondo no lo es tanto”. Eso explica que haya tantos chistes sobre la religión, o sobre la moral, o sobre representantes de la autoridad o de la razón (Chesterton pensaba en policías y científicos). Con la filosofía pasa algo parecido, más aún cuando sus máximos representantes están convencidos de que su autoridad está por encima de la de teólogos y científicos y actúan no como vigilantes sino como auténticos jueces supremos.
Según lo veo yo, adoptar un tono jocoso al hablar de filósofos tampoco es una simple estrategia comercial para llegar a más lectores, sino una manera respetuosa de llegar a lectores inteligentes (grupo entre el que, se supone, habría que incluir al propio gremio filosófico). Cuando subrayo el lado chistoso de las andanzas de filósofos, no le estoy quitando hierro a sus pensamientos, al revés. La falacia de no tomarse en serio el humor, decía también Chesterton, es muy común entre los hombres de tipo clerical, pero desgraciadamente yo diría que esa falacia ha sido aún más común entre filósofos. La gente clerical suele reírse de muchas cosas y no solo porque la Biblia esté llena de bromas. Los filósofos, en cambio, mantienen mucho más la compostura, a excepción de algunos pensadores disparatados, como Nietzsche y Kierkegaard. Bromear sobre algo, insistía Chesterton “no es tomarlo en vano. Es, por el contrario, tomarlo y usarlo para un fin extraordinariamente bueno. Usar una cosa en vano significa usarla inútilmente. Pero una broma puede ser sumamente útil; puede contener todo el sentido del mundo, por no hablar de todo el sentido celestial, de una situación”.19 Las bromas no bloquean el debate y la investigación, al contrario, “la solemnidad es lo que está bloqueando el camino”. Son, efectivamente, los llamados métodos serios con su propia “importancia” y su “juicio” “los que bloquean el camino por todas partes”.20
Aunque en El jardín de los delirios parecía empeñado en destruir ilusiones, mis mejores lectores no me confundieron con un amargado. En esta nueva entrega todavía tiene menos sentido plantearse la cuestión del pesimismo o el optimismo. Que el libro acabe con la muerte de un paseante no debe hacer pensar que los filósofos solo sabemos meditar sobre la muerte. Para nada. Sea como sea, los lectores juzgarán si prefieren un libro como este o una loa al caminar.
Y con esto vuelvo al principio. Dije que este era un libro sobre filósofos, pero que no podía evitar incluir algún capítulo sobre escritores. ¿Por qué? Si acabo hablando de un escritor chalado suizo y de un escritor británico polémico no es porque crea que solo haya que hablar de ellos. No: se podría hablar de muchos otros. Las crónicas sobre el caminar están llenas de referencias a Rimbaud, Thoreau, Hazlitt, Stevenson, Woolf…21 Si me limito a dos escritores es porque me ayudan a pensar mejor los asuntos que se nos plantean siguiendo los pasos a algunos filósofos y también porque en las historias populares sobre el caminar apenas se habla de ellos. Solnit no solo se olvidó de algunos filósofos andarines, también del inigualable Robert Walser, ese delirante paseante que se convertirá en referente de la estética de la desaparición. Coverley sí lo sacó a relucir, cierto, pero de pasada y sin desvelar todo su terrible mensaje. El otro escritor que analizo es John Fowles, que no se asocia con las crónicas del caminar, pero uno de sus libros incluye uno de los paseos más inquietantes que conozco, y cuyas reflexiones sobre la literatura no se pueden entender sin pensar en bosques y jardines. Ya hablé de él en la segunda parte de El jardín de los delirios, pero ahora es cuando dejo mucho más claro por qué El árbol es un libro que me dejó en el sitio.
Sigo sin contestar del todo la pregunta, ya lo sé. ¿Por qué escritores, además de filósofos? Lo dije al principio, entre líneas. ¿Es compatible el caminar con una mentalidad filosófica? Parece que sí. Ha habido filósofos que parecen demostrarlo, pero ¿prueba eso que sus excursiones lograran abrir sus cabezas lo suficiente? ¿Lograron verdaderamente que sus pasos por este mundo cambiaran el paso a su pensamiento? Quizá sí, quizá no.
1 A diferencia de El jardín de los delirios, este nuevo libro que Turner también se ha atrevido publicar no tiene que ver con los debates actuales del paisajismo, el urbanismo o la ecología, sino con el mundo en el que, para bien y para mal, he pasado más tiempo profesionalmente, el de la filosofía. En El jardín de los delirios (Madrid, Turner, 2019) examiné el libro de Cooper, A Philosophy of Gardens (2006), donde defiende una ética del jardín que no me parece coherente, sobre todo cuando trata de combinar el amor por la vida ordinaria con la filosofía heideggeriana del habitar. Véase el capítulo “Jardines de este mundo”, en El jardín de los delirios, op. cit., pp. 171-179.
2 Sobre el paralelismo entre formas de escribir y formas de caminar, no podemos dejar de referirnos a un texto de Hazlitt (“Mi primer encuentro con los poetas”), que oyó recitar poemas a Coleridge y a Wordsworth en 1879. “El estilo de Coleridge es más pleno, animado y ameno; el de Wordsworth más equilibrado, uniforme e interiorizado. Osaría decir que uno es más dramático, y el otro más lírico. Coleridge me comentó que le gusta componer mientras pasea por un terreno accidentado o se abre paso a través del ramaje enmarañado de algún bosquecillo de matojos; mientras que Wordsworth, siempre que ha podido, ha escrito mientras paseaba arriba y abajo por un camino recto de gravilla o en algún lugar donde la continuidad de sus versos no pudiese tropezar con ninguna interrupción colateral”. Este texto lo cita Seamus Heaney en De la emoción a las palabras (Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 71-72). Heaney explica no solo cómo los versos fueron estimulados por “las monótonas idas y venidas del paseo, puesto que cada trecho actuaba como la longitud de un verso”. También se pregunta si Hazlitt tenía razón cuando decía que el balanceo del cuerpo del poeta, el “bamboleo, el caminar cansino” fomentaba el vaivén de la voz. Tengo que agradecer a Alberto Santamaría que me descubriera este texto.
3 Solnit menciona la versión inglesa: “The World of the Living Present and the Constitution of the Sorrounding World External to the Organism”. Este manuscrito de 1931 se publicó con un prólogo de Alfred Schütz en 1946, y es iluminador leerlo junto con otros dos trabajos: “Foundational Investigations of the Phenomenological Origin of the Spatiality of Nature” y “Notes on the Constitution of the Space”. Aquí no voy a analizar lo que Husserl dice sobre el caminar en estos análisis fenomenológicos, sencillamente porque nos ocuparía demasiado espacio hacer comprensibles sus intrincados pensamientos. Solnit dice algo importante, aunque tampoco lo desarrolla: la fenomenología describió la relación con el espacio como vivencia cualitativa de un sujeto, incluyendo su experiencia corporal. Lo que Solnit no añade es que al cabo del tiempo –esto lo recuerda Jameson– el énfasis de la fenomenología en una experiencia auténtica del espacio fue criticado por una sociología