Volvamos entonces a la teoría psicoanalítica para señalar que, si un mérito enorme tienen la teoría de Lacan y la revulsión que instauró en un psicoanálisis anquilosado y sin revisión, consiste entre otros en haber introducido la función terciaria de la interceptación del goce y haber arrancado el proceso de edipización infantil de la condena endogenista a la cual parecía destinado, poniendo el acento, mediante un giro teórico fenomenal, en la prohibición de intercambio de goce entre el niño y el adulto.
Sin embargo, queda abierta la cuestión de si esta interceptación puede ser sostenida bajo la denominación de Nombre del Padre, que es en última instancia el modo con el cual se definió, en términos generales, la implementación de la ley edípica en el interior de la familia patriarcal burguesa de Occidente. Atreviéndome incluso, en una nota al pie, a afirmar: ¿cómo conciliar este afán universalista con tal nivel de subordinación sin dejar entrever el pensamiento –hegeliano desde el punto de vista filosófico, colonial desde la perspectiva política- que considera a la Francia de las luces (con su región negra ensombreciéndola) como la culminación de la Historia de la Humanidad? ¿Por qué no llamar “metáfora del tío” o “del cuñado”, o del “jefe tribal” o, incluso, de la “amazona principal” al significante con el cual se introduce la ley de cultura en el hiato que arranca al niño de su captura originaria y lo precipita a la circulación? (1)
Vayamos haciendo una puntuación de problemáticas para señalar, en primer lugar, que la cuestión del padre nos lleva, inevitablemente, a lo que hemos marcado antes como construcción de legalidades. Si el mito del parricidio en Freud parecería antropológicamente insostenible, tiene, por otra parte, la virtud de poner en primer plano la cuestión de la culpabilidad como inherente a los orígenes de las pautaciones de la cultura. No se nace con “pecado originario”, pero sí con “culpa originaria”, y es esta culpa por el asesinato del otro la que opera como ordenador y regula la circulación deseante en la cultura.
Hay acá, no sólo en la supuesta historia que Freud rescata, sino en su teorización misma, un acto fundacional de peso: la ética se constituye por la obligación al semejante, y el parricidio instituye un daño necesario en su paradojal instalación, ya que uno podría plantearse, como se está haciendo en la actualidad, si habría pasión sin Judas, si habría pautación en la cultura sin el crimen y su prohibición como punto de partida. Como lo formuló Thomas Mann en su novela histórica sobre Moisés, al referirse a la presunción de que toda su historia se constituye sobre la base del asesinato de un egipcio del cual sería responsable, dice: “Supo que si matar era hermoso, haber matado era terrible, y por eso matar debía estar prohibido”. Del mismo modo ha jugado Saramago con la Pasión, pero en términos invertidos, al ponerla bajo las sombras de los Santos Inocentes, y la culpa que ello genera en Jesús por haber sido el único niño salvado. Culpa que, paradójicamente, no lo lleva al agradecimiento, sino al horror al Padre por haberle evitado la muerte, pero a costa de llevar siempre sobre sí mismo el peso de la acción altruista no realizada por aquel.
La segunda cuestión que nos parece necesario abordar es si realmente la ética surge a partir de la inscripción de la renuncia edípica que da origen al superyo o tiene antecedentes que van marcando la posibilidad de su instauración. La práctica con niños y la observación de muchas situaciones de la vida cotidiana me han llevado a plantearme que los prerrequisitos del sujeto ético son más precoces de lo que se supone, (2) y surgen en la relación dual con el otro antes de que la terceridad se instaure. Podríamos decir que la posibilidad del niño de entrar en una relación transitivista, que podemos llamar de carácter positivo, se caracteriza por la instalación temprana de modos de identificación con el semejante con respecto al sufrimiento que sus acciones puedan producirle o a las que padezca sin su intervención directa.
El complejo de Edipo implica la posibilidad de reconocimiento del daño producido a un tercero –en la teoría clásica, el padre al cual se pretende arrebatar el objeto amado, vale decir la madre, con odio y brutalidad–. Sin embargo, mucho antes de eso, esta primera etapa de la que pretendo dar cuenta se sostiene en el deseo recíproco de protección ilimitada del objeto amado y en el sufrimiento que su dolor le implica. Se trata de un complejo juego de narcisismo y altruismo, en el cual la identificación al otro permite, al mismo tiempo, la instauración de las bases de toda legislación futura como resguardo de reglas que impidan la destrucción mutua.
Tercera cuestión en la cual necesariamente desembocamos, que remite a la llamada Función del Padre y a su vigencia en la cultura. Varias aclaraciones de inicio: es ya insostenible el furor estructuralista que termina superponiendo estructura edípica con constelación familiar, en razón de una diferenciación de funciones en la cual cada uno de los miembros intervinientes se presenta sin clivaje. Me refiero a que el aporte de una estructura de cuatro términos tiene ventajas cuando es comprendida como modelo, y desventajas cuando se pretende su traslado a la realidad encarnada por sujetos psíquicos. Dicho aún más claramente: que el superyo sea patrimonio de la identificación al padre no puede ya sostenerse en la idea de que su proveniencia sea efecto de la presencia de un “hombre real” –padre, abuelo, tío o lo que fuera-. Padre, si se conserva como función, es una instancia en el interior de todo sujeto psíquico, sea cual fuere la definición de género que adopte y la elección sexual de objeto que lo convoque.
Esto trae dos consecuencias: por una parte, que hay que abandonar, definitivamente, el modelo patriarcal de la familia de occidente para ceñirse a las condiciones racionales –vale decir reales– de producción de subjetividad. En este sentido, seguimos atravesando el camino que nos lleva a diferenciar entre producción de subjetividad y constitución psíquica, para rescatar los paradigmas del psicoanálisis de su imbricación con una subjetividad-desecho que los aprisiona. (3)
Reformulé el concepto de Edipo en términos del acotamiento que cada cultura ejerce sobre la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto, y la familia como producto de las relaciones de filiación y no de alianza. En este sentido, es la asimetría de saber y poder entre el niño y el adulto y la responsabilidad que esta asimetría impone al adulto en función de la restricción de su propio goce lo que define los términos con los cuales la función de construcción de legalidades en el nivel de la subjetividad debe ser redefinida. ¿Cabe en el marco de estas condiciones seguir sosteniendo el concepto de Nombre del Padre? Es indudable que hay una diferencia entre los conceptos de Función paterna y Nombre del Padre –mayúscula esta última no destinada a acuñar el concepto, sino a darle carácter mayestático–.
Indudablemente, el Nombre del padre es efecto de un entrecruzamiento entre el intento de establecer un “inter”, un separador en el nivel simbólico que imponga la descaptura del niño de la madre, y la forma que toma en la familia francesa del siglo XX esta función nominativa que, pretendiendo dar cuenta de la interdicción del deseo de la madre por el hijo, regula, en definitiva, el deseo de la madre en el interior de las relaciones matrimoniales sacrosantamente y civilmente pautadas.
El segundo aspecto es de carácter político y sociológico y no nos detendremos a debatirlo. El debate psicoanalítico debe quedar centrado, entonces, en esta formulación de que es el padre quien ejerce la función separadora, transmitiendo una ley de cultura. Señalemos al respecto, y sólo con vistas a apuntar a un debate posible, que no se tiene en cuenta en esta mónada que constituyen los elementos estructurales que el padre, legislador omnisciente, es al mismo tiempo parte implicada, y que la ley no se transmite, en su caso, sino bajo dos prerrequisitos: en primer lugar, la aceptación amorosa del hijo –que la inscribe por amor a quien la imparte y no sólo por terror– y, en segundo lugar, la infiltración permanente de fantasmas y residuos sexuales del adulto que la imparte.
Es en este sentido que debemos decir que si los cuidados precoces del otro primordial –llamado usualmente madre– dejan filtrar lo que Laplanche ha llamado del orden de la implantación sexual, vale decir de la transmisión de un orden de excitación que tiende a romper el orden natural y a instaurar