Una vez, cuando tenía diecinueve años, le di a mi padre una tarjeta del Día del Padre que estaba hecha para tíos o vecinos. “Fuiste como un padre para mí”, decía. Su distancia se había convertido en una broma familiar, pero para él, que miró esa tarjeta fijamente, era algo de lo que no se podía hablar y fue una conmoción; no sé qué había pensado yo –¿que también se iba a reír?–, no sé, pero la expresión de dolor que le cruzó la cara me aturdió, me confundió, me obligó a salir en la búsqueda de una corbata a rayas y otra tarjeta: una con una brillantina demente y la palabra “Papá” escrita en letras gigantes.
Años más tarde, sin embargo, me enfurecí; haciendo un inventario de todo lo que él había dicho y hecho, llegué a pensar en él como en una especie de nazi. Yo estaba estudiando Historia. Cuando me casé con un judío, esperé que dijera algo impreciso y oscuro, pero no lo hizo. Era cortés y formal, no falto de encanto. Mi marido, cuando lo conoció, cuando se topó por primera vez con su imponente mezcla de Fred MacMurray, Fred Gwynne, Fred Astaire –todos los Freds–, me susurró aterrado:
–Tu padre es tan un Padre. Un über-Padre. La madre de todos los padres.
–Sí –dije, sonriendo–. La madre de todos los padres.
Sils no estaba realmente enamorada de su novio, Mike, yo estaba segura. Podía darme cuenta. Él la estaba cansando. Se los veía juntos, él todo sonriente y rebosante, lleno de entusiasmo, como un setter irlandés, un perro tenso, demasiada energía brillándole en la boca, y ella, exhausta de la noche anterior, un poco gastada, incapaz de seguirle el ritmo a este chico de diecinueve años con su departamento, su motocicleta acelerada, sus planes. Poco después de conocer a Sils se había mudado de Albany a Horsehearts para estar cerca de ella. Trabajaba en la construcción de carreteras, y la construcción de carreteras también se había movido más al norte. En el verde frío y húmedo de las mañanas, cuando la humedad estaba tratando de capturar el sol para prometer calor, ella se apeaba de la Harley, frente a Storyland, cuando él la llevaba al trabajo, y uno veía sus intentos para adaptarse al día, a la luz, una Cenicienta al revés. Tenía la costumbre, si había alguien más mirando, de levantar las cejas y señalarlo con el dedo mientras hablaba, y volver a su cara normal en un segundo cuando él la volvía a mirar. O no. A veces él pescaba el borde del gesto, un pájaro salvaje que había desaparecido por su garganta, como si ella, desesperada, se lo hubiera tragado para que no la viera, y entonces él se quedaba mirándola.
–¿Qué? –le decía. Era un pedido de explicaciones.
–Sí, qué: ¿qué quieres decir con qué?
Ella me buscaba con la mirada o buscaba a quien fuera, a su público, y sonreía. Era una sonrisa dulce, y casi siempre desembocaba en un beso que ella le daba después. Frotando un poco la nariz. Era una chica de colegio y esta era su primera experiencia sexual. El sexo la drogaba con secretos. La hacía escabullirse, le dejaba la sonrisa perturbada, el pelo hecho un caos.
–¿Cómo estás hoy? –le pregunté, palmeándole un omóplato camino a la entrada de empleados.
–Espero que todavía quieras ir a lo de los Sands esta noche, ¿no? –dijo.
Los Sands tenían una taberna en el lago que coqueteaba con la marginalidad llamada Sans Souci, que se había corrompido con el acento local a “los Sands”, como si hubiera sido un club nocturno de Las Vegas. Íbamos desde el verano anterior. Nos metíamos en todos los bares. Aunque éramos menores, teníamos papeles de trabajo y pulgares para el autostop y nos habíamos hecho identificaciones falsas en la biblioteca, que tenía la única fotocopiadora del pueblo. Le habíamos robado la licencia de conducir a uno de los hermanos de Sils, la habíamos fotocopiado, después habíamos reconstruido nuestras copias, con nuestros nombres y fotos. Nada de esto nos parecía un crimen. Los crímenes no eran crímenes; las leyes no eran verdaderas; nada era aplicable a nosotras. Estábamos exentas por la adolescencia y la geografía; el país era un caos, estaban Vietnam y el tema de evitar el reclutamiento y el rock y había personas que se prendían fuego. Aparentemente, las leyes eran el enemigo. Así que nosotras dispensábamos y despachábamos, cesábamos y desistíamos: creábamos nuestras propias reglas, y eran imprecisas. Estábamos inventando cosas, empezando otra vez, no había nada malo. Soldados de lata y Nixon que está llegando
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