Pero ahora parecía que solo quedaba yo. Era la única que seguía obsesionada. Los últimos soles de la primavera habían llenado de pecas el escote de Sils, y su pelo sedoso, enjuagado con sidra y cerveza, brillaba como papel de aluminio navideño. “Yo le preguntaba una y otra vez, ¿cómo te llamas?”, dijo Sils. “¿A qué colegio vas –bobita–, te gusta tu maestra? Cosas que ninguna Cenicienta real diría jamás, pero esta niñita era víctima de un hechizo”.
“Que no podía deshechizarse”. Esta era la clase de inventiva aburrida a la que yo, una chica flaca sin desarrollarse, buena en el colegio, era propensa. “No dejaba de preguntarme por el príncipe. No tenía dos años. Era de esperar que captara. Ceci n’est pas une pipe”. Sils había memorizado todas las diapositivas de Historia del Arte. “No hay ningún príncipe”.
Yo fumaba los Sobranies hasta el dorado filtro venenoso. Exhalé por la nariz como un dragón. “Ahora me vengo a enterar, ¿entonces no eres Cenicienta?”, dije. No éramos muy ingeniosas de niñas, pero creíamos que lo éramos. Nuestra idea de un buen chiste era referirnos a nuestras peras como “La Huerta Feliz del Acné”. En un pueblo donde la gente encontraba maneras ridículas de no nombrar a Jesús en sus insultos, nosotras decíamos “carajo”, pero de una forma osada, muy íntima. “Carajo, nena”, le gustaba decir a Sils, con un rictus de superioridad y una risa crispada de fumadora. Yo lo decía también. Una vez en octavo, se le brotó la frente y trató de rasurarse los granitos con una hoja de afeitar. No fue gracioso en ese momento –le sangró la frente por una semana–, pero cuando más adelante nos queríamos reír, lo recordábamos: “¿Te acuerdas de cuando te rasuraste la frente? Carajo, nena”, y nos tirábamos al piso de risa. Buscábamos secretos. Buscábamos historias e infortunios y explotábamos sus poderes narcóticos. Nos encantaba reír violentamente, convulsivamente, sin sonido hasta que nos ahogábamos y teníamos que tomar aire con un rebuzno.
Entonces me insultó con un gesto de la mano y con la otra balanceó su Sobranie encendido contra el pulgar. Pero sonreía. Tarareó. Dijo: “Escucha esto”, y eructó la efervescencia de su Fresca. Era mi heroína, había sido mi heroína desde siempre. Estando con ella –de pausa para fumar a almuerzo a pausa para fumar– pude atravesar los días de aburrimiento.
Habíamos empezado a trabajar en Storyland en mayo, los fines de semana, durante las corridas de las celebraciones del Día de los Caídos, hasta la salida del colegio a principios de junio. Después trabajábamos seis días por semana. Antes, durante la semana de colegio, nos encontrábamos en el cementerio para fumar. Cada día teníamos lo que llamábamos una “comida de cementerio”. Yo trepaba la colina y la bajaba, atravesaba el campo azul de lino y verónica, la glorieta de palos y el peral, bajaba por el camino de ripio, cruzaba el pantano caminando sobre los tablones y subía hasta las lápidas, donde me esperaba Sils, recién llegada desde la otra punta. Ella vivía en una pequeña calle con robles que terminaba en el cementerio (al lado de su casa). “¿Acaso no es simbólica esta calle?”, le decía Sils a cualquiera que la visitara. Especialmente a los varones. Los varones la adoraban. Ella era lo que mi marido, con aires de superioridad, calificó como “ah, sí, debe de haber sido de esas chicas geniales. ¿No? ¿No? ¿Una de esas chicas en la cresta de la ola de un pueblucho en el medio de la nada?”. Podía leer música, sabía algo de pintura; tenía hermanos mayores con una banda de rock. Era la chica más sofisticada de Horsehearts, no es que fuera muy difícil, pero hay que entender lo que eso podía hacerle a una chica. Lo que podía significar en su vida. Y aunque le haya perdido el rastro, semejante pérdida me hubiera parecido inconcebible entonces. Muchas veces pienso en sus cosas y hago conjeturas sobre el resto de su vida: las canciones rotas y ridículas; la burbuja gastada de Horsehearts; el mundo triste, empantanado, mezquino.
Esa primavera solíamos encontrarnos en la tumba de Estherina Foster, una niñita que se había muerto en 1932, su fotografía, coloreada de amarillos y rosas, estaba adherida a la piedra. Ahí temblábamos y fumábamos, el aire estaba todavía demasiado frío. Estudiábamos las otras lápidas, nos inclinábamos para apartarnos un pelo de la cara una a la otra. “Quédate quieta, tienes un pelo”.
¿Estábamos simplemente esperando para dejar Horsehearts, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestra sofocante vida familiar? Con frecuencia pienso que en el centro de mí misma hay una voz que finalmente logró dividirse, una casa en mi corazón tan invadida por otra gente y sus maneras de hablar, por amigos a los que creí que era leal, por personas cuyas vidas solo puedo adivinar ahora, que me da la impresión de que soy solo una recopilación de ellos, que todos existieron por sí mismos, pero me formaron sin querer, y desaparecieron. ¿O acaso la expectativa era que yo me creara de la nada, que saliera de la nada y sola?
¿Qué quiero decir con “ellos”? Quizás solo me refiero a Sils. Estaba invadida por Sils, que ahora vive en mi infancia desaparecida, un lugar al que vuelvo de noche, en un sueño profundo, donde está ella, parada con sus brazos largos haciendo equilibrio en las piedras del arroyo del pantano, en las piedras del cementerio, en las piedras del camino de ripio de vuelta a casa. Cómo me molestó la manera en que los varones irrumpieron en nuestras vidas. Me resentí con ellos desde los primeros indicios. Eran burlones y ofensivos y yo no les interesaba. Enganchaban los pulgares en las presillas del cinturón. Más obsesionados que nosotras con los fluidos y los defectos del cuerpo, contaban chistes largos y desagradables, con remates insistentes como “metiendo” o “a mano”. Tenían rifles de aire comprimido y les disparaban a las ranas en el pantano, no siempre las mataban. Sils y yo, jóvenes y estúpidas, traíamos pinzas de casa y vadeábamos entre las totoras y las vainas pegajosas de las asclepias para buscar a esas pobres ranas y salvarlas; les hurgábamos la piel para extraer los balines y las vendábamos con gasa mientras sangraban y se retorcían. Pocas de ellas sobrevivían. Generalmente las encontrábamos muertas en el barro acuoso, la gasa suelta alrededor, trágicamente, como un estandarte caído en la guerra.
La semana en que la contrataron como Cenicienta, Sils hizo una pintura de esto, de lo que habíamos hecho con las ranas durante esos años. Pintó el cuadro con azules y verdes profundos. En el fondo, detrás de algunos árboles, había dos niñitas vestidas de santas o enfermeras o niños o princesas… ¿qué eran? Cenicientas. Cuchicheaban. Y en primer plano, cerca de las piedras y los nenúfares, había dos ranas heridas, una enyesada, la otra con una venda atada alrededor del ojo: parecían ranas que habían sido besadas y besadas con violencia, pero se habían quedado ranas. Lo enmarcó, lo colgó en su cuarto y lo tituló ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?
Para esa época, Sils tenía un novio –un novio llamado Mike Suprenante, de la glamorosa y prohibida Albany– y el significado del cuadro había crecido, se había ampliado, se había vuelto más gracioso; se había convertido en todo.
Había conocido a Mike a fines de marzo, en un bar sobre la orilla del lago que se llamaba Casino Club, donde habíamos ido a bailar. Teníamos identificaciones falsas y los fines de semana durante el año escolar era un buen lugar para ir a bailar. A veces bailábamos entre nosotras, desafiantes y sin varones, con un mohín paródico. Bailábamos twist de una manera profundamente burlona. Bailábamos swing, girando y haciéndonos girar una a la otra. Después esperábamos que los hombres nos compraran tragos. La pista de baile era una gran plataforma; las bandas eran ruidosas, los músicos nos guiñaban el ojo, eran simpáticos; los tragos costaban menos en la Ladies Night, y a veces veíamos a nuestros maestros estudiantes, jóvenes y atractivos con sus sacos azules. A veces alguno sacaba a bailar a Sils, antes de reconocerla, y en la mitad del baile se daba cuenta de quién era y la saludaba con un avergonzado “hola” o se encogía de hombros con timidez o la apuntaba con el dedo como con un