En los temas lentos, como “Nights in White Satin”, dejaba que los hombres –obreros de la construcción, vendedores de autos– me abrazaran fuerte. Podía sentir sus barrigas y su olor a transpiración, sus sexos endurecidos, sus camisas mojadas, sus brazos grandes a mi alrededor. A veces les apoyaba las manos en las caderas, con los ojos cerrados y me recostaba en uno de sus hombros mientras bailábamos.
“Estuvo muy bonito”, me decían al final, gritando por encima del próximo tema de la banda. “Gracias –decía yo–. Muchas gracias”, siempre les agradecía, me sentía agradecida, y se los hacía saber.
“¿Cómo volvemos a casa?”, le grité a Sils al oído. La pregunta habitual de nuestras salidas nocturnas. Me estaba quedando en su casa a pasar la noche, una de las pocas maneras que había conseguido para salir hasta tan tarde. Su madre hacía el turno noche en el motel, y sus hermanos se estaban quedando con sus novias o estaban otra vez en Canadá, Sils no estaba segura de dónde estaban exactamente. Me miró desconcertada, se encogió de hombros, y apuntó discretamente a Mike. Él movía el pie, fumaba un cigarrillo y miraba a la banda, pero rodeaba el respaldo de la silla de Sils con el brazo.
¿Qué necesidad de preguntar? Yo siempre podía contar con Sils; Sils era el camino; Sils era nuestra vuelta a casa, siempre.
Mike solo tenía una moto, pero le había pedido prestado el auto a un amigo. Manejaba despacio para que durara, no dejaba de mirar a Sils, que estaba sentada cerca de él en el asiento delantero, no dejaba de hacerle preguntas del estilo de “¿Cómo hiciste para ser tan bonita?”. A lo que ella contestaba: “Déjame en paz”, y después se reía. Yo estaba sentada atrás, muda, mirando por la ventanilla los árboles de la noche y las casas oscuras flotando como botes.
Mike estacionó al final de la calle, justo a la entrada del cementerio, y yo me bajé y esperé. Me alejé del auto para dejar que se besaran. Tenía mucha paciencia, me parecía, para ciertas cosas. Salté la cerca y deambulé por el borde del cementerio un rato, pero cuando miré hacia atrás, ellos estaban todavía dentro del auto besándose, así que me alejé más. Busqué la tumba de la pequeña Estherina Foster, y me senté ahí con ella en la oscuridad. Escuché para ver si había alguna voz que pudiera ser la de ella, algún pío o susurro, pero no había nada. Jugueteé con una rosa de plástico de tallo largo que habían aplastado en la tierra. Le limpié el barro y la hice rebotar por ahí, dibujando palabras en el aire: mi nombre, el de Sils, el nombre de Estherina. No se me ocurrieron otros nombres. Escribí Feliz cumpleaños, Carajo y Paz. Después tiré la flor en las sombras. Qué silencioso era el mundo de noche, los árboles sin brotes se dibujaban siniestros contra el cielo, las ramas se estiraban como buscando algo para atrapar y devorar, ¡tal vez las estrellas acarameladas y muertas! El piso estaba frío, cubierto de hojas; el pantano cercano había empezado a descongelar su olor a cloaca. A la luz de la luna el cielo parecía salvaje, brillante y jaspeado como el mar. La gente sola, la gente atrapada, la gente de campo, todos miraban al cielo, yo lo sabía. De alguna manera ese cielo era la salida, pero era también el testigo constante, inmutable, del antes y después de nuestras decisiones –era testigo de todas las muertes que se llevaban a las personas a otros mundos–, así que la gente tenía una tendencia a hablarle. Le quité la vista, me abracé las piernas y me cerré bien la chaqueta. Me saqué los pendientes y los metí en el bolsillo, el aire estaba extrañamente frío y con olor a hongos. Me pregunté si alguna vez me enamoraría de un chico. ¿Me pasaría? ¿Por qué no? ¿Por qué no? Ahí mismo hice un juramento y desafié a ese cielo y a esos árboles, y aposté: juré sobre la tumba de Estherina Foster que lo haría. Pero no sería de un chico como Mike. Nada que ver. Sería de un chico muy lejano; yo iría allí algún día y lo encontraría. Él estaría allí simplemente. Y yo lo amaría. Y él me amaría. Y estaríamos juntos, amándonos así, en ese lugar, donde fuera que estuviera. Tenía toda una vida por delante. Tenía paciencia y fe y una cabeza llena de canciones.
–¿Dónde estabas? –preguntó Sils. Ella y Mike habían salido del auto pero estaban reclinados seductoramente contra la puerta.
–Fui a caminar.
Mike se dio vuelta para mirar a Sils:
–Tengo que devolver el auto.
–Hasta luego –dijo ella.
Él la besó otra vez, delante de mí. “Te llamo mañana”, le dijo. Se subió al auto e hizo una vuelta de tres puntos –yo había estado aprendiendo eso en la escuela de manejo– y después se alejó a toda velocidad.
En la cocina nos preparamos un desayuno nocturno: galletitas saladas y chocolate caliente hecho de jarabe de chocolate Bosco. Mojamos las galletitas en el chocolate caliente y las dejamos ablandarse y flotar ahí como mugre en un estanque.
–Una vez en tercer grado –dijo Sils– no quería ir al colegio y mastiqué un puñado de galletitas, las guardé en la boca y fui arriba, gimiendo, y las escupí a los pies de mi madre.
–¡Qué bonito! –dije, y nos reímos hasta el agotamiento.
–Funcionó.
Tenía mirada soñadora mientras ahogaba las galletitas con la cuchara.
–Ingenioso –dije. Tuve la esperanza de que levantara la vista de su taza, me mirara, dijera algo más. Pero no lo hizo.
Más tarde, despatarrada en su cama, que era un colchón en el piso de su cuarto, Sils dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. A los pies, en la luz tenue de una pequeña lámpara que ella dejaba encendida cuando yo estaba ahí, me acurruqué en la bolsa de dormir y la miré, empezando por los dedos de los pies: la red de venas azules de sus empeines, los tendones extendidos como el esqueleto de un abanico, el brillo descolorido de las uñas, reluciente y difuso como el nácar. Los detalles en ella eran siempre interesantes. Vio que la estaba mirando.
–Los dedos de tus pies son locos –dije.
Se acercó un pie al pecho de un tirón.
–¿Alguna vez te mostré estos?
–¿Qué?
Se examinó los pies meticulosamente.
–En las uñas de mis pies se puede ver a Napoleon Solo y a Illya Kuryakin.
–¿Qué estás diciendo? –Me hundí en la bolsa de dormir y fingí reírme de ella.
–De verdad –dijo–. Se pueden ver sus caras. –Bajó el pie–. Te los muestro mañana. –Suspiró otra vez, pensando en Mike, seguro–. Gracias, Berie.
–¿Por qué?
–Por lo que sea.
Después se durmió profundamente, y en la penumbra me quedé mirando mi propia sombra en la pared, una tosca cadena montañosa que creaba picos