—Ay, señor Carbury. ¡No querrás decir que se dedica a eso!
—Me resulta difícil y cruel decirte estas cosas, pero en un asunto de tanta importancia, solamente puedo decirte la verdad. No tengo la menor influencia sobre lo que hará tu madre, pero quizá tú sí la tengas. Me pide consejo, y luego decide no hacerme el menor caso. No la culpo por eso, pero me preocupo, claro está que me preocupo, por… Por la familia, ¿entiendes?
—Estoy segura de que así es.
—Y especialmente por ti. Porque nunca le apartará de su lado.
—No creo que me vayas a pedir que deje de hablar con mi hermano.
—Pero piensa que corres el riesgo de terminar hundida en el fango, por su culpa. Por su mediación, ya ha pisado usted la residencia de ese hombre, Melmotte.
—No creo que eso represente ningún perjuicio para mi reputación —dijo Henrietta, levantándose.
—Disculpa si te parezco entrometido.
—Oh, no. No considero que seas entrometido.
—Entonces, perdóname si mis palabras son duras. A mí me parece que tu reputación corre peligro si visitas la casa de un hombre como ese. ¿Por qué le frecuenta tu madre? No es porque le guste, ni porque sienta la menor simpatía por él o por su familia. Simplemente lo hace porque su hija es una heredera.
—Todo el mundo le frecuenta, señor Carbury.
—Sí, esa excusa dan todos. ¿Es razón suficiente para que asistas a un baile? ¿O es que no hay otro sitio excepto el lugar al que acuden todos, sencillamente porque se ha puesto de moda y es agradable? ¿No crees que deberías escoger tus amistades por tus propios motivos? Admito que la familia tenga una razón: tienen mucho dinero, y Felix cree que puede hacerse con una parte de él si le jura amor eterno a una muchacha. Después de lo que has oído, ¿sigues pensando que debes relacionarte con los Melmotte?
—No lo sé.
—Yo sí lo sé, y muy bien. Son una vergüenza. Sería menos objetable que fueras amiga de un barrendero —dijo Roger con una energía que desconocía poseer. Frunció el ceño, le brillaban los ojos. Respiraba con fuerza. Por supuesto, a Henrietta se le ocurrió de inmediato la petición de mano que seguía flotando entre ambos, y que seguramente Roger estaría preocupado porque la conexión con los Melmotte le afectara a él, a través de su enlace con Henrietta; pero no le dio importancia, pues estaba segura de que jamás aceptaría casarse con él. La verdad era que, además, era un hombre demasiado sencillo como para pensar en cosas tan complicadas. Él prosiguió, decidido:
—Felix ya ha caído tan bajo que no puede fingir preocuparse por las casas que frecuenta. Pero a mí me apenaría que te vieran a menudo en la residencia de los Melmotte.
—Señor Carbury, creo que mamá tendrá buen cuidado de no llevarme allí donde no deba.
—Desearía que tú también tuvieras una opinión con respecto a lo que es o no es propio de una joven de tu clase.
—Espero tenerla, por supuesto. Lamento que creas lo contrario.
—Soy un hombre a la antigua, Henrietta.
—Y pertenecemos a un mundo nuevo, y peor. Lo sé y creo que estoy de acuerdo. Siempre has sido muy amable, pero tengo dudas de que puedas cambiar las cosas, tal y como están. Siempre he pensado que tú y mamá no encajáis demasiado.
—Yo pensaba que tú y yo sí… Que sí podríamos encajar bien.
—Oh, en cuanto a mí, no te preocupes: siempre estaré del lado de mi madre. Si opta por visitar a los Melmotte, ciertamente la acompañaré. Y si eso me contamina de alguna forma, entonces supongo que así debe ser. No veo porqué tengo que creerme mejor que los demás.
—Siempre he creído que eres mejor que nadie.
—Eso debía ser antes de que visitara a los Melmotte. Seguro que ahora ya no piensas lo mismo, o así me lo has dado a entender. Me temo, señor Carbury, que nuestros caminos deben separarse.
Roger miró fijamente a la joven mientras hablaba, y gradualmente empezó a comprender lo que Henrietta insinuaba. Era tan fiel a lo que pensaba, que ni se le había ocurrido que con ella pudiera surgir la sombra violeta de la mentira que las mujeres asumen como un encanto adicional. ¿Era posible que creyera que al advertirla contra esas nuevas amistades estaba pensando en sus futuros intereses?
—Yo solamente tengo un deseo en este mundo —dijo, estirando su mano en un vano esfuerzo por atrapar la de ella— y es compartir el mismo camino que tú. No digo que sea también tu deseo; pero debes saber que soy sincero en mis sentimientos. Lo que le he dicho de los Melmotte era por tu bien. ¿No habrás pensado que lo decía por mí?
—Oh, no. ¿Cómo podría?
—Me dirigía a ti como a mi prima, que quizá me considera una especie de hermano mayor. Ningún contacto con una legión de Melmotte podrá alterar mi opinión de ti: eres la mujer a la que pertenece mi corazón. Incluso si verdaderamente cayera en desgracia —si es que la ruina pudiera hacer mella en alguien tan puro como tú—, sentiría lo mismo. Te quiero tanto que ya te he aceptado, para bien o para mal. No soy capaz de cambiar; mi naturaleza es demasiado terca para eso. ¿Tienes algo que decirme que pueda aliviar mi situación? —Al girar Henrietta la cabeza, insistió—: ¿Entiendes hasta qué punto necesito tu ayuda?
—Creo que puedes vivir sin mi ayuda, perfectamente.
—Por supuesto que sí, claro que viviré. No hay duda de ello. Pero no viviré feliz. Ya no lo soy ahora, tal y como estamos. Me he amargado, mi ánimo experimenta altibajos, y ya no estoy a gusto con mis amigos. Me gustaría en cualquier caso que me creyeras cuando te digo que te amo.
—Supongo que lo crees, y que quiere decir algo.
—Lo creo, y quiere decir mucho. Dice todo lo que un hombre puede decirle a una mujer. Nada más y nada menos. Debes comprender que hablo en serio, hasta el punto de que rozo la alegría exultante por un lado y por el otro siento la más absoluta indiferencia hacia el mundo, pendiente como estoy de una respuesta. Jamás cejaré, no hasta que me digas que piensas casarte con otro.
—¿Qué puedo decir?
—Que me amarás.
—¿Y si no puedo decir eso?
—Entonces, di que lo intentarás.
—No, eso no pienso decirlo. El amor debe llegar sin forzarse. No concibo cómo una persona puede intentar querer a otra, tal y como me pides. Me gustas mucho, pero casarse es algo mucho más grave.
—Conmigo no sería grave, querida mía.
—Sí lo sería, cuando descubrieras que soy demasiado joven para compartir tus gustos.
—Perseveraré, lo sabes bien. ¿Me juras que si te prometes con otro hombre, me lo dirás al instante?
—Supongo que puedo prometerlo, sí —dijo ella después de una pausa.
—¿Aún no hay nadie más?
—No, aún no. Pero señor Carbury, no tienes ningún derecho a preguntármelo. No me parece generoso por tu parte. Te permito que me digas cosas que nadie más podría porque eres primo mío, y porque mi madre confía mucho en ti. Pero nadie excepto ella tiene derecho a preguntarme algo así.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No.
—Te he ofendido porque te quiero mucho, discúlpame.
—No me he ofendido, pero no me gusta que un caballero me haga ese tipo de preguntas. No creo que a ninguna joven le guste. No tengo porqué contarle a nadie todo lo que me pasa.
—Quizá cuando entiendas hasta qué punto mi felicidad depende de ello, podrás perdonarme.