—¿La señorita Carbury?
—Sí; Henrietta Carbury. No ha aceptado mi ofrecimiento. De hecho, me ha rechazado dos veces, pero aún tengo esperanzas de convencerla. Quizá no tengo derecho, pero no me daré por vencido. Te lo digo claramente. Mi vida y mi felicidad dependen de ello. Creo que puedo contar con tu buena voluntad.
—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? —preguntó Paul Montague, con voz ronca.
A lo cual había seguido un repentino y rápido intercambio de palabras entre ambos hombres, cada uno de ellos contando su verdad, declarando que tenía razón y que el otro se había comportado abominablemente; los dos con voz cada vez más elevada, igual de generosos e irracionales. Montague afirmó al momento que él también amaba a la señorita Carbury. Declaró su seguridad de la manera más escueta e incompleta posible, pero sus palabras no dejaban lugar a las dudas. No, no le había dicho nada a la dama. Había pensado en hablar primero con el propio Roger Carbury; tenía pensado hacerlo en uno o dos días, quizá en ese mismo día si Roger no hubiera abierto fuego.
—No tienes ni un centavo para abrirte paso en el mundo —dijo Roger—, y ahora que sabes cuáles son mis sentimientos, debes abandonar tus intenciones.
Montague declaró que tenía todo el derecho a hablar con la señorita Carbury, aunque no tenía ningún indicio de que la joven sintiera nada por él. No, nada le hacía pensar eso. Era imposible, de todo punto. Pero aun así tenía derecho a su oportunidad, que significaba un mundo para él. En cuanto al dinero, no pensaba admitir que fuera pobre de solemnidad y además, era capaz de ganarse la vida como cualquiera. Si Carbury le hubiera dicho que la señorita estaba predispuesta a recibir sus atenciones, es decir, las de Roger, Paul desaparecería de escena en un santiamén. Pero al no ser así, no se atendría a la verdad si decía que estaba dispuesto a abandonar sus esperanzas.
La conversación duró más de una hora. Cuando terminaron, Paul Montague hizo las maletas y Roger le acompañó a la estación de tren, sin que tuviera ocasión de ver a ninguna de las dos damas. Se habían cruzado palabras muy fuertes, pero lo último que le dijo Roger a su rival en el andén no fue hostil.
—Que Dios te bendiga, amigo —dijo, apretando la mano de Paul. Los ojos de este brillaban, rebosantes de lágrimas, y por toda respuesta apretó a su vez la mano de su amigo.
Los padres de Paul habían fallecido hacía tiempo. El padre había sido abogado en Londres, y quizá dispusiera de una pequeña fortuna propia. En cualquier caso, le había dejado a su hijo, entre otros herederos, una cantidad suficiente como para establecerse por su cuenta. Paul llegó a la mayoría de edad y descubrió que poseía seis mil libras. Por ese entonces estaba en Oxford, y quería cursar derecho y ser abogado. Un tío suyo, hermano más joven de su padre, se había casado con una Carbury, la hermana más pequeña, aunque mayor que Roger. Ese tío se había instalado desde hacía años en California, y allí había adquirido la nacionalidad americana. Poseía extensas tierras, comerciaba con lana, grano y fruta; pero ni los Montague ni los Carbury supieron nunca a ciencia cierta si le iba bien o no. La relación entre las dos familias había establecido un lazo de afecto entre Paul Montague y Roger, ya desde que Paul era joven, a pesar de que no tenían ningún grado de parentesco, como le habrá quedado claro al lector. Roger, aún joven en esa época, se había hecho cargo de la educación del chico, y le había enviado a Oxford. Pero el plan de que Paul terminara sus estudios y luego se hiciera abogado, e hiciera carrera como juez en algún destino del país no había terminado bien. Paul se había visto envuelto en un altercado en Balliol, le habían propinado una paliza, luego se había peleado de nuevo y finalmente le habían expulsado. Desde luego, tenía talento para meterse en embrollos aunque como Roger Carbury sostenía, ninguno de esos incidentes era censurable, o al menos el papel de Paul en ellos no lo era. El chico tenía ya veintiún años, y con sus seis mil libras se fue a California, con su tío. Tal vez acariciaba la idea —basada en información escasa— de que los embrollos no eran un problema en California. Al cabo de tres años descubrió que no le gustaba la vida de granjero en California, y que tampoco le gustaba su tío. Así que regresó a Inglaterra, pero a su vuelta no pudo recuperar las seis mil libras invertidas en la granja de California. Efectivamente, se había visto obligado a volver sin su dinero, sin apenas lo bastante como para viajar de vuelta a casa; pero su tío le había asegurado que le enviaría un diez por ciento de rentas sobre su capital como un reloj, cada cuatrimestre. Debía ser un reloj estropeado, pues las cosas habían ido muy mal. Al final de los primeros cuatro meses llegó la cantidad prometida; luego, la mitad, y se produjo un largo intervalo sin un centavo. De repente, algún que otro pago irregular, aquí y allá; y luego se sucedieron doce meses sin nada. Al final de ese año, volvió a California con el dinero que Roger le había prestado para el viaje. Ahora volvía a encontrarse en Londres, con algo de efectivo y la garantía adicional de una hipoteca a su favor a nombre de un tal Hamilton K. Fisker, un socio de su tío, con el que habían montado una fábrica de harina. De acuerdo con ese documento, sus ingresos ascendían al doce por ciento de su capital, y además habían añadido su nombre al de los dueños de la empresa, que ahora se llamaba Fisker, Montague y Montague. Sus dos socios habían abierto oficinas en Fiskerville, a unas doscientas cincuenta millas de San Francisco, y los ánimos de Fisker y el tío de Paul estaban muy altos. Paul odiaba horriblemente a Fisker, no quería demasiado a su tío, y hubiera preferido con mucho recuperar sus seis mil libras. Pero no podía, y por eso regresó a Londres como uno de los dueños de Fisker, Montague y Montague, no del todo descontento pues había logrado recuperar lo bastante de su inversión inicial como para pagar lo que le debía a Roger, y vivir unos meses sin pasar penurias. Ahora quería decidir hacia dónde encaminar sus pasos, profesionalmente hablando, y hablaba diariamente con Roger acerca de ello, cuando repentinamente Roger se había dado cuenta de que el joven se estaba enamorando de la muchacha con la que él tenía intención de casarse, y de ahí la escena que acabamos de narrar.
No se le dijo nada a lady Carbury ni a su hija acerca de la verdadera razón que había causado la súbita desaparición de Paul. Simplemente, era necesario que viajara a Londres. Cada una de las damas probablemente adivinó algo de la verdad, pero ninguna de las dos mencionó el tema a la otra. Antes de que dejaran Carbury, el caballero volvió a pedir la mano de la joven, pero todo fue en vano. Henrietta estuvo más fría que nunca, pero pronunció una frase desafortunada, que acabó con todo el impacto de su frialdad. Le dijo a Roger que era demasiado joven como para pensar en el matrimonio. Ella quería decir, en realidad, que la diferencia de edad entre ambos era demasiado grande, aunque no sabía cómo explicarlo con delicadeza. A Roger le resultó fácil recordarle que en doce meses sería mayor, pero fue imposible convencerla de que con el transcurso de varios periodos de doce meses, la disparidad de edades de su primo y de ella desaparecería. Sin embargo, ni siquiera esa diferencia era el principal motivo que la empujaba a no querer casarse con Roger Carbury.
Al cabo de una semana, tras la partida de lady Carbury de la Finca Carbury, Paul Montague volvió, y fue recibido como un buen amigo. Se había comprometido a no ver a Henrietta durante al menos tres meses, pero nada más. «Si no acepta casarse contigo, no hay razón para que yo no lo intente», había sostenido. Roger ni siquiera quiso ceder en eso. Estaba convencido de que Paul debía retirarse completamente, en parte porque no disponía del menor ingreso, y en parte porque Roger había sido el primero en fijarse en Henrietta; y también en señal de gratitud, aunque sobre esta última razón, Roger jamás dijo palabra. Si Paul no se daba cuenta de ello, entonces su amigo no tenía el carácter que Roger le había atribuido.
Paul sí lo veía, y sentía numerosos escrúpulos. Pero, ¿por qué su amigo debía ser como el perro del hortelano? No dudaría en dejarle el camino libre a Roger si la muchacha le aceptaba, desde luego; entonces Paul no tendría la menor posibilidad. Roger contaba con la ventaja de las tierras de Carbury, mientras que él solamente poseía la dudosa participación en Fisker, Montague y Montague, en un pueblecito dejado de la mano de Dios, a doscientas cincuenta millas de San Francisco. Pero si ni aún con esa ventaja de su lado, Roger conseguía nada, ¿por qué iba él a dejar de intentarlo? Lo que Roger decía acerca de su falta de estabilidad económica era una sandez. Paul estaba seguro de que no habría objetado lo mismo si su amigo no hubiera estado interesado por la misma mujer. Se dijo que tenía