El Peruca. Joel Singer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joel Singer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878705019
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de su pistola nueve milímetros. A pesar de no estar Ezequiel, había decidido dar la voz de alto ni bien el Peruca dejara atrás el auto en el que aguardaba, más ansioso que nunca, el arribo de su autoritario compañero. Con la respiración contenida, Juan Ignacio descendió del auto con el arma en la mano y, antes de que el Peruca llegara a la esquina, le ordenó que se detuviera dirigiéndose a él por el apodo por el que era conocido en todo el mundo. La respuesta del joven no se hizo esperar. Sin darse vuelta, comenzó a correr. Dobló en la esquina y tomó la calle Marcos Paz, que moría justo, después de cinco cuadras, en la villa Carlos Gardel. Juan Ignacio, sin sopesar los riesgos, decidió perseguir al Peruca. Este le llevaba una importante ventaja y Juan Ignacio no le sacaba los ojos de encima. Ni siquiera consideró la posibilidad de detenerse unos segundos y dispararle. Podía haberlo hecho sin riesgo en esa calle vacía. Pero se había dejado llevar por el impulso persecutorio, por el afán de darle alcance al joven cuya imagen tenía grabada en la cabeza. Menos de dos minutos demoró el policía en llegar a escasos metros del Hospital Posadas y tras alguna comprensible vacilación, decidió ingresar a la villa y continuar la persecución del Peruca. Su actitud no se atenía a las normas de seguridad que había aprendido y esto podía costarle la vida o, siempre que lograra salir vivo de allí, perder el puesto que se había ganado con inteligencia y valentía.

      Finalmente, Ezequiel llegó al móvil. Le sorprendió que Juan Ignacio no estuviera y mucho más que hubiera dejado la puerta abierta del auto. Era algo que nunca había pasado. Echó una rápida mirada en derredor hasta que escuchó la voz de una mujer que lo llamaba, una anciana que estaba regando las plantas del jardín. Ezequiel se acercó a ella y la mujer, sin salir de la casa, detrás de las rejas blancas, le contó todo lo que había visto.

      —Salió corriendo a alguien.

      —¿Vio para dónde fue?

      —Pegó la vuelta por Marcos Paz con el arma en la mano, me asusté muchísimo. Pensé que iban a empezar a los tiros. ¡Dios mío, una no gana para sustos! ¡Qué nos pasa a los argentinos! Antes…

      —Gracias, abuela –le dijo Ezequiel subiéndose al auto.

      Ezequiel no podía creer lo que había hecho Juan Ignacio. En el breve minuto que demoró en llegar hasta la puerta del Hospital Posadas, su indignación iba creciendo por esta inexplicable actitud de su compañero de lanzarse a perseguir a alguien con tanta urgencia como para no poder esperarlo. En su cabeza se iban acumulando un sinnúmero de probables explicaciones que justificaran el accionar de Juan Ignacio, pero el Peruca seguía estando comprensiblemente ausente de las posibles razones que lo hubieran llevado a abandonar el móvil en la calle con la intención de capturar a alguien. Ezequiel estaba desconcertado, sin poder hilvanar dos ideas que pudieran tranquilizarlo. Luego bajó del móvil y aguardó a unos pibes que venían pateando una pelota de fútbol. Supuso, sin equivocarse, que habían visto algo y, con el arma en la mano, se dirigió al que parecía el mayor del grupo.

      —¿Decime qué viste o te vuelo la cabeza, hijo de puta?

      —¡Pará, calmate, hermano! –suplicaba un pibe de no más de quince años.

      —No hicimos nada nosotros –dijo otro de los chicos.

      —Le estoy preguntando a él, quiero saber qué vieron –repitió Ezequiel.

      —Se metió en la villa. Si tenés huevos, seguilo –le recomendó con cierta malicia el chico al que se había dirigido en primer lugar.

      Ezequiel, sin dudarlo, ingresó por uno de los pocos accesos que tenía la villa, un pasillo angosto y zigzagueante y comenzó a internarse en ese peligroso laberinto, con el arma en la mano, llamando desesperadamente a Juan Ignacio. Mientras tanto, este seguía persiguiendo al Peruca. Finalmente, Juan Ignacio llegó a una zona de la villa más abierta y desolada. Aquí, las precarias casillas de chapa cedían su lugar a un terreno arbolado en el que se escuchaban menos las voces y los gritos de la gente y mucho más el solitario ladrido de los perros. Se detuvo, impaciente, y dirigió la vista en todas las direcciones. A escasos cincuenta metros, divisó una construcción de material que excedía el tamaño de las casillas. Supuso que el Peruca se habría escondido en ese lugar y hacia allí fue. Cuando llegó al galpón, Juan Ignacio dirigió una escudriñadora mirada al interior a través de los agujeros de una chapa que cubría parcialmente una abertura de la pared. El lugar estaba tenuemente iluminado por una lamparita. Con dificultad, pudo ver algunas cosas: vio puertas de autos bien apiladas, vio cajas y cajones de botellas, vio baúles de madera, vio el relampagueo de un bichito de luz y el audaz salto de un gato blanco. Un chasquido lo hizo desistir de continuar con la observación de ese depósito en el cual, no había duda, acumulaban parte de la mercadería que robaban.

      —Peruca, salí ya; en minutos esto va a estar lleno de policías –le ordenó Juan Ignacio.

      Esperó unos segundos con la máxima concentración. Los ojos, bien abiertos, parecía que se le iban a salir de las órbitas.

      —¡Ya están llegando refuerzos! ¡Lo mejor que podés hacer es salir con las manos en alto!

      Para sus adentros comenzó un lento conteo. Cuando llegó a tres, pateó la puerta e ingresó al oscuro galpón. Echó una rápida mirada al lugar. A pesar de la mala iluminación, pudo ver, con más claridad, las mismas cosas que había visto antes. Se dio cuenta de que el galpón era inmenso, mucho más grande de lo que a simple vista parecía y que se extendía en una dirección en la cual parte de la construcción quedaba cubierta por una densa y añosa arboleda. Unos objetos llamaron la atención de Juan Ignacio, unas finas cajas en las que pudo ver la imagen de Sergio Goycochea, arquero de la Selección Argentina de Fútbol y modelo oficial de la marca de calzoncillos Eyelit. La contemplación del cuerpo acaparó totalmente su atención hasta que sintió la presión del caño de un arma de grueso calibre sobre la sien derecha. Y la tibieza de un aliento en el que se mezclaban el olor del tabaco con el de la cerveza.

      —Deja tu arma en el suelo y evita tú un problema mayor.

      Juan Ignacio se inclinó apenas para dejar el arma en el suelo de tierra. El Peruca acentuó la presión sobre el cuerpo de Juan Ignacio y la de su pistola Bersa sobre la sien del joven y temeroso policía. Luego pateó el arma para alejarla lo más posible de su alcance. Juan Ignacio aprovechó esta mínima desconcentración para girar el cuerpo y lanzarle una certera patada, que hizo saltar por el aire la pistola Bersa del Peruca. Y este acto señaló el comienzo de una pelea a puño limpio. Juan Ignacio exhibía una técnica de escuela, aprendida con profesores y ensayada durante años en rutinas programadas que jamás había dejado de cumplir. El Peruca, en cambio, compensaba la falta de técnica y elegancia con una actitud aguerrida, adquirida en las pobres barriadas de su Lima natal.

      Varios golpes de Juan Ignacio habían dado en distintas partes del cuerpo del Peruca, pero era evidente que no le habían ocasionado ningún daño. Y el paso de los minutos se volvía en contra del policía, no solo por hallarse en un terreno adverso sino porque tenía un rival que no parecía dar cuenta de los impactos recibidos, que se permitía sonreír confiado, que lo invitaba a lanzar más trompadas, haciendo que Juan Ignacio fuera perdiendo la calma que necesitaba más que nunca. Después de esquivarle, arrogante, un par de débiles manotazos, el Peruca le conectó un tremendo uppercut que tiró al piso a Juan Ignacio, visiblemente vencido.

      —Ya perdiste policía, te gané el mano a mano más duro de tu vida.

      Juan Ignacio no toleró este insultante comentario y se abalanzó sobre el Peruca con todo el resto de fuerza que parecía quedarle. Pero el peruano le hizo una toma que lo arrojó sobre las cajas de cartón. Juan Ignacio se puso de pie enseguida, pero lo hizo con tanta fuerza y mala suerte que golpeó la cabeza con el filoso extremo de un largo tirante de madera. Esto lo hizo caer al piso, semiinconsciente. Un hilito de sangre comenzó a teñirle la rubia y espesa cabellera, a descender por el cuello, a correrle por la espalda. El Peruca se acercó al joven policía y se arrodilló a su lado. Lo primero que hizo fue tomar y colocarle las esposas. Acto seguido, sacó un pañuelo blanco del bolsillo trasero del pantalón y lo mantuvo presionado sobre la herida para detener la mínima hemorragia. Después se dirigió al fondo del galpón. Regresó con una botella de cerveza, tomando del pico, desesperado,