—¡Espectacular, esto estuvo fantástico, fue lo mejor que me pasó en la vida, Juan Ignacio! –le dijo Ezequiel cuando de su miembro salió la última gota de ese espeso y caliente semen que él había guardado para dárselo todo a Juan Ignacio.
—¡Me encantó, Ezequiel! ¡Sos una bestia, un animal en todo lo que hacés!
Ezequiel le decía a Juan Ignacio todo lo feliz que se sentía. No le confesó que esta era la primera relación sexual de su vida, que hacía varios años había hecho la sagrada promesa de no empezar con otro que no fuera Juan Ignacio. Una explosión de sinceridad hacía que se confesaran todo lo que uno había significado para el otro. Juan Ignacio no parecía dar crédito a algunas de las varias cosas que Ezequiel le refería. Se quedó mudo de asombro cuando le dijo que no habían sido pocas las ocasiones en las que él se había secado el cuerpo con la misma toalla que antes había utilizado Juan Ignacio. O como había apoyado los labios en la misma copa de la que había bebido Juan Ignacio. O como merodeaba por la cama vacía para sentir el aroma de las sábanas. O como se había hecho de algunos rubios cabellos que había recogido de la almohada. Juan Ignacio no se quedó atrás en este irrefrenable deseo por contarle a su colega sensaciones que jamás podrán tener dos hombres que pertenecen a la común y simple mayoría de los hombres. Algunas, Ezequiel ya las sabía, pero disfrutaba escucharlas de la propia boca de ese chico bien que había tenido casi todo lo que a él le había faltado. Le dijo todo lo seguro que se había sentido entre sus brazos el día que un calambre estuvo muy cerca de hacerlo perecer ahogado en el Delta del Tigre. Le confesó la tranquilidad que sentía a su lado. Le contó la íntima admiración que siempre le había tenido. No podían callarse. Se interrumpían todo el tiempo, arrastrados por el frenesí de no querer dejar nada en el tintero de la memoria. Y antes de caer rendidos en la cama, se besaron. Ezequiel parecía querer comerse los dos increíbles labios que tenía Juan Ignacio.
* * *
Al día siguiente, a pesar de todo lo que habían vivido en la villa con el Peruca, los muchachos volvieron a la diaria rutina del trabajo. Pasaron toda la mañana en la departamental. Una inesperada reunión con Iván y Ramiro se había prolongado demasiado y un posterior encuentro con dos efectivos de la División Narcóticos trasladaría recién a media tarde el inicio de su tradicional guardia cotidiana por las calles. Ezequiel tipeaba, nervioso, la parte final del informe correspondiente al día de ayer. Juan Ignacio lo esperaba en su escritorio. A pesar del calor, se había servido un café, que tomaba de a lentos sorbos. Luego, su compañero le alcanzó las dos hojas, las apoyó ruidosamente sobre el escritorio de Juan Ignacio.
—Es el informe de ayer, ponele el gancho –le ordenó Ezequiel.
Juan Ignacio comenzó a leer el informe, pero no habría llegado a completar la lectura de un renglón, cuando Ezequiel, de muy mala manera, se lo sacó de las manos.
—El gancho, papi, el gancho –le dijo, imperativo.
Juan Ignacio, después de permanecer un minuto sentado, se levantó y salió en dirección a la playa de estacionamiento con la intención de esperar a Ezequiel en el móvil. Se retiró dolido por la actitud de su compañero, más grave por no haber tenido en cuenta la presencia de los otros dos policías. Abandonó el despacho sin saludar a nadie y se dirigió a la playa de estacionamiento para abordar el auto que utilizaban desde que habían comenzado a trabajar juntos. Ingresó al coche y tomó asiento del lado del acompañante. A pesar de encontrarse estacionado en la sombra, los asientos ardían a causa de una temperatura que seguía sin bajar, en promedio, de los treinta y cinco grados. Juan Ignacio cerró los ojos. Necesitaría varios días para recobrar las fuerzas que había dejado en la villa Carlos Gardel. Y como de costumbre, cuando se encontraba solo, pensó en voz alta. No podía perdonarse el inmenso espacio que le había cedido a Ezequiel. No podía dar crédito a esa facilidad con la que se había puesto, como nunca, en las manos de su compañero. En cambio, con el Peruca, por lo menos, había luchado, había actuado en perfecto acuerdo para lo que se había preparado. Pero a Ezequiel se había entregado de una forma que ahora, en la intimidad del móvil, le hacía sentir vergüenza.
No más de media hora tardó Ezequiel en llegar a la playa de estacionamiento. Entró al auto con una amplia sonrisa, feliz por esta nueva etapa de su vida que ayer se había iniciado. Juan Ignacio ni lo miró, permaneció en su lugar, sin inmutarse. Ezequiel se puso los anteojos negros y le acaricio la pierna izquierda. Juan Ignacio le hizo saber que quería decirle algo. El conductor del auto tomó la avenida Gaona hacia Morón. Siguió por esta hasta que la segunda avenida del Oeste daba un pronunciado giro que la dividía en dos anchos carriles por los que iban y venían autos, camiones, colectivos. Cuando llegaron a la parrilla Don Goyo, dobló a la derecha y estacionó bajo la fresca protección de una arboleda, bien cubiertos de las miradas de posibles curiosos. Ezequiel quiso saber qué le pasaba. Juan Ignacio le reprochó la actitud que hacía unos minutos había tenido en el despacho de la departamental. Le dijo que estaba cansado de su prepotencia, de esos pésimos modales, de esas miradas tan llenas de mensajes que sonaban a advertencias, a sutiles amenazas. Ezequiel quiso interrumpirlo, pero Juan Ignacio no se lo permitió. Le exigió que lo escuchara, que le dejara expresar bien todo lo que quería decirle. Deliberada y sorprendentemente, omitió hacer referencia a lo que le había ocurrido ayer nomás en la villa Carlos Gardel. Al final, con un énfasis que no solía emplear en las breves conversaciones que mantenía con Ezequiel, le dijo que no podían trabajar juntos, que estaba decidido a hablar con Villafañe para pedirle un inmediato traslado a otra departamental o comisaría. Durante unos segundos solo se oyó el rumor de las hojas movidas por la brisa, el canto de los pájaros y el antiguo traqueteo del tren Sarmiento. Los ajustados uniformes de los dos policías volvían a estar empapados, bien adheridos a los hermosos cuerpos. Después de unos minutos, Ezequiel descendió del auto y desde afuera llamó a Juan Ignacio. No fue con ese tono imperativo que tanto le afectaba. Fue como el apagado tono que tienen los mendigos, como el postrero susurro de los moribundos. Y Juan Ignacio bajó del auto inmediatamente, más sorprendido que temeroso, y se paró frente a Ezequiel. Volvieron a mirarse, serios, como antes. Acto seguido, Ezequiel se sonrió con la más amplia sonrisa que tenía. Juan Ignacio no tardó en responder del mismo modo. Ninguno de los dos estaba actuando. Los dos sabían mejor que nadie que se gustaban, que se deseaban y que, a pesar de todo, se habían querido y se seguían queriendo. Y Ezequiel abrazó a Juan Ignacio con ese