El Peruca. Joel Singer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joel Singer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878705019
Скачать книгу
de mirada sombría, siempre amenazante, a veces inescrutable. Llevaba el cabello negro azabache cortado al rape como los colimbas. Los labios carnosos eran menos anchos que los africanos y rosados labios de Juan Ignacio. La camisa de mangas cortas, en parte desabotonada, dejaba ver un pecho cubierto de abundante y espeso vello negro y unos brazos musculosos surcados por gruesas venas azules. A diferencia de Juan Ignacio, la sonrisa le servía a Ezequiel para atenuar un poco la natural agresividad que tenía marcada en el rostro. Ezequiel, el morocho de Avellaneda, daba la sensación de ser un muchacho dotado de una fuerza superior. La solidez del cuerpo hablaba por sí misma: los bíceps marcados, las morenas manos velludas y la bella forma de las piernas que casi dejaba al descubierto el ceñido pantalón del uniforme.

      Juan Ignacio y Ezequiel habían egresado de la Escuela de Policía Juan Vucetich en el año 1989. En un principio, tuvieron diferentes destinos, pero en mayo de 1990 fueron transferidos a la Departamental de Ramos Mejía. Villafañe concluyó que serían una buena dupla para hacerse cargo de la guardia que dejaban vacante, para irse más arriba, el Negro Muñoz y Juan Sosa. Los dos tenían el mismo rango, pero por mérito y calificación las órdenes las daba Ezequiel. Villafañe les había dejado bien claro esto apenas comenzaron a trabajar con él.

      La relación en la escuela había estado especialmente signada por la competencia para ver quién de los dos se destacaba más, tanto en las disciplinas deportivas como en las teóricas. Esta actitud de los dos jóvenes muchachos, en un principio disimulada, pasó luego de un tiempo a ser un secreto a voces, a tal punto que eran los mismos compañeros quienes avivaban la llama de la pasión competitiva. Además, esta rivalidad no estaba despojada de cierta coloración clasista. Juan Ignacio, hijo de padres profesionales, educado en un hogar de clase media acomodada de Castelar, contrastaba con Ezequiel Fritzler, hijo de una madre ama de casa y de un obrero metalúrgico, residentes históricos del barrio de Avellaneda. En todo o en casi todo eran diferentes. Juan Ignacio, fanático de River Plate y de un equipo de rugby, el Hindú Club; Ezequiel, fiel a la historia familiar y a su barrio era un apasionado hincha de Racing que no soportaba la menor broma sobre el constante bajo rendimiento de su equipo. En el historial competitivo, Ezequiel Fritzler ostentaba un orgulloso invicto. El rudo moreno había superado a Juan Ignacio en las calificaciones de las materias teóricas y en todas las competencias deportivas. En este último plano se habían enfrentado diez veces en cuatro años, en realidad veinte, porque cada disputa tuvo su correspondiente y esperada revancha: boxeo, karate, lucha, natación, atletismo, esgrima, tiro al blanco, equitación, salto con garrocha y piragüismo. Y las veinte veces fue Ezequiel el justo vencedor de todos los combates. Por otro lado, al margen de las competencias propias del calendario académico, los dos jóvenes se tomaron a golpes en tres ocasiones. Y fue Juan Ignacio el que se llevó la peor parte en todas las peleas.

      Ezequiel Fritzler era quien más coincidencias tenía con el comisario Villafañe. Estaba de acuerdo con él en estimar como muy peligroso el creciente ingreso de inmigrantes y a no desvincularlo del tráfico de drogas. Las dos cosas eran, para ellos, parte de un todo inseparable. En cambio, Juan Ignacio, a pesar de pertenecer a una familia de clase media acomodada, no parecía darle a la cuestión la misma importancia que le daba su bravo colega.

      Y es por todo esto que llevamos dicho hasta ahora que, en su momento, Juan Ignacio recibió como un tremendo cachetazo la noticia de saber que iba a tener que compartir varias horas de guardia con su viejo verdugo de la escuela, pero finalmente se convenció de que mucho más grave sería no aceptar el nuevo destino que había decidido Villafañe. Entre los muchachos también abundaban las murmuraciones y los chismes estaban a la orden del día.

      En la Departamental de Ramos Mejía, Juan Ignacio y Ezequiel compartían un despacho amplio y luminoso con otros dos jóvenes policías en el segundo piso de un edificio muy moderno, una construcción que era parte de las grandes reformas infraestructurales que venía llevando adelante el gobernador Cipriano Calabró. Estos dos policías, Ramiro Toranzo e Iván Filipetto, formaban parte de la camada que también había egresado en 1989. Eran dos muchachos de veintitrés años con una notable capacidad de trabajo. Su función consistía en ser el complemento intelectual de Juan Ignacio y Ezequiel, quienes estaban la mayor parte del tiempo en la calle. La relación que mantenían estaba limitada, estrictamente, a lo laboral. Cada dos semanas tenían una reunión formal que podía extenderse varias horas. En esos encuentros analizaban toda la información que tuviera que ver con la banda del Peruca. Atendían otros asuntos, pero este tenía una comprensible preeminencia.

      Desde el momento en el que Iván y Ramiro se establecieron en la oficina, que durante un breve tiempo solo habían ocupado Juan Ignacio y Ezequiel, este último se encargó de dejarle en claro a su compañero que no quería ningún tipo de confianza con los que él designaba, peyorativamente, «policías de escritorio». Este recelo se fundaba en que su trabajo se realizaba siempre lejos del lugar de los hechos. En cambio, según su parecer, eran ellos los que todos los días ponían el cuerpo, los que, de buenas a primeras, podían perder la vida. «Nada de confianza con estos tipos», le dijo varias veces. «No quiero que pase nada entre nosotros por culpa de terceros», le advirtió Ezequiel en términos muy poco amistosos. Fueron estas palabras las que dieron lugar a una de las primeras disputas que tuvieron, apenas comenzaron a trabajar juntos, después de varios meses de no verse las caras.

      Un día de octubre de 1990, los cuatro policías discutieron por el tema que tanto le preocupaba a Villafañe. La polémica fue subiendo de temperatura hasta que Juan Ignacio tuvo que interponerse entre Ezequiel y Ramiro, quien solo trataba de explicarle que lo que estaba aconteciendo con el misterioso Peruca era algo que no podía acotarse a una cuestión policial porque esto, simplemente, excedía a la Policía. Las razones económicas y sociales, que estaban en la base de lo que provocaba este imparable oleaje inmigratorio, eran cuestiones que debían ser atendidas por las autoridades políticas. Para Ramiro, la Policía debía cumplir, sobre todo, tareas de inteligencia. Y luego tratar de incidir en las autoridades para que fueran estas quienes tomaran las decisiones políticas necesarias. Detenerse, solamente, en la faceta policial solo conduciría a la aparición de problemas cada vez más graves, porque la institución podría verse desbordada si las predicciones de Villafañe se cumplían. Además, las arcas de los narcotraficantes profundizarían la corrupción interna. A decir verdad, Ezequiel comprendía la bien razonada exposición de Ramiro. Es más, este era también el pensamiento de Juan Ignacio. Ya habían conversado sobre este tema y, en líneas generales, los dos antiguos rivales se habían puesto de acuerdo. Fue por eso por lo que, probablemente, la reacción de Ezequiel, desmedida a todas luces, tuviera la sola intención de probar si Juan Ignacio sería capaz de alinearse con los puntos de vista de Ramiro, el policía de escritorio. Y esta prueba le había dado el resultado que esperaba: Juan Ignacio permaneció todo el tiempo callado hasta que fue necesaria su mediación física para que los muchachos no se fueran a las manos. Al día siguiente, Ezequiel pidió perdón por su desmesurada reacción, las disculpas fueron aceptadas y todo volvió a la situación previa.

      Los dos muchachos llegaban a la Departamental de Ramos Mejía a las 9.30 o 10.00 horas. No tenían un horario muy rígido debido a la naturaleza de unas tareas que, la mayoría de las veces, los mantenían ocupados hasta altas horas de la noche. Ezequiel lo hacía en su Mini Cooper verde claro y Juan Ignacio en su impecable Kawasaki negra. No era raro que se encontraran en el vestuario donde se ponían el uniforme e intercambiaran algunas opiniones. Luego se dirigían a la oficina de Villafañe o a la amplia playa de estacionamiento para abordar el móvil 1990, patente ONN 537.

      A los pocos días de la discusión que habían tenido por el Peruca, este volvió a hacerse presente de alguna manera, a entrar en ese despacho donde la temperatura estaba siempre al rojo vivo. Ramiro e Iván miraban tres nuevos identikit que habían hecho del inhallable pandillero. Los dos jóvenes policías observaban en silencio los tres retratos, atrapados por cierto magnetismo, con la vista fija en esos dibujos que, a pesar de su falta de color, dejaban ver un rostro de ojos rasgados, de alguien presumiblemente moreno, con un lacio y largo pelo negro, finas cejas y una boca sensual. Un muchacho que más que un peligroso delincuente parecía el inmejorable dibujo de un artista. Estaban absortos, cruzando entre ellos brevísimas miradas, hasta que ingresaron, como de costumbre, Ezequiel y Juan Ignacio. Ellos se sumaron al minucioso examen de las tres imágenes. Juan Ignacio tomó una de ellas y, durante