Cuando nos hemos encontrado en esa situación es cuando hemos intentando volver a concentrarnos en la integridad personal. ¿Qué significa actuar con integridad? Para alguna gente la integridad sería, esencialmente, lo mismo que la honestidad. Otra gente lo ve como la consistencia en los actos o la coherencia entre conducta y creencias. Pero la raíz de la palabra integridad significa «totalidad». Concentrarse en la integridad significa, en nuestro caso, examinar en profundidad el momento presente: qué estoy haciendo en este momento concreto, ¿está en consonancia con mi yo más auténtico? Si me imagino mirando atrás dentro de diez años, ¿me gustaría la persona que vería?
Empatía
Antes de que hablemos de empatía, vale la pena repetir los dos axiomas en los que se basa la ética de este libro:
• Las personas que forman parte de una relación son más importantes que la relación.
• No trates a las personas como cosas.
Seguir un código ético que se basa en no tratar a las personas como si fueran cosas significa tratar a las personas como personas. Y eso significa practicar la empatía.
La palabra empatía se usa constantemente hoy día. Pero, ¿qué significa? Es fácil lanzarla como una reprimenda simplista o incluso en tono acusatorio, como al decir «yo tengo empatía y tú no». Si tu entorno social tiene algún contacto con círculos New Age, probablemente conoces a alguien a quien le gustan los campeonatos de «tengo más empatía que tú». De hecho, muchas de las ideas de este libro pueden usarse de esa manera. Por favor, no lo hagas.
La empatía no es –insistimos– algo que tú eres, ni algo que sientes, sino algo que pones en práctica. La empatía es ponernos en el lugar de la otra persona. Podemos escuchar lo que una persona está sintiendo, presenciar su dolor al mismo tiempo que la amamos tal como es. A veces debes hacer eso mismo contigo.
La empatía no es buena educación, ni siquiera algo similar a la bondad. ¡No es hacer buenas acciones por una persona mientras la juzgamos en voz baja! La empatía supone involucrarse por completo, y requiere vulnerabilizarse, que es la parte que lo hace más complicado. Tenemos que darnos el permiso para estar presentes como iguales junto a otra persona, reconociendo y aceptando su lado oscuro. Y eso nos obliga a aceptar, también, la oscuridad que hay en nuestro propio interior.
No tener límites no es lo mismo que tener empatía, ni tampoco lo es permitir que alguien nos arrolle o pasar por alto su mal comportamiento o el maltrato a otras personas. La empatía auténtica requiere unos límites sólidos, porque si permitimos que una persona se aproveche de nuestra situación, se hace muy duro ser auténticamente vulnerable con ella. La empatía requiere la voluntad de hacer a alguien responsable de lo que hace, al mismo tiempo que la aceptamos tal como es.
¿Cómo practicamos la empatía? La piedra angular de la empatía es simple, pero emocionalmente difícil de alcanzar. Significa, antes de nada, asumir la buena intención del prójimo. En otras palabras, buscando la interpretación más comprensiva de las motivaciones más profundas que puede tener alguien.
Hasta el día en que todo el mundo tengamos rubíes mágicos en la frente con los que leernos mutuamente nuestras mentes, siempre será peligroso presuponer las motivaciones de otra persona. Por eso necesitamos la empatía. Cuando alguien ha hecho algo que no nos gusta, o que nos hace daño, o no ha hecho lo que queríamos que hiciera, lo más fácil es presuponer que lo hace con las peores intenciones: «No le importa lo que necesito», «ignora mis sentimientos».
La empatía significa haber comprendido que las otras personas tienen sus propias necesidades, que pueden ser diferentes de las nuestras, y hacerles extensible la misma comprensión, la misma voluntad de valorar sus propias luchas, que querríamos que nos dieran. La ponemos en práctica cada vez que sentimos ese arrebato de enfado cuando alguien hace algo que no nos gusta, pero luego nos analizamos e intentamos ver, desde su punto de vista, la razón por la que se comportaron de esa manera. La ponemos en práctica cada vez que somos amables con otras personas en lugar de enfadarnos con ellas. Y la ponemos en práctica cuando nos tratamos personalmente con esa misma amabilidad: cada vez que aceptamos que tenemos defectos e imperfecciones pero que a pesar de ello somos buenas personas. La ponemos en práctica cada vez que reconocemos mutuamente nuestras fragilidades y errores.
Como personas poliamorosas, nos enfrentamos a la necesidad especialmente urgente de cultivar la empatía hacia las personas con quienes tenemos relaciones y demás miembros de nuestra comunidad. Pero quizá lo más importante es sentir esa empatía también hacia nuestro interior. Estamos aprendiendo una nueva manera de hacer las cosas. Estamos desarrollando nuevas habilidades que nadie nos ha enseñado antes y enfrentándonos a retos a los que mucha gente no se enfrenta nunca. Estamos intentando aprender cómo tratar bien no solo a una sola persona con quien tenemos una relación, sino a toda una red cuyo bienestar depende de lo que hagamos. Y eso es duro.
Es fácil autoinculparse por no ser una persona poliamorosa perfecta, especialmente cuando la comunidad poliamorosa muestra su mejor cara públicamente para ganar aceptación mayoritaria en la sociedad. Si sientes celos o inseguridad, o te resulta complicado manejar tus enfados, o no eres capaz de saber cómo comunicar claramente tus necesidades… es normal. No hace falta que seas una persona poliamorosa perfeccionista. No eres la primera persona que ha sentido esas cosas, ni mucho menos. Todo el mundo hemos pasado por ahí. Intenta tratarte de la misma manera que tratarías a alguien que te importa y que está teniendo el mismo problema que tú: con empatía y aceptación.
Revisa tus expectativas
El diccionario define expectativas como «una creencia centrada en el futuro; la creencia de que algo sucederá o debería suceder en el futuro». Eso no permite entrever la trampa que nos pueden tender nuestras expectativas: nos causan decepción cuando no se cumplen, y el miedo a esa decepción nos puede hacer ocultar nuestras expectativas; a veces incluso ante nuestros propios ojos.
Las expectativas se diferencian de emociones similares como la esperanza, las fantasías, los anhelos o los deseos. Si las tienes, puede que sientas decepción o incluso dolor si no llegan a cumplirse, pero creemos que eso no significa que sea malo tenerlas. Con las expectativas, en cambio, te puedes hacer un lío. La diferencia es que una expectativa implica cierta responsabilidad de la otra persona (o al menos de una entidad, como Dios, o el Destino o «el universo»). Quizá incluso implica cierta sensación de que se tiene derecho a algo. Por lo que, si no se cumple, además de la decepción, también puedes enfadarte o culpar a alguien.
Todo el mundo tenemos expectativas. La mayoría de las veces, nuestras expectativas son razonables y normales. Tenemos la expectativa de que cuando giramos el grifo, saldrá agua. A un nivel más básico, tenemos la expectativa de que las leyes que rigen nuestras interacciones con el mundo son estables e inmutables. Tenemos la expectativa de que el agua sea húmeda, que el fuego sea caliente, que la gravedad haga que las cosas caigan. Nuestras expectativas son, en parte, la base de nuestra percepción del mundo. Nos aportan una sensación de estabilidad y predictibilidad; si no tuviéramos ninguna expectativa, la vida se volvería prácticamente imposible.
Las cosas se hacen más complicadas cuando hablamos de las expectativas respecto a otras personas. Las personas son autónomas, con sus propias motivaciones y prioridades. Podemos tener expectativas respecto a otra gente: esperamos que nuestras amistades no incendien nuestra casa o roben nuestro gato cuando nos visitan; pero nuestras expectativas siempre van a verse complicadas por el hecho