El poder del estilo de Shakespeare reside efectivamente en su aptitud para expresar todas las cambiantes tonalidades de la realidad. Su poesía sirve igualmente para lo vulgar y lo magnífico, para la verdad desnuda de las pasiones o el mundo invisible de los silfos y las hadas. La reina Mab y Otelo, Julieta y Falstaff, Puck y Lear, pueden hablar con su voz. Cada personaje tiene su lengua, pero hay una gracia y una energía, una elocuencia y una vibración multicolor en las imágenes que es siempre de Shakespeare. Éste, además, es especialista en otros mundos ajenos al terrestre. Magia, mitología, hechizo, encuentran en su palabra la expresión adecuada. Sabe el secreto de las hadas, el idioma de los espectros, las artes de las brujas, la forma de los fantasmas.
El interés, en la tragedia shakesperiana, surge de una urdimbre delicada, compleja, y no sólo del conflicto de los caracteres. Acción, conjuntos, símbolos, fuerzas imprecisables componen la sugestión emocional. El abstraer elementos aislados únicamente puede justificarse por comodidad didáctica; la disección torna ridículo cualquier aspecto parcial. La trama externa es a veces secundaria. El todo, la construcción única, particular, de orden artístico, es lo que nunca debe perderse de vista para la íntima, cabal apreciación de su maestría. Toda simplificación que la reduzca a caracteres, argumento o cualquier otro factor; toda respuesta parcial, empobrece nuestra comprensión.
Importa también recordar que la fábula escénica está expresada en un lenguaje. El autor ha utilizado métodos, materiales, recursos limitados, pero el poeta ha suscitado con sus recursos la ilusión que vivifica a la anécdota. Las limitaciones del teatro de entonces hacían —¿para mal?, ¿para bien?— que el dramaturgo sólo dispusiese, además del movimiento y el ademán, de la palabra como poder de sugestión mágica ante el público. Shakespeare empleó la prosa y el verso —que guardan en su estilo una sutil interconexión— como el esencial elemento creador.
Sus dramas deben ser apreciados como poesía. Es imposible llegar al disfrute profundo de Shakespeare sin ahondar en el ritmo y la calidad de su verso, en la fuerza intelectual y emocional de sus asociaciones. Sus palabras tienen agudas raíces que se ahondan en la carne de sus personajes, o son aéreas y coloridas como ramaje gallardo. El hechizo de la lengua fue su gran secreto, el que infundió vitalidad y frescura al mundo de sus obras. Copiosa o flexible, melodiosa o áspera, siempre tiene un encanto exclusivo, un lirismo intransferible, en el que armonizan la sutileza y el brío. El misterio de su lengua es intangible, irrevelado; puede comprendérselo y disfrutarlo, pero jamás reducirlo a esquemas, fórmulas o estadísticas como se ha pretendido en estudios ingenuos o fútiles. El lenguaje poético de Shakespeare ha sido el gran conservador de su obra. A veces confluye con la música o con la plástica, en esa zona de penumbra donde todas las artes se vinculan.
Shakespeare no legó, como otros autores, una profesión de fe artística ni un compendio de sus ideas literarias. Pueden, sin embargo, espigarse algunas preciosas referencias de este orden, entre las cuales es fundamental el discurso de Hamlet a los actores,1 evidente transposición de las ideas de Shakespeare. Hamlet les aconseja allí que ajusten la acción a la palabra y la palabra a la acción, todo ello sin violentar la sencillez de la naturaleza. Tal advertencia aclara hasta qué punto procuraba Shakespeare hacer de la lengua un instrumento ceñido al desarrollo teatral, que no debía llegar a oscurecerlo, y de la acción un conjunto de hechos que no sacrificaran las sugestiones de orden verbal. Precisa también en el mismo parlamento, con mayor detalle, el objeto del arte dramático. “Desde que se inició —le hace decir a Hamlet— hasta hoy, fue y es como si dijéramos, presentar fiel espejo de la naturaleza, mostrar a la virtud su verdadero semblante, al vicio su imagen propia, y ser fiel trasunto de la distinta faz y costumbres de cada época.” Esta afirmación descubre la raíz a la vez ética y realista que alimentaba a su arte, pero es insuficiente, por su misma generalidad, para caracterizar el teatro de Shakespeare.
Resultan pintorescas las lamentaciones de ciertos críticos y pedagogos porque Shakespeare no alargara las observaciones de Hamlet sobre la escena, ni dejase prólogos aclaratorios o, por lo menos, compusiera algún Arte poética en que ejercitar su fruición analítica... Sólo la inocente deformación profesional puede explicar esas protestas que revelan, en el fondo, un desconocimiento de lo que es rasgo sustantivo del arte de Shakespeare: su falta de sistema. Esto no importa admitir la imposibilidad de iluminar algunos rasgos genéricos, sino afirmar que éstos surgen del estudio de sus obras, y no del esfuerzo del autor por encauzar sus creaciones dentro de líneas prefijadas.
Hay en la estructura y en la esencia de las obras de Shakespeare puntos en común, que conviene subrayar. Un héroe ocupa el centro de los acontecimientos como en la tragedia antigua. Su acción o su problema son los que dan aliento a los sucesos. Por eso las piezas se llaman con sus nombres: Hamlet, Otelo, Rey Lear, Macbeth. Sólo que ellos no siempre permanecen señeros en su grandeza, pues suelen tener personajes de su misma talla: Yago en Otelo, Gloucester en Rey Lear, y aun heroínas de dramático encanto como Ofelia, Desdémona o Cordelia. En dos de sus tragedias: Romeo y Julieta, Antonio y Cleopatra, las mujeres se elevan al mismo plano y hasta superan el papel del héroe.
Son éstos seres excepcionales, de alta condición, cuya magnificencia y grandeza pueden concebirse en duro contraste con la adversidad. Lear es rey, Hamlet príncipe, Romeo y Julieta pertenecen a casas ilustres, Otelo es general de la República. Pero no sólo están sobre el nivel común por su jerarquía externa; son seres de impulsos intensos, de vitalidad henchida, que permite a veces identificarlos con intereses, pasiones y estados de alma. Están sometidos a vibrantes conflictos íntimos, y, aun en los extremos de más sórdida villanía, los distingue una impronta de grandeza.
El relieve de los protagonistas no borra en el conjunto plástico a los caracteres menores. Quien comienza a penetrar en el arte de Shakespeare queda pasmado por la riqueza de los personajes secundarios. A veces están recortados, fugitivos, en escorzo, pero nunca aparecen porque sí; no se despersonalizan como en el coro de la tragedia antigua ni se reducen a meros recursos mecánicos para salvar las exigencias del movimiento escénico. Igual que en la humanidad, cumplen una misión, por pequeña que sea. El hado los ha puesto para intervenir en sus designios, y Shakespeare no puede prescindir de ellos. En algunas obras las dramatis personae son numerosísimas, mas no se desvitalizan; acompañan u opugnan la marcha del héroe a través de los infortunios que irrefragablemente lo arrastran a la desdicha y a la muerte.
Grandes y pequeños, sin embargo, se enfrentan a una fuerza ciega, inescrutable y caprichosa. La fortuna es el personaje invisible de la tragedia shakespeariana, sólo que su desmesurada omnipotencia se entrelaza sutilmente con el conflicto de los caracteres. El destino no puede ser contradicho por el hombre. A veces se confunde con lo accidental —si Julieta hubiera despertado unos segundos antes, no hubiese habido tragedia—, y otras se encarna en el fantasma del anciano Hamlet o en los brujos infernales que llevan al crimen a Macbeth.
Shakespeare ha reducido el poder del sino o lo ha amalgamado al carácter de sus personajes: ellos tienen albedrío, responsabilidad. Todas sus tragedias son el relato de un desastre, producido por la venganza, los celos, la ambición, la envidia o los mandatos ciegos del instinto, en pugna con los impulsos de bien y abnegación. Es un desborde de conflictos: del hombre en su conciencia, del hombre y los demás, y del hombre contra la naturaleza, como en la patética escena de la tormenta en El rey Lear. Aislados o en grupos antagónicos, encarnan pasiones, ideas, tendencias y hasta realidades más vastas. Edith Sitwell, por ejemplo, los identifica con los elementos naturales: Romeo y Julieta simbolizan el aire; Hamlet representa el agua; Lear, el fuego, y todos ellos, la tierra que los nutre y los acoge en sus entrañas.