Luis quedó muy satisfecho de oirse llamar valiente por persona de tanta autoridad. El respeto que sentía no le permitió dar las gracias; pero algo iba á decir, cuando el Señor, moviendo con insinuación de castigo la mano aquella cuajada de sortijas, le dijo severamente: «Pero, hijo mío, si por ese lado estoy contento de ti, por otro me veo en el caso de reprenderte. Hoy no te has sabido la lección. Ni por casualidad acertaste una sola vez. Bien claro se vió que no habías abierto un libro en todo el santo día... (Luisín, acongojadísimo, mueve los labios queriendo disculparse.) Ya, ya sé lo que me vas á decir. Estuviste hasta muy tarde repartiendo cartas; volviste á casa de noche. Pero luego pudiste leer algo; no me vengas con enredos. Y esta mañana, ¿por qué no echaste un vistazo á la lección de Geografía? ¡Cuidado con los desatinos que has dicho hoy! ¿De dónde sacas tú que Francia está limitada al Norte por el Danubio y que el Po pasa por Pau? ¡Vaya unas barbaridades! ¿Te parece á ti que he hecho yo el mundo para que tú y otros mocosos como tú me lo estéis deshaciendo á cada paso?»
Enmudeció la augusta persona, quedándose con los ojos fijos en Cadalso, al cual un color se le iba y otro se le venía, y estaba silencioso, agobiado, sin poder mirar ni dejar de mirar á su interlocutor.
«Es preciso que te hagas cargo de las cosas—añadió por fin el Padre, accionando con la mano cuajada de sortijas.—¿Cómo quieres que yo coloque á tu abuelo si tú no estudias? Ya ves cuán abatido está el pobre señor, esperando como pan bendito su credencial. Se le puede ahogar con un cabello. Pues tú tienes la culpa, porque si estudiaras...»
Al oir esto, la congoja de Cadalsito fué tan grande, que creyó le apretaban la garganta con una soga y le estaban dando garrote. Quiso exhalar un suspiro y no pudo.
«Tú no eres tonto y comprenderás esto—agregó Dios.—Ponte tú en mi lugar; ponte tú en mi lugar, y verás que tengo razón».
Luis meditó sobre aquéllo. Su razón hubo de admitir el argumento creyéndolo de una lógica irrebatible. Era claro como el agua: mientras él no estudiase, ¡contro! ¿cómo habían de colocar á su abuelo? Parecióle esto la verdad misma, y las lágrimas se le saltaron. Intentó hablar, quizás prometer solemnemente que estudiaría, que trabajaría como una fiera, cuando se sintió cogido por el pescuezo.
—Hijo mío—le dijo Paca sacudiéndole,—no te duermas aquí, que te vas á enfriar.
Luis la miró aturdido, y en su retina se confundieron un momento las líneas de la visión con las del mundo real. Pronto se aclararon las imágenes, aunque no las ideas; vió el cuartel del Conde-Duque, y oyó el uno, dos, tres, cuatro, como si saliese de debajo de tierra. La visión, no obstante, permanecía estampada en su alma de una manera indeleble. No podía dudar de ella, recordando la mano ensortijada, la voz inefable del Padre y Autor de todas las cosas. Paca le hizo levantar y le llevó consigo. Después, quitándole del bolsillo los cacahuets que antes le diera, díjole: «No comas mucho de esto, que se te ensucia el estómago. Yo te los guardaré. Vámonos ya, que principia á caer relente...» Pero él tenía ganas de seguir durmiendo; su cerebro estaba embotado, como si acabase de pasar por un acceso de embriaguez; le temblaban las piernas, y sentía frío intensísimo en la espalda. Andando hacia su casa, le entraron dudas respecto á la autenticidad y naturaleza divina de la aparición. «¿Será Dios ó no será Dios?—pensaba.—Parece que es, porque lo sabe todito... Parece que no es, porque no tiene ángeles».
De vuelta del paseo, hizo compañía á sus buenos amigos. Mendizábal, concluída su tarea, y después de recoger los papeles y de limpiar las diligentes plumas, se dispuso á alumbrar la escalera. Paca limpió los cristales del farol, encendiendo dentro de él la lamparilla de petróleo. El secretario del público lo cogió entonces, y con ademán tan solemne como si alumbrara al Viático, fué á colgarlo en su sitio, entre el primero y segundo piso. En esto subía Villaamil, y se detuvo, como de costumbre, para echar un párrafo con el memorialista.
—Sea enhorabuena, D. Ramón—le dijo éste.
—Calle usted, hombre...—replicó Villaamil, afectando el humor que suele acompañar á un terrible dolor de muelas.—Si todavía no hay nada, ni lo habrá...
—¡Ah! pues yo creí.. Es que son muy perros, D. Ramón. ¡Vaya unos birrias de Ministros! Lo que yo le digo á usted: mientras no venga la escoba grande...
—¡Oh! amigo mío—exclamó Villaamil con cierto aire de templanza gubernamental,—ya sabe usted que no me gustan exageraciones. Sus ideas son distintas de las mías... ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Más religión? Pues venga religión, venga; pero no osbcurantismo... Desengañémonos. Aquí lo que hace falta es administración, moralidad...
—Ahí duele, ahí duele (con expresión de triunfo). Precisamente lo que no habrá mientras no haya fe. Lo primero es la fe, ¿sí ó no?
—Corriente; pero... No, amigo Mendizábal; no exageremos.
—Y las sociedades que la pierden (en tono triunfal), corren derechitas, como quien dice, al abismo...
—Todo eso está muy bien; pero... Haya moralidad, moralidad; que el que la hace la pague, y allá los curas se entiendan con las conciencias. No me cambalache los poderes, amigo Mendizábal.
—No, si yo no cambalacho nada... En fin, usted lo verá (bajando un escalón mientras Villaamil subía otro). Ínterin domine el libre pensamiento, espere usted sentado. Como que no hay justicia ni nadie se acuerda del mérito. Buenas noches.
Desapareció por la escalera abajo aquel hombre feísimo, de semblante extraño, por tener los ojos tan poco separados que parecían juntarse y ser uno solo cuando fijamente miraban. La nariz le salía de la frente, y después bajaba chafada y recta, esparranclando sus dos ventanillas en el nacimiento del labio superior, dilatado, tirante y tan extenso en todas direcciones que ocupaba casi la mitad del rostro. La boca era larga, terminada en dos arrugas que dividían la barba en tres compartimientos flácidos, de pelambre ralo y gris; la frente estrecha, las manos enormes y velludas, el cogote recio, el cuerpo corto, inclinado hacia adelante, como resabio de una raza que hasta hace poco ha andado á cuatro pies. Al descender la escalera, parecía que la bajaba con las manos, agarrándose al barandal. Con esta filiación de gorilla, Mendizábal era un buen hombre, sin más tacha que su furiosa inquina contra el libre pensamiento. Había sido traficante en piedras de chispa durante la primera guerra civil, espía faccioso y cocinero del padre Cirilo. «¡Ah!—mil veces lo decía él,—¡si yo escribiera mi historia!» Último detalle biográfico: le compuso una rueda á la célebre tartana de San Carlos de la Rápita.
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