Las tres Miaus estuvieron aquella tarde muy animadas. Tenían el don felicísimo de vivir siempre en la hora presente y de no pensar en el día de mañana. Es una hechura espiritual como otra cualquiera, y una filosofía práctica que, por más que digan, no ha caído en descrédito, aunque se ha despotricado mucho contra ella. Pura y Milagros estaban en la cocina, preparando la comida, que debía ser buena, copiosa y dispuesta con todos los sacramentos, como desquite de los estómagos desconsolados. Sin cesar en el trabajo, la una espumando pucheros ó disponiendo un frito, la otra machacando en el almirez al ritmo de un andante con esprezione ó de un allegro con brío, charlaban sobre la probable ó más bien segura colocación del jefe de la familia. Pura habló de pagar todas las deudas, y de traer á casa los diversos objetos útiles que andaban por esos mundos de Dios en los cautiverios de la usura.
Abelarda estaba en el comedor con su caja de costura delante, arreglando sobre el maniquí un vestidillo color de pasa. No llamaba la atención por bonita ni por fea, y en un certamen de caras insignificantes se habría llevado el premio de honor. El cutis era malo, los ojos obscuros, el conjunto bastante parecido á su madre y tía, formando con ellas cierta armonía, de la cual se derivaba el mote que les pusieron. Quiero decir que si, considerada aisladamente, la similitud del cariz de la joven con el morro de un gato no era muy marcada, al juntarse con las otras dos parecía tomar de ellas ciertos rasgos fisiognómicos, que venían á ser como un sello de raza ó familia, y entonces resultaban en el grupo las tres bocas chiquitas y relamidas, la unión entre el pico de la nariz y la boca por una raya indefinible, los ojos redondos y vivos, y la efusión característica del cabello, que era como si las tres hubieran estado rodando por el suelo en persecución de una bola de papel ó de un ovillo.
Aquella tarde todo fué dichas, porque entraron visitas, lo que á Pura agradaba mucho. Dejó rápidamente los menesteres culinarios para echarse una bata y componerse el pelo, y entró satisfecha en la sala. Eran los visitantes Federico Ruiz y su esposa Pepita Ballester. El insigne pensador estaba también sin empleo, pasando una crujía espantosa, de la cual había más señales en su ropa que en la de su mujer; pero llevaba con tranquilidad su cesantía, mejor dicho, tan optimista era su temperamento, que la llevaba hasta con cierto gozo. Siempre era el mismo hombre, el métome-en-todo infatigable, fraguando planes de bullanguería literaria y científica, premeditando veladas ó centenarios de celebridades, discurriendo algún género de ocupación que á ningún nacido se le hubiera pasado por el magín. Aquel bendito hacía pensar que hay una Milicia Nacional en las letras.
Escribía artículos sobre lo que debe hacerse para que prospere la Agricultura, sobre las ventajas de la cremación de los cadáveres, ó bien reseñando puntualmente lo que pasó en la Edad de Piedra, que es, como si dijéramos, hablar de ayer por la mañana. Su situación económica era bastante precaria, pues vivía de la pluma. De higos á brevas lograba que en Fomento le tomasen cierto número de ejemplares de ediciones viejas y de libros tan maulas como el Comunismo ante la razón, ó el Servicio de incendios en todas las naciones de Europa, ó la Reseña pintoresca de los Castillos. Pero tenía en su alma caudal tan pingüe de consuelo, que no necesitaba la resignación cristiana para conformarse con su desdicha. El estar satisfecho venía á ser en él una cuestión de amor propio, y por no dar su brazo á torcer se encariñaba, á fuerza de imaginación, con la idea de la pobreza, llegando hasta el absurdo de pensar que la mayor delicia del mundo es no tener un real ni de dónde sacarlo. Buscarse la vida, salir por la mañana discurriendo á qué editor de revista enferma ó periódico moribundo llevar el artículo hecho la noche anterior, constituía una serie de emociones que no pueden saborear los ricos. Trabajaba como un negro, eso sí, y el Tostado era un niño de teta al lado de él, en el correr de la pluma. Verdaderamente, ganarse así el cocido tenía mucho de placer, casi de voluptuosidad. Y el cocido no le había faltado nunca. Su mujer era una alhaja y le ayudaba á sortear aquella situación. Pero la eficaz Providencia suya era su carácter, aquella predisposición optimista, aquel procedimiento ideal para convertir los males en bienes y la escasez adusta en risueña abundancia. Habiendo conformidad no hay penas. La pobreza es el principio de la sabiduría, y no ha de buscarse la felicidad en las clases privilegiadas. El pensador recordaba la comedia de Eguílaz, en la cual el protagonista, para ponderar lo divertido que es ser pobre, dice con mucho calor:
Yo tenía cinco duros
el día que me casé.
Y recordaba también que la cazuela se venía abajo con el estruendo de los aplausos y las patadas de entusiasmo, prueba de lo popular que es en esta raza la escasez de dinero. También Ruiz había hecho en sus tiempos una comedia en que se probaba que para ser honrado y justo es indispensable andar con los codos de fuera, y que todos los ricos acaban siempre malamente. Por supuesto, á pesar de esta idealidad con que sabía dorar el cobre de su crisis económica, pasando la calderilla por oro, Ruiz no cedía en sus pretensiones de ser nuevamente colocado. No dejaba vivir al Ministro de Fomento, y las Direcciones de Instrucción pública y de Agricultura se echaban á temblar en cuanto él traspasaba la mampara. Á falta de empleo, pretendía una comisioncita para estudiar cualquier cosa; lo mismo le daba la Legislación de propiedad literaria en todos los países, que los Depósitos de sementales en España.
VIII
En la visita se habló primero de la ópera, á la que Ruiz iba con frecuencia, lo mismo que las Miaus, con entradas de alabarda. Después recayó la conversación en el tema de destinos. «A D. Ramón—dijo Ruiz—no le harán esperar ya mucho».
—Va en la combinación que se hará estos días—dijo Pura radiante.—Y no ha ido ya, porque Ramón no quiso aceptar plaza fuera de Madrid. El Ministro tenía gran empeño en mandarle á una provincia, donde hacen falta hombres como mi esposo. Pero Ramón no está ya para viajes. Yo, si he de decir verdad, deseo que le coloquen porque esté ocupado; nada más que porque esté ocupado. No puede usted figurarse, Federico, lo mal que le sienta á mi marido la ociosidad... vamos, que no vive. ¡Ya se ve, acostumbrado á trabajar desde mozo!... Y que le conviene también colocarse para los derechos pasivos. Figúrese usted, á Ramón no le faltan más que dos meses para poderse jubilar con los cuatro quintos. Si no fuera por esto, mejor se estaría en su casa. Yo lo digo: «No te apures, hijo, que, gracias á Dios, para vivir modestamente no nos falta»; pero él no se conforma, le gusta el calor de la oficina, y hasta el cigarro no le sabe si no se lo fuma entre dos expedientes.
—Lo creo... ¡Qué santo varón! ¿Y cómo está de salud?
—Delicadillo del estómago. Todos los días tengo que inventar algo nuevo para sostenerle el apetito. Mi hermana y yo nos dedicamos ahora á la cocina, por entretenimiento, y por vernos libres de criadas, que son una calamidad. Le hacemos cada día un platito distinto... caprichos y frioleras suculentas. Á veces tengo que irme á la plazuela del Carmen en busca de cosas que no se encuentran en los Mostenses.
—Pues vea usted—dijo la señora de Ruiz,—ese es un trabajo que yo no conozco, porque éste tiene un estómago que no se lo merece, y un apetito tan famoso, que no se necesitan melindres para sostenérselo.
—Gracias á Dios—indicó el publicista con jovialidad.—De ahí viene esta buena pasta mía y la confianza que tengo en mi suerte. Créame usted, doña Pura, no hay nada que valga lo que un buen estómago. Aquí me tiene usted tan conforme siempre: si me colocan, bien; si no, dos cuartos de lo mismo. Hablando con verdad, no me gusta ser empleado, y preferiría lo que me ofreció ayer el Ministro: una comisión para estudiar los Montes de Piedad de Alemania. Es cuestión muy importante.
—Ya