De un cuartucho obscuro que en el pasillo interior había, salió Abelarda restregándose los ojos, desgreñada, arrastrando la cola sucia de una bata mayor que ella, la cual fué usada por su madre en tiempos más felices, y se dirigió también á la cocina, á punto que salía de ella Villaamil para ir á despertar y vestir al nieto. Abelarda preguntó á su tía si venía el panadero, á lo que Milagros no supo qué responder, por no poder ella formar juicio acerca de problema tan grave sin oir antes á su hermana. «Haz que tu madre se levante pronto—le dijo consternada,—á ver qué determina».
Poco después de esto, oyóse fuerte carraspeo allá en la alcoba de la sala, donde Pura dormía. Por la puertecilla que dicha alcoba tenía al recibimiento, frente al despacho, apareció la señora de la casa, radiante de displicencia, embutido el cuerpo en una americana vieja de Villaamil, el pelo en sortijillas, el hocico amoratado del agua fría con que acababa de lavarse, una toquilla rota cruzada sobre el pecho, en los pies voluminosas zapatillas. «Qué, ¿no os podéis desenvolver sin mí? Estáis las dos atontadas. Pues no es para tanto. ¿Habéis hecho el chocolate del niño?» Milagros salió de la cocina con la jícara, mientras Abelarda sentaba al pequeñuelo y le colgaba del pescuezo la servilleta. Villaamil fué á su despacho, y a poco salió con el tintero en la mano, diciendo: «No hay tinta, y hoy tengo que escribir más de cuarenta cartas. Mira, Luisín, en cuanto acabes, te vas abajo y le dices al amigo Mendizábal que me haga el favor de un poquito de tinta».
—Yo iré—dijo Abelarda cogiendo el tintero y bajando en la misma facha en que estaba.
Las dos hermanas, en tanto, cuchicheaban en la cocina. ¿Sobre qué? Es presumible que fuera sobre la imposibilidad de dar de comer á la familia con un huevo, pan duro y algunos restos de carne que no bastaban para el gato. Pura fruncía las cejas y hacía con los labios un mohín muy extraño, juntándolo con la nariz, que parecía alargarse. La pudorosa Ofelia repetía este signo de perplejidad, resultando las dos tan semejantes, que parecían una misma. De sus meditaciones las distrajo Villaamil, el cual apareció en la cocina diciendo que tenía que ir al Ministerio y necesitaba una camisa limpia. «¡Todo sea por Dios!—exclamó Pura con desaliento.—La única camisa lavada está en tan mal estado, que necesita un recorrido general». Pero Abelarda se comprometió á tenerla lista para el mediodía, y además planchada, siempre que hubiera lumbre. También hizo don Ramón á su hija sentidas observaciones sobre ciertos flecos y desgarraduras que ostentaba la solapa de su gabán, rogándola que pasara por allí sus hábiles agujas. La joven le tranquilizó, y el buen hombre metióse en su despacho. El conciliábulo que las Miaus tenían en la cocina terminó con un repentino sobresalto de Pura, que corrió á su alcoba para vestirse y largarse á la calle. Había estallado una idea inmensa en aquel cerebro cargado de pólvora, como si en él penetrase una chispa del fulminante que de los ojos brotara. «Enciende bien la lumbre y pon agua en los pucheros», dijo á su hermana al salir, y se escabulló fuera con diligencia y velocidad de ardilla. Al ver esta determinación, Abelarda y Milagros, que conocían bien á la directora de la familia, se tranquilizaron respecto al problema de subsistencias de aquel día, y se pusieron á cantar, la una en la cocina, la otra desde su cuarto, el dúo de Norma: in mia mano al fin tu sei.
VII
Á eso de las once entró doña Pura bastante sofocada, seguida de un muchacho recadista de la plazuela de los Mostenses, el cual venía echando los bofes con el peso de una cesta llena de víveres. Milagros, que á la puerta salió, hízose multitud de cruces de hombro á hombro y de la frente á la cintura. Había visto á su hermana salir avante en ocasiones muy difíciles, con su enérgica iniciativa; pero el golpe maestro de aquella mañana le parecía superior á cuanto de mujer tan dispuesta se podía esperar. Examinando rápidamente el cesto, vió diferentes especies de comestibles, vegetales y animales, todo muy bueno, y más adecuado á la mesa de un Director general que á la de un mísero pretendiente. Pero doña Pura las hacía así. Las bromas, ó pesadas ó no darlas. Para mayor asombro, Milagros vió en manos de su hermana el portamonedas, casi reventando de puro lleno.
—Hija—le dijo la señora de la casa, secreteándose con ella en el recibimiento, después que despidió al mandadero,—no he tenido más remedio que dirigirme á Carolina Lantigua, la de Pez. He pasado una vergüenza horrible. Hube de cerrar los ojos y lanzarme, como quien se tira al agua. ¡Ay, qué trago! Le pinté nuestra situación de una manera tal, que la hice llorar. Es muy buena. Me dió diez duros, que prometí devolverle pronto; y lo haré, sí, lo haré; porque de esta hecha le colocan. Es imposible que dejen de meterle en la combinación. Yo tengo ahora una confianza absoluta... En fin, lleva esto para dentro. Voy allá en seguida. ¿Está el agua cociendo?
Entró en el despacho para decir á su marido que por aquel día estaba salvada la tremenda crisis, sin añadir cómo ni cómo no. Algo debieron hablar también de las probabilidades de colocación, pues se oyó desde fuera la voz iracunda de Villaamil gritando: «No me vengas á mí con optimismos de engañifa. Te digo y te redigo que no entraré en la combinación. No tengo ninguna esperanza, pero ninguna, me lo puedes creer. Tú, con esas ilusiones tontas y esa manía de verlo todo color de rosa, me haces un daño horrible, porque viene luego el trancazo de la realidad, y todo se vuelve negro». Tan empapado estaba el santo varón en sus cavilaciones pesimistas, que cuando le llamaron al comedor y le pusieron delante un lucido almuerzo, no se le ocurrió inquirir, ni siquiera considerar, de dónde habían salido abundancias tan desconformes con su situación económica. Después de almorzar rápidamente, se vistió para salir. Abelarda le había zurcido las solapas del gabán con increíble perfección, imitando la urdimbre del tejido desgarrado; y dándole en el cuello una soba de bencina, la pieza quedó como si la hubieran rejuvenecido cinco años. Antes de salir, encargó á Luis la distribución de las cartas que escrito había, indicándole un plan topográfico para hacer el reparto con método y en el menor tiempo posible. No le podían dar al chico faena más de su gusto, porque con ella se le relevaba de asistir á la escuela, y se estaría toda la santísima tarde como un caballero, paseando con su amigo Canelo. Era éste muy listo para conocer dónde había buen trato. Al cuarto segundo subía pocas veces, sin duda por no serle simpática la pobreza que allí reinaba comúnmente; pero con finísimo instinto se enteraba de los extraordinarios de la casa, tanto más espléndidos cuanto mayor era la escasez de los días normales. Estuviera el can de centinela en la portería ó en el interior de la casa, ó bien durmiendo bajo la mesa del memorialista, no se le escapaba el