Pero el destino, en forma del padre Nasmyth, se interpuso entre Miss Temple y yo. La vi, por última vez, a raíz de la boda, subir, con su ropa de viaje, a la silla de Posta que se la llevaba, y luego contemplé el vehículo subir la colina y desaparecer entre los árboles. Me retiré a mi alcoba y pasé a solas casi todo el resto del día que, en atención a lo excepcional del caso, se consideraba semi festivo.
Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que sólo me hallaba triste por la pérdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la rodeaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contacto con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emociones. Hasta entonces, mi mundo había estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñía a la de sus reglas y sistemas. Más ahora recordaba que había otro mundo, y en él un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros.
Abrí la ventana y miré al exterior. Los dos cuerpos del edificio, el jardín, las colinas que lo dominaban... Mis ojos contemplaron las cumbres azules; aquellas alturas cubiertas de rocas y matorrales eran como los límites de un presidio, de un destierro... Imaginé la blanca carretera que, bordeando el flanco de una montaña, se desvanecía entre otras dos, en un desfiladero, y evoqué la lejana época en que yo siguiera aquel camino. Recordé el descenso entre las montañas: parecía que hubiera transcurrido un siglo desde que llegara a Lowood para no volver a salir de él. Mis vacaciones habían transcurrido siempre en el colegio. Mi tía no me llamó nunca a Gateshead, ni ella ni sus hijos me visitaron jamás.
Yo no me comunicaba para nada con el mundo exterior. Reglas escolares, deberes escolares, costumbres escolares, voces, rostros, tipos, preferencias y antipatías dentro de la escuela: tal era lo que yo conocía del mundo. Y ahora sentía que esto no me bastaba, que estaba fatigada de la ruina de aquellos ocho años.
Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusión, reconociendo lo difícil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al menos, si había de continuar en servidumbre, me concediese una servidumbre distinta.
En aquel momento, la campana llamó a cenar y yo descendí las escaleras.
No pude reanudar el hilo de mis pensamientos hasta la hora de acostarme. Y, aun entonces, otra profesora que compartía mi alcoba me abrumó con una prolongada efusión de locuacidad. ¡Con qué afán deseaba yo que el sueño impusiese silencio a mi compañera! Se me figuraba que, si podía retrotraerme a mis meditaciones de poco antes, junto a la ventana, quizá lograra que se me ocurriese alguna sugerencia capaz de facilitar la consecución de mis deseos.
Al fin, Miss Gryce comenzó a roncar. Era una robusta galesa llena de salud. Hasta entonces, sus ruidos nasales me habían molestado considerablemente. Pero aquella noche fue un alivio para mí oírla roncar, porque ello me libraba de inoportunidades. Y mis pensamientos de antes recuperaron instantáneamente su actividad.
"Una nueva servidumbre", reflexioné. Cierto que esa palabra no suena tan dulce como las de libertad, alegría, sensación. Pero tales vocablos, aunque deliciosos, no son para mí más que eso: meros vocablos, y probablemente muy difíciles de convertir en realidades. Mas una nueva servidumbre es cosa hacedera. Servir, se puede siempre. Yo he servido aquí ocho años. ¿Por qué no he de poder hacerlo en otro sitio? Sí, sí puedo. Nadie tiene derecho a mandar en mi voluntad. Lo que pienso es realizable: no hace falta más sino que mi imaginación descubra los medios de conseguirlo.
Me senté en el lecho, quizá para estimular mi imaginación. La noche era fría. Me eché un chal sobre los hombros y concentré mis pensamientos en el modo de resolver el problema que me preocupaba.
"¿Qué quiero? Un empleo nuevo, en un sitio nuevo, entre caras nuevas y en condiciones nuevas. Quiero esto, porque no puedo aspirar a cosa mejor. ¿Qué hacen los que desean obtener un empleo diferente al que tienen? Supongo que apelarán a sus amigos, pero yo no tengo amigos. Ahora bien, hay muchos que no tienen amigos y se valen por sí mismos. ¿Cómo lo hacen?"
Yo no podía decirlo, ni tenía quien me lo aclarara. Traté de poner en orden mi cerebro para encontrar la respuesta justa y pronta. Trabajé mentalmente durante una hora, con intensidad. Mis sienes y mi pulso latían apresurados. Pero mis esfuerzos eran inútiles: me debatía en un caos mental. Excitada y febril por aquella estéril tarea, di un paseo por la alcoba para calmarme. A través de la cortina de la ventana vi brillar algunas estrellas. Sentí un escalofrío y me volví al lecho.
Sin duda, en mi ausencia del lecho, un hada bondadosa había colocado la anhelada sugerencia sobre mi almohada porque, apenas acostada, di con la solución:
"Los que desean un empleo, se anuncian. Por tanto, hay que anunciarse en el diario del condado."
¿Cómo hacerlo? La respuesta fue también inmediata: "Pones el texto del anuncio y el importe en un sobre dirigido al editor del periódico y lo depositas todo, en la primera oportunidad que tengas, en la oficina de Correos, advirtiendo en el anuncio que dirijan la contestación a J. E., Lista de Correos. Al cabo de una semana puedes ir a buscar las cartas que haya y obrar en consonancia con ellas."
Una vez que hube estudiado el plan y dado los últimos toques, me sentí satisfecha y pude dormirme al fin. Me levanté muy temprano, redacté mi anuncio y lo guardé en el sobre antes de que hubiera tocado la campana dando la señal de levantarse.
El anuncio rezaba así:
"Señorita joven, acostumbrada a enseñar (no me faltaba razón: ¿acaso no había ejercido de maestra durante dos años?), desea colocación en casa particular para educar niños menores de catorce años (yo pensaba que, teniendo yo dieciocho, no me respetarían mis pupilos si contaban mi edad aproximada). Conoce todo lo esencial para dar una buena instrucción, así como francés, dibujo y música (en aquellos tiempos, lector, éste ahora reducido cuadro de conocimientos, era muy pasadero). Dirigirse a J. E., Lista de Correos, Lowton, condado de..."
Todo el día permaneció aquel importante documento en mi gaveta. Después del té, pedí permiso a la nueva inspectora para ir a Lowton a hacer algunos recadillos míos y de algunas de mis discípulas. Otorgado el permiso, me puse en marcha. Había una caminata de dos millas y la tarde caía ya, pero los días eran largos aún. Visité una o dos tiendas, deposité mi carta y regresé en medio de una lluvia torrencial, con las ropas caladas, pero con el corazón alegre.
La semana siguiente me pareció muy larga. Llegó, no obstante, a su término, como todas las cosas de este mundo, y de nuevo, al caer de una agradable tarde de otoño, me encontré recorriendo a pie el camino de Lowton. La ruta era pintoresca, pero yo pensaba más en las cartas que hubiera o no hubiese en Correos que en el encanto que pudieran tener arroyos, praderas y cañadas.
El pretexto de mi excursión, esta vez, era tomarme medida de unos zapatos. Fui, pues, primero al zapatero y luego recorrí la quieta calle que conducía a la administración de Correos, la cual estaba a cargo de una anciana señora que usaba lentes y llevaba mitones negros.
—¿Hay cartas a nombre de J. E.? —pregunté.
Me miró por encima de los lentes y revolvió en un cajón. No aparecía nada y mis esperanzas comenzaron a decaer. Al fin encontró una carta dirigida a J. E. La examinó largamente y luego me la tendió a través del mostrador, no sin dirigirme otra inquisitiva y desconfiada mirada.
—¿No hay más que una? —interrogué. —Nada más —repuso.
La guardé en el bolsillo y me apresuré a regresar. La disciplina del establecimiento exigía que yo estuviese de vuelta antes de las ocho y eran ya casi las siete y media.
Al llegar, tenía que cumplir varias obligaciones todavía: estar con las muchachas durante la hora de estudio, leerles las oraciones, acompañarlas al lecho y cenar con las demás profesoras. Luego, al retirarme, la inevitable Miss Gryce me acompañó. En el candelero sólo