"Si J. E. posee los conocimientos indicados en su anuncio del pasado jueves, y si puede dar buenas referencias de su competencia y conducta, se le ofrece un empleo para atender a una sola niña, de diez años de edad. El sueldo son treinta libras al año. J. E. puede enviar informes, nombre, dirección y demás detalles a: Mrs. Fairfax, Thornfield, Millcote, condado de..."
Examiné detenidamente el papel: la escritura era un poco anticuada e insegura, como de mano de anciana. Tal circunstancia me pareció satisfactoria. Yo temía, al lanzarme a aquella empresa por mis propios medios, verme envuelta en algún enredo, y deseaba que todo marchase bien, con seriedad, en regla. Y me parecía que una señora anciana era un buen elemento en un asunto como el que tenía entre manos. Me parecía ver a Mrs. Fairfax con un gorrito y un traje negro de viuda, tal vez seca de trato, pero no grosera: un tipo de señora inglesa a la antigua usanza. Thornfield era, sin duda, el nombre de su casa, seguramente un lugar limpio y ordenado. Millcote, condado de... Evoqué mentalmente el mapa de Inglaterra. Millcote estaba situado setenta millas más cerca de Londres que el lugar donde yo residía ahora, y era un centro fabril. Mejor que mejor: habría más movimiento, más vida. Mi cambio iba a ser completo. La idea de vivir entre inmensas chimeneas y nubes de humo no era muy fascinadora, "pero —pensé— sin duda Thornfield estará bastante lejos de la ciudad".
En aquel momento se extinguió la luz.
Al día siguiente di nuevos pasos en mi asunto. Mis planes no podían continuar secretos: era preciso comunicarlos a los demás para que llegasen a buen fin. Pedí y obtuve una audiencia de la inspectora y le indiqué que tenía la posibilidad de obtener una colocación con doble sueldo de las quince libras anuales que me pagaban en Lowood. Le rogué que hablase con Mr. Brocklehurst u otro miembro del patronato para que me autorizasen a citar el colegio como referencia. Ella consintió amablemente en actuar como mediadora.
La inspectora, en efecto, habló del asunto con Mr. Brocklehurst, y éste dijo que había que contar ante todo con mi tía, que era mi tutora por derecho propio.
Se escribió, por tanto, a Mrs. Reed. Mi tía respondió que yo podía hacer lo que quisiera, ya que ella había renunciado, desde mucho tiempo atrás, a intervenir en mis asuntos.
La carta fue pasada al patronato y éste, tras un pesado trámite, me concedió permiso para trasladarme al nuevo empleo que se me ofrecía, dándome, además, la seguridad de que se me expediría un certificado acreditativo de mi capacidad y buen comportamiento, como alumna y como profesora, firmado por los directores de la institución.
Una vez que se me entregó dicho certificado —en lo que se tardó un mes— envié copia de él a Mrs. Fairfax, quien contestó diciendo que estaba satisfecha y que en un plazo de quince días podía ir a tomar posesión de mi puesto de institutriz.
La quincena pasó rápidamente. Inicié mis preparativos. Yo no tenía mucha ropa, sino sólo la imprescindible. La guardé en el mismo baúl que ocho años atrás trajera a Lowood.
Todo quedó empaquetado y preparado. Media hora después fue llamado el recadero que debía llevar mi equipaje a Lowton. Yo saldría a la mañana siguiente, muy temprano, para tomar allí la diligencia. Tenía ya limpios y a punto mi traje negro de viaje, mi sombrero, mis guantes y mi manguito, y había revisado todos mis cajones para asegurarme de que no me dejaba nada. Pero aunque había pasado todo el día en pie, me resultaba imposible estar quieta siquiera un instante, tal era mi excitación. Aquella noche iba a cerrarse una época de mi vida y una nueva iba a abrirse a la mañana siguiente. ¿Quién podía dormir en el intervalo?
Una criada me abordó en el pasillo por el que yo paseaba inquieta como un alma en pena.
—Señorita —me dijo—: una persona desea hablar con usted.
No pregunté quién era. Pensé que el mandadero. Corrí escaleras abajo y me dirigí a la cocina, donde supuse que le habrían hecho pasar. Al cruzar el salón en que nos reuníamos las maestras, una persona salió a mi encuentro:
—¡Es ella! ¡Estoy segura! —dijo la persona que me cortaba el paso, cogiéndome la mano.
Miré y vi a una mujer joven aún, con aspecto de sirvienta bien vestida. Tenía el cabello y los ojos negros y su talante era muy agradable.
—¿Es posible que no me recuerde usted, Miss Jane? —dijo con voz y sonrisa que reconocí en seguida.
La besé y abracé.
—¡Bessie, Bessie, Bessie! —fue cuanto acerté a decir. Ella lloraba y reía a la vez. Luego las dos pasamos al salón. Junto al fuego había un niño de unos tres años con un trajecito a rayas.
—Mi hijo —dijo Bessie.
—¿Con que te has casado, Bessie?
—Sí, hace unos cinco años. Con Robert Leaven, el cochero. Además de Bobby, tengo una niña y la he bautizado con el nombre de Jane.
—¿No vives en Gateshead?
—Vivo en la portería. El portero antiguo se fue. —¿Cómo están todos allí? Pero antes, siéntate, Bessie. ¿Quieres sentarte en mis rodillas, Bobby?
Bobby prefirió instalarse en las de su madre.
—No está usted muy alta ni muy guapa, Miss Jane —dijo Bessie—. Se me figura que no le ha ido muy bien en el colegio. Miss Eliza le lleva a usted la cabeza y con Miss Georgiana se pueden hacer dos como usted.
—¿Es muy guapa?
—Mucho. El último invierno estuvo en Londres y todos la admiraban. Un señorito joven se enamoró de ella. ¿No sabe lo que pasó? Pues que huyeron juntos. Pero les encontraron a tiempo y los detuvieron. Fue Miss Eliza quien les encontró. Creo que está envidiosa de su hermana. Ahora las dos se llevan como perro y gato: están riñendo siempre.
—¿Y John Reed?
—No es lo que su madre hubiera deseado. Le suspendieron en los exámenes. Sus tíos querían que fuese abogado, pero es un libertino y un holgazán y temo que no haga nunca nada de provecho.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es muy alto y algunos dicen que guapo. ¡Pero con aquellos labios tan gruesos!
—¿Y mi tía?
—De aspecto bien, pero yo creo que la procesión anda por dentro. La conducta del señorito la disgusta mucho. ¡No sabe usted el dinero que gasta ese chico!
—¿Vienes de parte de mi tía, Bessie?
—No. Hace mucho que tenía deseos de verla, y como he oído que se ha recibido una carta diciendo que se marcha usted a otro sitio, he querido visitarla antes de que se aleje más de mí.
—Me parece que te defraudo, Bessie —dije, notando que, en efecto, sus miradas no indicaban una admiración profunda, aunque sí afecto sincero.
—No crea: está usted bastante bien y tiene aspecto de verdadera señorita. Vale usted más de lo que esperaba: usted, de niña, no era guapa.
La sincera contestación de Bessie me hizo sonreír. Comprendía que era exacta, pero confieso que no me halagaba en exceso: a los dieciocho años se desea agradar y la convicción de que no se tiene un aspecto muy atractivo dista mucho de ser lisonjera.
—En cambio, debe usted de ser muy inteligente —agregó Bessie por vía de consuelo—. ¿Sabe usted mucho? ¿Toca el piano?
—Un poco.
En el salón había uno. Bessie lo abrió y me pidió que le regalase con una audición. Toqué uno o dos valses, y ella se mostró encantada.
—¡Las señoritas no tocan tan bien! —dijo con entusiasmo—. ¡Ya sabía yo que usted las superaría! ¿Sabe usted dibujar?
—Ese cuadro de encima de la chimenea es uno de los que he pintado.
Era un cuadrito a la aguada que había