Mr. Brocklehurst calló, como abrumado por la emoción que le producían sus palabras.
A medida que hablaba Mr. Brocklehurst, Miss Temple parecía ir convirtiéndose gradualmente en una estatua de mármol y su boca y sus ojos, contraídos en una expresión severa, se apartaban de él.
Mr. Brocklehurst se dirigió a la chimenea, se paró junto a ella con las manos a la espalda y dirigió a toda la escuela una mirada majestuosa. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Dijérase que iban a salirse de sus órbitas. Volviéndose a la inspectora, dijo, con acento menos sereno que el acostumbrado:
—¿Qué es eso, Miss Temple? ¿Quién es aquella muchacha del pelo rizado? ¡Sí: todo rizado!, aquella del pelo rojo.
Y su mano se extendió, señalando al objeto de sus iras.
—Es Julia Severn, señor —repuso, con calma, Miss Temple.
—¿Con que Julia Severn? ¿Y por qué ha de llevar el cabello rizado? Ni ella ni ninguna. ¿Cómo osa seguir tan descaradamente las costumbres mundanas, rizándose los cabellos? ¡En una institución evangélica y benéfica como ésta!
—Julia tiene el rizado natural —repuso Miss Temple, con más calma aún.
—¡Pero nosotros no tenemos por qué estar conformes con la naturaleza! Quiero que estas niñas sean niñas de Dios y nada más. ¡Esas vanidades no pueden admitirse! Vuelvo a repetir que deseo que los peinados sean lisos y sencillos. ¡Nada de pelo abundante! Señorita: los cabellos de esa muchacha van a ser cortados al rape: mañana enviaré un peluquero. Veo que hay muchas que tienen el cabello demasiado largo. No, eso no... Vamos a ver: mande a toda la primera clase que se ponga de cara a la pared.
Miss Temple se pasó el pañuelo por los labios como para disimular una sonrisa y dio la orden. Volviendo un poco la cabeza, pude percibir las muecas y miradas con que las muchachas comentaban aquella maniobra. Fue una lástima que Mr. Brocklehurst no pudiese verlas también.
Después de examinar durante cinco minutos las nucas de las alumnas, Mr. Brocklehurst pronunció su sentencia:
—Es preciso cortar el pelo a todas éstas. Miss Temple pareció a punto de protestar. Señorita —prosiguió él—: yo sirvo a un Señor cuyo reino no es de este mundo. Conviene mortificar a estas muchachas para que aprendan a dominar las vanidades de la carne. Sus cabellos deben, pues, ser cortados. Pensemos en el tiempo que pierden componiéndose y...
La entrada de otras visitantes, tres mujeres, interrumpió al director. Fue una lástima que no oyeran el discurso de Mr. Brocklehurst, porque iban espléndidamente ataviadas de terciopelo, seda, pieles y otras vanidades. Las dos más jóvenes (lindas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban magníficos sombreros de castor gris, muy de moda entonces, adornados con plumas de avestruz, y de sus sienes pendían innúmeros tirabuzones cuidadosamente rizados. La señora de más edad vestía un costoso chal de terciopelo forrado de armiño y llevaba un postizo de tirabuzones rizados, a la francesa.
Las visitantes —Mrs. y Misses Brocklehurst— fueron deferentemente acogidas por Miss Temple y acomodadas en asientos de honor. Debían de haber venido en coche con su reverendo esposo y padre y, al parecer, habían procedido a examinar los cuartos de arriba, mientras él se dedicaba a verificar las cuentas del ama de llaves y la lavandera. Dirigieron varias observaciones y reproches a Miss Smith, encargada de la ropa blanca y de la limpieza de los dormitorios. Pero yo no pude oírlas, porque otros temas requerían mi atención más inmediata.
Mientras Mr. Brocklehurst daba instrucciones a Miss Temple, yo no había descuidado lo concerniente a mi seguridad personal, seguridad sólo garantizable si me ponía a salvo de miradas ajenas. Para ello procuré sentarme en la última fila de la clase y, fingiendo estar absorta en mis cuentas, coloqué la pizarra de modo que ocultase mi rostro. Pero no había contado con lo imprevisto: la traidora pizarra se me deslizó, no sé cómo, de entre las manos y cayó al suelo con ominoso ruido. Todas las miradas se concentraron en mí. Mientras me inclinaba para recoger los dos fragmentos en que se había convertido la pizarra, reuní todas mis fuerzas y me preparé para lo peor.
—¡Qué niña tan descuidada! —dijo Mr. Brocklehurst.
Y, enseguida, añadió—: Ya veo que es la alumna nueva. Tengo que decir dos palabras respecto a ella. Manden venir aquí a esa niña —agregó, tras un silencio que me pareció interminable.
Yo estaba tan paralizada, que por mí sola no hubiera podido moverme, pero dos muchachas mayores que se sentaban a mi lado me obligaron a levantarme para comparecer ante el terrible juez.
Al pasar junto a Miss Temple la oí cuchichear:
—No tengas miedo, Jane. Has roto la pizarra por casualidad. No te castigarán.
Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. "Dentro de un minuto, todas me tendrán por una despreciable hipócrita", pensaba yo.
Y un impulso de ira contra Mrs. Reed, Mr. Brocklehurst y demás enemigos míos se levantaba en mi corazón. Yo no era Helen Burns.
—Póngala en ese asiento —dijo Brocklehurst señalando uno muy alto del que acababa de levantarse una instructora.
Me colocó allí no sé quién: yo no estaba para reparar en detalles. Sólo noté que mi cara estaba a la altura de la nariz de Mr. Brocklehurst, que él estaba a una yarda de distancia de mí y que detrás se agrupaba un torbellino de sedas, terciopelos, pelos y plumas de animales exóticos. Mr. Brocklehurst se volvió a su familia.
—¿Veis —dijo—: ven ustedes, Miss Temple, profesoras y alumnas, esta niña?
Era evidente que sí, porque yo sentía fijas en mí todas las miradas.
—Ya ven ustedes lo pequeña que es y también que tiene la apariencia de una niña como otra cualquiera. Dios, en su bondad, le ha dado el aspecto de todos nosotros, sin que signo alguno exterior delate su verdadero carácter. ¿Quién pensaría que el Enemigo tiene en ella un servidor celoso? Sin embargo, siento decirlo, es así.
Siguió la pausa. Comprendí que el Rubicón había sido pasado y que era preciso sostenerse firme ante la adversidad.
—Queridas niñas —siguió él—: lamentable es tener que manifestar que esta muchacha es una pequeña réproba. Pónganse en guardia contra ella y, de ser necesario, eludan su compañía, elimínenla de sus juegos, rehuyan su conversación. Ustedes, señoras profesoras, vigílenla, pesen bien sus palabras, observen lo que hace, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible. Porque —la lengua se me estremece al declararlo— esta muchacha, tan pequeña, es peor que uno de esos niños nacidos en tierras paganas que oran a Brahma y se arrodillan ante los ídolos, porque es... ¡una embustera!
Siguió una pausa de diez minutos. Las tres Brocklehurst sacaron sus pañuelos y se los aplicaron a los ojos, mientras cuchicheaban:
—¡Qué horror!
Mr. Brocklehurst concluyó:
—Lo he sabido por su bienhechora, por la caritativa y compasiva mujer que recogió a esta niña cuando quedó huérfana, educándola como a sus propios hijos, y cuya generosidad y bondad han sido tan mal pagadas por esta ingrata muchacha, que dicha señora tuvo que separarla de sus hijos, a fin de que con su corrupción no contaminase la pureza de aquellas inocentes criaturas. Ha venido aquí como los antiguos judíos al Betesda, para purificarse. Señora inspectora, señoras profesoras: no dejen que las aguas purificadoras se encenaguen con la presencia de esta niña.
Tras