4 Foucault, “La angustia de juzgar”, 122.
5 Ley 599 de 2000, Diario Oficial, n.o 44097, artículo 33, 38, acceso 15 de junio de 2018, http://www.secretariasenado.gov.co/senado/basedoc/ley_0599_2000.html
6 Foucault, “La angustia de juzgar”, 123 (la cursiva no es del original).
Introducción
La investigación sobre el crimen no ha existido desde
siempre, pues se inició después de que la creencia en los tabúes propios de la cultura primitiva se debilitara. En este contexto, todo comenzaba con el castigo del culpable de la infracción, pues lo que demostraba que se había cometido un crimen era el castigo mismo, “es decir, cualquier desgracia o catástrofe descargada sobre la comunidad o sobre el individuo”.1 Aquí el castigo, que tenía un valor expiatorio más que disuasivo, ejemplar o reparador, tal como sucede en nuestro tiempo, no era un fin o una condición de la solución, sino la premisa que daba la posibilidad de dicha solución. “La plaga que azotó a Tebas llevó al descubrimiento de las viejas transgresiones de Edipo; la derrota de los israelitas fue lo que les llevó a indagar las razones de la ira de Dios. El hambre, una epidemia, tienen el mismo efecto criminalista y religioso”.2
Desde esta lógica supersticiosa y mágica, la desgracia o la muerte supone un castigo para la víctima, proveniente de alguna divinidad, cuestión que estimula la indagación sobre los motivos, las causas y las acciones a seguir. En nuestra época, ya no se trata del castigo como expiación, sino del castigo promovido por el derecho. Su finalidad es hacer justicia y con ello preservar el lazo social.
En cuanto al objetivo de este libro, diremos que consiste en llevar a cabo un debate sobre el crimen y el criminal en su relación con la subjetividad y la locura. “El hecho de matar a un hombre, si es el enemigo en la guerra, se elogia; si se mata al agresor en defensa propia, el hecho es legítimo; el crimen pasional se perdona algunas veces; pero el asesinato para robar se condena en todos los casos enunciados”.3
O sea que lo condenable, desde el punto de vista jurídico, no es el crimen en sí, como acontecía en las sociedades primitivas donde las leyes, debido a que no son sociedades regidas por el discurso del amo,4 no son escritas sino que se transmiten por tradición. Se condena, en la actualidad, que el crimen se lleve a cabo para obtener una utilidad prohibida. Es por esto por lo que un acto criminal se valora jurídicamente en función de los móviles objetivos, y cuando no es posible situar la verdad de estos con plena claridad, se acude a un experto en busca de la explicación que el saber jurídico no posee, pues se infiere que han entrado en juego móviles subjetivos con respecto a los cuales el discurso jurídico no tiene cómo responder en términos explicativos.
En consecuencia, la perspectiva que nos orienta en este libro no será el análisis de casos que toman como referencia explicativa el derecho, sino un análisis en donde el móvil del crimen no logra ser establecido claramente por este discurso, cuestión que obliga a evocar la pregunta por la psiquis del criminal, en busca de los móviles subjetivos que lo indujeron al acto. Desde esta lógica, de principio a fin, abordamos el análisis del caso de José Aníbal Palacio Pabón (J. A.), el llamado “Degollador de San Javier” (acusado de asesinar, en Medellín, Colombia, a varias mujeres a finales del siglo pasado). En este mismo contexto, se hace alusión a otros casos de los denominados “asesinos seriales”, nombrados antes de la introducción de este término en el mundo criminológico como “asesinos múltiples”, entre los que también se encuentra, en el siglo xv, Gilles de Rais. Que desde esta época tengamos noticia de criminales en serie nos indica que dicho asesino ya existía desde antes de la industrialización y de la entrada en vigencia del capitalismo.
Otro crimen del que nos ocupamos en el texto, a partir de las memorias de su autor, es el cometido por el reconocido filósofo Louis Althusser. De acuerdo con los dictámenes forenses, ocurrió mientras se encontraba en estado de demencia; la víctima fue su mujer, compañera inseparable y por la que experimentaba un profundo amor. También nos han servido de orientación, en el examen del problema del que nos ocupamos en este libro, el análisis de crímenes de la mitología griega como el de Edipo, y de la literatura como Hamlet y Raskólnikov, que han sido de gran inspiración, más la evocación de otros criminales clasificados por la psiquiatría entre psicópatas, perversos y antisociales.
Dicen los autores que se han ocupado de la observación y el estudio de la personalidad del “criminal serial”5 que, en su mayoría, se caracteriza por afirmar que su empuje a matar no tiene ninguna razón ni explicación que remita a un móvil objetivo del crimen. Desde el psicoanálisis, en cuanto su objetivo es comprender la lógica que rige al criminal al realizar el crimen, interesa mostrar cuál es la causa subjetiva del crimen, y su relación con el criminal y el castigo, cuestión que puede ser de gran ayuda para la sociedad y la disciplina forense.
Otro aspecto que hace parte del debate de este libro, que toma como modelo a J. A., es el de las clasificaciones clínicas. El caso de este hombre ilustra de manera patética el empuje a las clasificaciones que nos vuelve a todos clasificables. A J. A. los distintos peritos le atribuyen un “trastorno de personalidad” con diversas connotaciones patológicas, pero siempre evitaron comprometerse con ningún juicio que le hiciera pensar al juez de conocimiento que se trataba de un “demente”, pues el objetivo era imputarlo a como diera lugar, debido a que se le consideraba sumamente peligroso para la sociedad, y sobre todo para las mujeres, ya que solo ellas eran el objeto de su violencia.
Los peritos evaluadores argumentaron, en distintos lugares del expediente del acusado, pero sin ir más allá de una descripción fenomenológica de las conductas, que si bien J. A. padecía, sin ninguna duda, un “trastorno de personalidad con rasgos sádicos y necrofílicos”,6 era, sin embargo, imputable. A juicio de ellos, el que siempre atacara a las víctimas en parajes solitarios y sin que tuvieran posibilidad de defenderse ni de ser auxiliadas, para escapar enseguida, raudo y sin ser visto, de la escena del crimen, indicaba fielmente que tenía plena conciencia de la ilicitud de lo que hacía, pues, de lo contrario, no se entiende por qué pretendía ocultarse y engañar.
Sin embargo, afirmar que la comprensión del crimen se deduce del hecho de que alguien huya, apunta a dejar de lado la consideración de una psicosis, como nos parece que es el caso de J. A., “y así evitar que los inculpados hagan uso del régimen de inimputabilidad del código civil relativo a los actos producidos bajo estado de demencia”.7 A la pregunta de “¿por qué lo has hecho?”, centro alrededor del cual gira un interrogatorio en el orden legal, J. A. dice una cosa y la contraria, cuestión que en el discurso jurídico hace sospechoso a un sujeto de mentir. En cambio, del lado de la clínica psicoanalítica y del peritaje que de ahí podría desprenderse, la pregunta anotada, por muy normal que sea considerado aquel que se la formula a sí mismo o que le sea formulada, nunca puede ser respondida de manera total y de forma siempre coherente, pues cada vez se agregará a los móviles conscientes otros inconscientes que se desconocen, ya que el ser humano no es todo conciencia, ni en todos sus aspectos está gobernado por un yo de razón, como lo supone quien interroga.
J. A., contrario a Louis Amadeo Brihier Lacroix (alias Émile Dubois) —un francés clasificado como asesino en serie por haber matado en Chile a varios hombres adinerados—, era un ser aislado que no se representaba el sexo como un asunto que podía lograrse con una pareja. Nunca se observó indicio alguno de que un aspecto de su vida se caracterizara por la búsqueda de una satisfacción que pasara por el consentimiento de una pareja-mujer. Se veía empujado insistentemente a quedarse con algunas partes del cuerpo de las mujeres que asesinaba, por ejemplo, su cabeza, para convertirlas en “el instrumento de un goce8 solitario y autoerótico”.9
Otro que también se quedaba con partes del cuerpo de las víctimas fue Jack el Destripador, pero en este caso las atacadas, si bien también eran mujeres humildes, tenían la característica de ser prostitutas de bajo perfil, que trabajaban en la parte más deprimida del Londres de finales