La importancia de la Italia de la época en aquel contexto está suficientemente acreditada. Denis Mack Smith recuerda que «un informe del Congreso [estadounidense] reveló que, en años [entonces] recientes, más de cien millones de dólares habían llegado a Italia desde América para sostener la causa anticomunista. El grueso de este dinero había ido a la Democracia Cristiana, pero una parte acabó directamente en las manos de los servicios secretos, cuyos jefes tenían estrechos vínculos con el neofascismo»13. No solo, el ex agente de la CIA Philip Agee, señalando que «en cualquier país la CIA ve la situación desde un punto de vista paramilitar», confesaría que «muchas de las actividades desarrolladas por la CIA en América Latina, las había realizado antes en Italia a partir de la Segunda Guerra Mundial»14. O lo que es lo mismo, parafraseando a Eduardo Galeano, puede decirse que el Imperio, antes de abrir las venas de América Latina15 —en la práctica desalmada de la chomskyana «quinta libertad»16— habría abierto en canal las de Italia. El Imperio, sí, cuyo Departamento de Estado, apenas producido el secuestro de Aldo Moro, destacó a un agente, Steve Pieczenik (hombre de Kissinger17), con objeto de asesorar al gabinete de crisis constituido en el Ministerio del Interior, para afrontar la situación; mejor dicho (a tenor de lo que ahora se sabe y recoge Turone18), para evitar que Moro saliera con vida de las manos de las Brigadas Rojas. Que, todo indica, habrían aceptado negociar un rescate; opción que, por políticamente inconveniente, no halló eco en el poderoso establishment transnacional. A pesar de diversas iniciativas al respecto y del dramático llamamiento de Moro a sus compañeros de partido19.
Hay una vertiente del trabajo de Turone, la de la vinculación de altos exponentes de la junta militar argentina (Massera, López Rega, Suárez Mason, entre otros) con la logia Propaganda 2, que hace luz sobre unas vicisitudes poco conocidas, de particular interés para el lector castellanohablante de este y del otro lado del Atlántico. Resulta de lo más revelador saber de la estrecha relación de Licio Gelli (en algún momento consejero para asuntos económicos de la embajada argentina en Roma) con los promotores del golpe, con los que se mantuvo en estrecho contacto durante su preparación y después. También de la ocultación por Corriere della Sera (controlado por la P2) de toda informa ción sobre las atrocidades de la junta. Y de la aceptación cómplice por parte de la embajada italiana en Buenos Aires, de la decisión de aquella de no reconocer el estatuto de refugiados a los huidos que consiguieran acceder a su recinto. Lo más parecido a una condena a muerte. Entre otras cosas.
Aristóteles, que sabía del poder bastante menos de lo que ahora se sabe, vio en él un «elemento animal»20, cierto coeficiente de animalidad, que le sería inherente como por naturaleza. Sin duda, con razón, a tenor de la que es ya una experiencia secular, ciertamente demoledora. Que hoy se renueva con agobiante intensidad en esas prácticas degradadas, omnipresentes, de las que parece resultar que la política y las instituciones compiten con la calle en la generación de delincuencia. En este país, como en otros, cuando, paradójicamente, el último constitucionalismo habría renovado las cautelas político-jurídicas preventivas para evitarlas.
Son circunstancias que dotan también de pertinencia a la evocación de otro clásico, san Agustín, que, en ausencia de justicia, confesaba dificultades para distinguir a los reinos de las bandas de ladrones21. Cuestión retomada después por Kelsen22; y sobre la que hoy mismo podría/debería discurrirse con mayor razón, en vista de la manera en que las diversas corrupciones han florecido en los medios institucionales de nuestros países, haciéndolo de un modo apto para justificar la conclusión aristotélica de llamar en causa a la genética. Máxime cuando es el partido político —factor sustancial, sine quo non, de la democracia representativa— el que, en su degradado, oligárquico modo de ser actual, suele ocupar el centro de las exuberantes manifestaciones del aberrante fenómeno23. En esto, también España enseña. Por tanto, si hay algo que no falta, son razones para —con Luigi Ferrajoli— calificar de «salvajes»24 a esas actuaciones del poder político que, aun cuando adquirido según los procedimientos de la democracia, se sustraen a las reglas constitucionales y legales que deberían regir su ejercicio, situándose al margen/contra la ley. Así, en propiedad, serán «salvajes», desde tal punto de vista, todas las formas de operar los actores públicos habitualmente denotadas como corruptas y que están descritas en distintos tipos del Código Penal.
Claro, que hay una cuestión de perspectiva que no debe perderse de vista. En efecto, pues las modalidades ordinarias de aquellas, que tan lamentablemente han poblado y pueblan nuestras realidades25, ocuparían, con abismal diferencia, el nivel más bajo de la escala, de ser comparadas con las que integran la estupefaciente y aterradora fenomenología de macrodesviaciones criminales con implicación, en la sombra, de instancias y sujetos de poder, sobre la que versa este libro. De aquí que resulte imprescindible desarrollar una necesaria y comprometida reflexión crítica de amplio espectro que, jerarquizando, como es debido, por razón de la gravedad de los supuestos, tenga por objeto el poliédrico fenómeno en todas sus vertientes, que, al fin, mantienen una patente relación de contigüidad.
En fin, es de justicia decir que Italia oculta no solo habla de atrocidades y de las miserias de cierta política horrenda. En sus páginas queda constancia del papel de personalidades egregias26, con un límpido sentido de lo público y actuaciones ejemplares directamente inspiradas en los más altos valores de la Constitución, que —como el propio autor, un día emblemático giudice istruttore de Milán— actuaron siempre al servicio de estos, en situaciones de extrema dificultad, en las que arriesgaron, y no pocos perdieron la vida.
Italia es un país que, en distintos momentos de la segunda mitad del siglo XX, se ha visto atormentado por horribles formas de violencia, preferentemente mafiosa, contra personas concretas. También por otra, indiscriminada, contra su población, dirigida a estimular una salida política autoritaria, apoyada por esta, que, por fortuna, no respondió a esa provocación. Es una particularidad, que la diferencia de los demás países europeos de su entorno, y que podría llevar a pensar en alguna especificidad italiana. Pues bien, efectivamente existe, pero no es caracterial ni tiene nada que ver con algún ADN colectivo. En efecto, el porqué de las mafias, lo explica Giuliano Turone en las primeras páginas del libro, y guarda relación con muy concretas vicisitudes histórico-políticas, perfectamente identificables. Y, luego, el porqué de la terrorífica acumulación de sucia política en la sombra27 y acciones sangrientas —tan bien documentadas, y analizadas en una parte importante, en Italia oculta—, radica en un dato asimismo acreditado y suficientemente explicativo. Me refiero a la presencia de una izquierda comunista organizada, ciertamente poderosa, algo insoportable para el imperial guardián de Occidente, en un contexto de guerra fría y de política de bloques. Se trata, pues, de circunstancias que, de haber concurrido en otro marco geográfico europeo habrían generado, con toda seguridad, similares efectos. Y es que el poder oscuro tiene una lógica implacable, pero