Hagamos ahora un alto en nuestro camino para sumergirnos en las aguas de la claridad y de la angustia y zambullirnos en los esfuerzos realizados por una humanidad que ansía conocerse, recordar lo que ya sabe –llegando incluso, en ocasiones, a conseguirlo– y, en un acto profundamente amoroso y siempre generoso y compasivo –aunque casi nunca emprendido con ese objetivo–, esbozar nuevas formas de profundizar nuestra vida y nuestra visión y valorar y celebrar, de ese modo, qué y quiénes somos y en qué podemos llegar a convertirnos.
*
Mi corazón despierta
pensando en llevarte noticias
de algo
que te concierne
y concierne a muchos hombres.
Pero no las escucharás.
si sólo prestas oído a las novedades
porque sólo se encuentra en los poemas despreciados.
Resulta difícil
escuchar lo nuevo en los poemas,
pero el hombre muere miserablemente a diario
por falta
de lo que en ellos alienta.
WILLIAM CARLOS WILLIAMS
*
Afuera, la noche helada del desierto,
pero esta otra noche es cálida y amable.
Deja que el paisaje se cubra de una costra espinosa,
porque aquí tenemos un hermoso jardín.
Los continentes estallan, y
las ciudades, los pueblos y todo
acaban convirtiéndose en una bola chamuscada y renegrecida.
Escuchamos noticias que añoran ese futuro,
pero la auténtica noticia
es que no hay noticia alguna.
RUMI
UN TESTIMONIO
DE LA INTEGRIDAD HIPOCRÁTICA
Estoy tumbado con casi quince pacientes en el suelo alfombrado de la flamante y espaciosa sala de conferencias de la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts iluminada por la luz crepuscular de una tarde de comienzos de otoño. Es la clase inaugural del primer ciclo de la Stress Reduction and Relaxation Program, anteriormente conocida como Stress Reduction Clinic, y estoy a punto de dirigir una meditación conocida como “observación del cuerpo”, mientras todos permanecemos acostados boca arriba sobre alfombrillas recubiertas de telas de distintos y llamativos colores apiñadas en un extremo de la habitación para que todos los presentes puedan escuchar mejor mis indicaciones.
En medio de un largo período de silencio, se abre súbitamente la puerta y entra un grupo de unas treinta personas ataviadas con largas batas blancas que siguen a un hombre alto y de aspecto majestuoso. El hombre se acerca a grandes zancadas y me mira, mientras yo permanezco acostado sobre el suelo, con camiseta negra, pantalones negros de kárate y descalzo, y luego, con aspecto entre sorprendido e inquisitivo, echa un vistazo a la habitación.
Después vuelve a mirarme y, tras una larga pausa, pregunta:
-¿Qué están haciendo aquí?
Yo permanezco tumbado y lo mismo hacen los demás, quietos como cadáveres sobre sus alfombrillas y con la atención suspendida en algún punto ubicado entre los pies (donde habíamos comenzado) y la parte superior de la cabeza (hacia donde nos dirigíamos), mientras las batas blancas asoman silenciosa y amenazadoramente de entre las sombras que hay detrás de esa presencia dominante.
–Estamos iniciando el nuevo programa de reducción del estrés que ha puesto en marcha el hospital– respondo, todavía tumbado, preguntándome qué diablos estará ocurriendo.
–A nosotros nos han asignado esta sala –responde mi interlocutor– para celebrar una reunión extraordinaria del departamento de cirugía de la facultad y sus hospitales asociados.
Entonces me pongo en pie y, cuando mi cabeza llega a la altura de su hombro, me presento. Luego añado:
—Ignoro lo que pueda haber ocurrido. Le aseguro que hablé un par de veces con administración para asegurarme de que, durante las diez próximas semanas, dispondríamos de esta sala de cuatro a seis de la tarde.
Él me mira de arriba abajo, elevándose sobre mí con su bata blanca, en uno de cuyos bolsillos podía leerse bordado en azul su nombre, «Doctor H. Brownell Wheeler, Jefe de Cirugía». Jamás nos habíamos visto y era evidente que no estaba al tanto de la puesta en marcha de nuestro nuevo programa. ¡Menudo espectáculo debíamos ofrecer, en chándal, descalzos y sin calcetines! Frente a nosotros se hallaba una de las personalidades más importantes de la facultad, viendo cómo pasaba el tiempo de su apretada agenda y sin poder empezar la reunión que debía dirigir1 a causa de un problema inesperado y, a primera vista, muy extraño, encabezado por alguien que no parecía desempeñar ningún cargo en el centro médico.
Entonces miró de nuevo a los presentes que, a esas alturas, ya se habían semiincorporado, apoyando los codos en las alfombrillas, para ver lo que ocurría y preguntó sin dejar de mirarnos:
–¿Son pacientes del hospital?
–Sí –repliqué–, lo son.
–Entonces –concluyó– buscaremos otro lugar para celebrar nuestra reunión —y, dando media vuelta, se dirigió hacia la puerta seguido de toda la comitiva que le acompañaba.
Yo le di las gracias, cerré la puerta tras ellos y regresé a mi lugar para reanudar nuestro trabajo.
Así fue como conocí a Brownie Wheeler y, en ese mismo instante, supe que iba a trabajar a gusto en ese centro.
Años más tarde, después de que Brownie y yo nos hiciéramos amigos, le recordé ese episodio y le comenté lo mucho que me había impresionado el respeto incondicional que mostró entonces por los pacientes del hospital. Lo más curioso, sin embargo, fue la poca importancia que le concedió porque, en su