Morir sin haber vivido una vida plena y sin despertar a ella mientras tenemos ocasión de hacerlo es –dada la automaticidad de nuestros hábitos y la implacable velocidad a la que, en nuestra época, se desarrollan los acontecimientos (una velocidad, dicho sea de paso, mucho más acelerada hoy en día que en los tiempos de Thoreau) y la mecanicidad con que nos enfrentamos a lo que es más importante pero, al mismo tiempo, menos evidente de nuestra vida– el reto más importante al que todos debemos enfrentarnos.
Thoreau también nos aconsejó establecer contacto con nuestra sabiduría y nuestra atención innatas. Según dijo, no sólo es posible, sino altamente deseable, desarrollar una conciencia más amplia y espaciosa de nuestro corazón y de nuestra mente y habitar en ellos. El adecuado cultivo de ese tipo de conciencia puede ayudarnos a advertir, trascender y liberarnos de los velos y limitaciones impuestos por nuestras pautas automáticas de pensamiento, de sentimiento y de relación, y por los turbulentos y destructivos estados mentales y emocionales que suelen acompañarlos. Esos hábitos se hallan invariablemente anclados en nuestro pasado, no sólo a través de la herencia genética, sino también de los traumas, el miedo, la inseguridad y la desconfianza, de los sentimientos de inadecuación derivados de no haber sido respetados y honrados por lo que somos y del resentimiento debido a los desaires, injusticias y daños de que hayamos sido objeto. Son esos hábitos, en suma, los que empañan nuestra visión, distorsionan nuestra comprensión y, en el caso de seguir desatendidos, acaban obstaculizando nuestro desarrollo y nuestra curación.
Si queremos recuperar –tanto a gran escala (de manera colectiva) como a pequeña escala (como seres humanos)– el contacto con nuestros sentidos, debemos restablecer, tanto literal como metafóricamente, el contacto con el cuerpo –un lugar que solemos ignorar, que apenas habitamos y mucho menos atendemos y cuidamos–, pero que nunca deja de ser el locus del que emergen los sentidos biológicos y lo que llamamos mente. Por más extraño que pueda parecernos, nuestro cuerpo es un territorio simultáneamente familiar e ignoto, un dominio al que, en ocasiones, aborrecemos y hasta odiamos, dependiendo de lo que hayamos afrontado o de lo que temamos. Otras veces, sin embargo, estamos hipnotizados por el cuerpo, obsesionados por su tamaño, su forma, su peso o su aspecto, aun a riesgo de caer inconscientemente en el ensimismamiento o en el más desenfrenado de los narcisismos.
Las investigaciones realizadas durante los últimos treinta años en el ámbito de la medicina cuerpo/mente individual han puesto de relieve la posibilidad de alcanzar, aun en medio de retos y dificultades, un cierto grado de paz corporal y mental que nos proporciona una mayor salud, bienestar, felicidad y claridad. Los muchos miles de personas que ya han emprendido este viaje hablan de los grandes beneficios que les ha reportado, no sólo a sí mismos, sino también a quienes comparten su vida y su trabajo. No cabe, pues, la menor duda de que la atención que restablece el contacto con nuestras dimensiones ocultas y nos permite alcanzar un mayor grado de libertad no es privilegio exclusivo de una élite de elegidos, sino algo de lo que todos podemos beneficiarnos.
Restablecer el contacto con los sentidos no es un trabajo que requiera tiempo, porque sólo consiste en estar presentes y despiertos aquí y ahora, pero también es, paradójicamente, un compromiso vital que debemos emprender “durante toda nuestra vida”, en todos los sentidos de la expresión. El primer paso de la aventura que nos lleva a restablecer el contacto con los sentidos a todos y cada uno de los niveles consiste en el cultivo de un tipo especial de conciencia conocida con el nombre de atención plena [mindfulness]. A fin de cuentas, la atención y la capacidad de ser conscientes y de conocernos a nosotros mismos es el rasgo que nos distingue como seres humanos. Esta capacidad se cultiva prestando atención y, como veremos, se ejercita a través de un tipo de práctica meditativa conocida como meditación de la atención plena que, en los últimos treinta años, se ha difundido velozmente por todo el mundo llegando incluso, gracias a diversas investigaciones científicas y médicas realizados sobre sus efectos, a infiltrarse en el pensamiento prevalente de la cultura occidental. Pero si el término “meditación” evoca en el lector la idea de que se trata de algo extravagante, ajeno, almibarado o de que no es para él a causa de sus ideas o imágenes sobre lo que es o lo que implica, deberá tener muy en cuenta que, sean cuales sean sus ideas al respecto y del modo en que llegaron a instalarse, la meditación y, muy en particular, la meditación de la atención plena, no tiene nada que ver con lo que, al respecto, pueda creer.
No hay nada raro ni extraordinario en el hecho de meditar ni en la meditación. Meditar consiste simplemente en prestar atención a la vida como si en verdad importase. Pero, por más que no tenga nada de extraordinario, la meditación es algo muy especial y transformador, y que bien merece la pena.
Cuando se la ejercita de la forma adecuada, la atención plena resulta muy valiosa a todos los niveles, desde el individual hasta el empresarial, el social, el político y el global. Pero ello exige estar lo suficientemente motivados para comprender quiénes somos en realidad y estar también dispuestos a comprometernos con nuestra vida, no sólo por el provecho personal que ello pueda reportarnos, sino también porque resulta muy beneficioso para el mundo. Esta aventura vital empieza en el primer paso y, cuando recorramos este camino –como lo haremos a lo largo de este libro–, descubriremos que no estamos solos en nuestros esfuerzos. Y es que, al emprender la práctica de la atención plena, uno se integra en una comunidad de intenciones y exploración global que, en última instancia, incluye a todos los seres humanos.
Convendría ahora, antes de emprender nuestra travesía, subrayar un último punto.
Por más que cultivemos la atención plena para aprender, crecer y curar lo que deba ser curado, es imposible estar completamente sano en un mundo como el nuestro plagado de sufrimiento y de angustia, que afecta tanto a nuestros seres queridos como a los desconocidos, ya vivan a la vuelta de la esquina o en las antípodas, y que, en muchos sentidos, está enfermo. La estrecha relación que mantenemos con el mundo convierte el sufrimiento ajeno en nuestro propio sufrimiento, un sufrimiento tan difícil de soportar que, en ocasiones, no nos queda más remedio que darle la espalda. Pero esto no tiene por qué ser un problema, porque también puede convertirse en un auténtico catalizador de la transformación, tanto interna como externa.
No sería exagerado, como ya hemos apuntado, decir que nuestro mundo está aquejado de una enfermedad crónica grave. Un simple vistazo a la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar –incluso ahora mismo–, pone de manifiesto que nuestro mundo se ve sacudido de vez en cuando por espasmos convulsivos que bien podrían ser considerados como episodios de locura colectiva, episodios en los que el statu quo se ve conmocionado por la confusión generada por la intolerancia, el fundamentalismo y la irrupción de mil fuerzas centrípetas diferentes. Por más que se presenten disfrazadas con el lenguaje del humanismo, del desarrollo económico, de la globalización o de los atractivos señuelos de una visión demasiado estricta del “progreso” material y de la democracia al estilo occidental, esas erupciones –que son el opuesto de la sabiduría y del equilibrio– suelen asentarse en una arrogancia provinciana que sólo se preocupa por el engrandecimiento de uno mismo y la explotación de los demás, lo que inevitablemente conduce al sometimiento ideológico, político, cultural, religioso o empresarial a costa de la homogeneización, la degradación cultural y medioambiental y la burda anulación de los derechos humanos, todo lo cual se experimenta como una enfermedad. Además, el péndulo histórico parece oscilar cada vez más deprisa y son muy pocos los momentos, a mitad de camino entre un espasmo y el siguiente, en que podemos estar tranquilos y en paz.
El siglo XX asistió a más asesinatos organizados en nombre de la paz, la tranquilidad y el final de la guerra que todos los siglos pasados. Y lo más paradójico es que la inmensa mayoría de ellos tuvieron lugar en el escenario de los grandes centros culturales magníficamente representados por Europa y el Extremo Oriente, un aspecto sumamente inquietante en el que el siglo XXI no parece irle muy a la zaga. Quienes desencadenan las guerras (incluidas las guerras encubiertas y las emprendidas en contra del terror), sean quienes sean los protagonistas e independientemente de la retórica y pormenores concretos del episodio, afirman siempre hacerlo en nombre de los principios y objetivos más urgentes y nobles. Pero no debemos olvidar