Reubicación tras la operación del riñón
Soy una persona muy independiente y trabajadora; muy práctica. Lo pasado, pasado está, y el futuro ya intentaré solucionarlo cuando llegue. Mientras tanto, me ocupo del presente, que bastante trabajo me da. La vida me ha dado muchos palos, sobre todo a partir de los cuarenta, y he tenido que espabilar a base de ir adaptándome a mil nuevas situaciones que van apareciendo todos los días. De hecho, soy una persona que se adapta y que se mueve muy bien en la incertidumbre, y esto me ayuda un montón. Pero eso lo descubrí más tarde.
Con el bagaje de conocimiento humano que fui adquiriendo a partir de entonces, me incorporé al campo de estudio de Nuria, el de Dirección de Personas en las Organizaciones. En el International Center for Work and Family (ICWF) los proyectos bullen. Hay tal efervescencia de planes, proyectos y peticiones, que nos resulta imposible parar. El equipo está formado por un grupo de personas entusiastas, con unas ganas inmensas de cambiar el mundo a mejor: nos da igual ser como David o unas minúsculas moscas frente a un alien cada vez mayor. Nuestro trabajo es un reto constante. En el momento de la operación yo tenía muchos planes y proyectos profesionales: un libro y un paper casi terminados, y dos libros más en la cabeza que queríamos escribir con Nuria. Somos muy conscientes de la necesidad de cambiar la cultura empresarial, para humanizar el entorno y que la gente pueda ser feliz.
Ahora todo estaba entre paréntesis, pero no me producía un daño especial. Suelo hacer lo que toca en el momento, y no me agarro a lo que podría ser o haber sido. Me parece una inutilidad y una pérdida de tiempo. Sabía que todo tiene siempre un porqué, incluso las enfermedades graves, aunque parezca que nunca llegan en el momento adecuado porque siempre hay cosas importantes que hacer.
Empezaba una nueva vida. De correr todo el santo día y trabajar como una loca, había pasado a mirar las musarañas y a escuchar mi cuerpo. A medida que pasaba el shock de los primeros días, y ayudada por mis grandes amigas, me fui centrando y pensé: «Estás en una nueva etapa de tu vida, un nuevo capítulo. Y este puede ser el último...».
La actitud frente a la enfermedad: vivir aquí o vivir allí
Al principio no sabía qué me apetecía más: vivir aquí o no hacerlo. Cuando uno está hecho polvo es más fácil morir que vivir. Uno se suelta y ya está. Me veía en mi funeral, oía las lecturas y me imaginaba la homilía del sacerdote. Pensaba que, al fin y al cabo, todos morimos. Y era mejor hacerlo a la edad que tenía porque me ahorraba todos los achaques de la vejez, soledad incluida. Me habían contado que muchas personas mayores mueren llamando a su madre, y me convencía a mí misma de que tenía la suerte de estar con la mía, que acudía a todas mis llamadas. Sin darme cuenta había caído en lo que el psiquiatra me dijo que no debía hacer: anticipar hechos y engancharme en el futuro.
Sé de dónde vengo y a dónde voy. Mi vida y la de toda la gente que me rodea acabarán algún día. La muerte es lo más democrático que hay. Sorprendida, les preguntaba a mis amigas: «¿Cómo es posible que la gente ignore lo único cierto que le va a ocurrir a alguien que ha nacido, que es morirse?». Sé bien que muchos prefieren cerrar los ojos y no pensar en algo evidente que obligaría a tener que replantearse la vida entera. Simplemente, no tienen ganas y lo evitan. Lo que menos puedo entender es que piensen que, cerrando los ojos, eso ya no existe. Me parece pueril. Es como esos niños que se tapan la cara con las manos diciendo: «¡No estoy!».
Miro mi pasado y me gusta lo que veo. Llevo años tratando de mejorar como persona y como profesional. No he perdido el tiempo. Intento influir positivamente en mi entorno, a pesar de la enorme dificultad que supone hacerlo y de mis evidentes limitaciones. Lo que más me daña es pensar en mis hijos, y en todo el sufrimiento que han acumulado durante tantos años. Ahora se añadiría el que me fuera al otro mundo. Decidí que si se lo podía ahorrar, lo haría.
La gente se sorprendía al ver mi estado, y que la muerte no me alterara con la brusquedad que había llegado. Todos sabían que mi lucha actual por la enfermedad no era mi primera crisis, pero casi nadie sabía la profundidad, el calado, la hondura, la gravedad que supuso para mí la que había tenido lugar hace quince años. Ella fue mi auténtica lucha, la peor con diferencia, y de una dureza extraordinaria. Fue la madre de todas las crisis.
Se lo decía a una de mis amigas justo después del diagnóstico médico: «Me han dicho que tengo cáncer y eso es duro, pero enfermar es ley de vida. Lo auténticamente penoso fue sobrevivir a que mi marido nos abandonara. Era como si me hubieran partido la columna vertebral. Tuve que enfrentarme a lo incomprensible, a un sufrimiento de tal calibre que casi acaba conmigo. La vida completa se me vino abajo. Ahora, con el riñón, es el cuerpo el que no me funciona, pero esto es algo natural: siempre deja de hacerlo alguna vez. Lo más difícil de digerir es el mal causado por las personas. El daño producido por un terremoto, un accidente o un volcán causa sufrimiento, pero es algo natural. Lo peor es la maldad humana, por la irracionalidad que representa».
Una legión de amigos
Ese mes de octubre de 2012 tenía además a un montón de personas alrededor por el hecho de ser una profesional todavía en activo y metida en mil temas distintos. Recibía un cúmulo de impulsos externos para vivir. Mis amigas, una tras otra, y mis hijos me empujaban a la lucha: «Eres joven todavía... Tienes mucho que hacer aquí...»; «haces falta aquí, no es momento de morirte...». Yo, que no era consciente de que hiciera ya falta a nadie en absoluto, me vi rodeada de repente por tal ejército de gente que me apoyaba y rezaba por mí que empecé a dudar y pensé que no les podía fallar. El comentario de una de ellas fue el detonante: «No me bajes los brazos, Maruja, ¿eh?».
Me di cuenta de que en mí se repetía la escena de Moisés. Cuando oraba con los brazos levantados, conseguía que el pueblo de Israel ganara terreno en la batalla pero, cuando el cansancio empezaba a afectarle y los bajaba, el ejército retrocedía. Para evitarlo, sus generales buscaron una piedra donde pudiera sentarse, y uno a cada lado le sujetaba los brazos en alto. Hubo momentos en los que ni siquiera me sentía así. Me veía como un paso de Semana Santa, la Dolorosa, al que los costaleros llevan a hombros y se turnan para hacerlo. No podía hacer nada. Yacía tan solo postrada en la cama. O lo hacían por mí, o yo era incapaz incluso de pensar. Pero mucha gente alrededor se prestaba a hacerlo, y peleaba para que yo pudiera conseguirlo. Sin saber por qué, descubrí que era el momento de la gente: eso era evidente. Debía dejarme guiar por otros.
Me llegaba información por todos lados. Mucha gente quería ayudarme, cada cual a su manera. Unos me sacaban a pasear, otros a comer, otros me traían flores y bombones... Se montaron espontáneamente cadenas de oración, y yo, desde la cama, alucinaba por semejante movida. Al principio no entendía el porqué de la enfermedad, aunque indudablemente eso no quería decir que no lo hubiera. Solo tenía que esperar y se me mostraría. Pero yo estaba bien despistada.
Me enfrentaba a una supervivencia física, y de eso no tenía la más mínima experiencia ni la más remota idea. Es más, solo de pensar en sobrevivir a un cáncer maligno, me entraban ganas de bajar los brazos e irme. Qué rollo: otra supervivencia, otra vez no. Estaba ya cansada. Había luchado muchísimo en mi vida y tenía las cuestiones básicas claras. Pero siempre hay un gusanillo dentro de mí: me gusta aprender, disfruto con ello. Así que, igual que en la primera supervivencia, decidí aprender de todo lo que me pasaba, de cada momento y circunstancia, de todas las personas y de mi propio cuerpo, al que no había escuchado en mi vida por carecer de tiempo. Decidí no perder comba.
La batalla iba a ser larga, me habían prevenido contra ello: «Esto es una carrera de fondo». Xavi me animaba también: «Mamá, tú eres una corredora de fondo, ahí te manejas muy bien, te mueves bien en el largo plazo