Percibía que mi misión no estaba cumplida, al contrario, todo estaba dentro de mí a punto de florecer. No podía morir quedándome con toda esa riqueza dentro. Me daba la sensación de que iba a explotar si no la sacaba. Quería ayudarle, escribir, hablar con gente como hacía hasta unos meses atrás, contribuir como pudiera en la regeneración social de nuestro país.
El desarrollo de la enfermedad
Sin embargo, mi salud no me acompañaba. En Navidad tuve un resfriado grandísimo y una fortísima tos que provocó que se lesionaran mis costillas. Me fui a Bolvir[1] con las tres Nurias[2] pensando que me sentaría bien, pero el dolor en las costillas aumentaba. Nuria —madre— y yo estábamos tumbadas en sendos sofás con la esterilla eléctrica. Ella con un ataque de ciática muy fuerte. Nos mirábamos las dos y nos reíamos al vernos en semejante tesitura. A pesar de todo, durante los días que estuve en el Pirineo intenté llevar la vida normal que suelo hacer en Navidad: una cena en casa con mis consuegros, la cena anual que organizo cada 30 de enero con mis primos, y la tradicional cena de Año Nuevo en casa de Luis y Marta, unos buenos amigos. Pero esas últimas Navidades las pasé canutas, bien doblada.
El 2 de enero decidí llamar al oncólogo, porque el dolor de costillas aumentaba cada vez más y no paraba de toser. Me dijo que fuera a verle al día siguiente, fecha en la que tenía programado un TAC. En las pruebas, los médicos se dieron cuenta de que el cáncer había pasado a los huesos y que ese era el origen de tanto dolor. Decidí aprovechar el tiempo mientras me las hacían, ofreciendo todo el dolor y los picores por personas e intenciones concretas. Puse nombre a los tumores y, cuando me dolían, le pedía a Dios por la persona a la que tocaba. Recuerdo que me hicieron tres resonancias de veinte minutos cada una, todas seguidas. Cuando me metieron en el tubo le dije a Gloria: «¿Qué hago durante una hora?», y ella me contestó en plan de risa: «Concéntrate...». Y señaló con su índice la frente. Ella no tenía ninguna intención en lo que me decía, pero yo vi una indicación clara a aprovechar el tiempo: decidí que podía rezar las tres partes del rosario, ofreciéndolas por un montón de personas.
Los médicos iniciaron en seguida las sesiones de radioterapia, que me dejaron planchada durante unas semanas. Pero mis amigas seguían todas animándome y diciéndome que tenía buen aspecto y que adelante.
El resultado del TAC supuso un revés para mí, porque se vio que la primera medicación no había funcionado. Lloré de frustración y de pena por mis hijos, porque pensé que en cuatro días iban a quedarse solos. Se lo dije a mis hermanas y me contestaron que no me preocupara; ellas seguían allí. Seguía en un pozo, no tenía tiempo para nada de lo que me hubiera gustado hacer. Ya no veía salida, todo iba mal, no podría volver a escribir y tampoco vería a mis nietos. Solo a los recaudadores de impuestos quedándose con lo poco que fuera a dejar a mis hijos, y esto aún me ponía de peor humor.
Para colmo, me dio por pensar en el purgatorio: me veía allí siglos y siglos. Mª Carmen puso orden de nuevo: «Bueno, ya vale. Todo son tentaciones. Sácatelas de encima como si fuera un murciélago, de un manotazo». Me hablaba en positivo: del Cielo, de la gente que se confiesa, de la fe, del amor de Dios, de las indulgencias que podía ir ganando. «No te preocupes para nada», insistía.
La aparición de esos segundos tumores hizo que todos nos pusiéramos las pilas. Reuní a mis hijos y les dije que quería dejar los temas patrimoniales arreglados. Un amigo nuestro, notario, nos ayudó. A veces descuidamos los temas materiales y no los afrontamos hasta sus últimas consecuencias, por lo que, a menudo, dejamos los problemas a los que se quedan. Una amiga mía me contaba que su padre murió de repente y ahora tenían un lío monumental con sus hermanos por el patrimonio. Yo no quería en absoluto que mis hijos tuvieran el más mínimo lío, así que, con tiempo, nos pusimos entre todos a arreglar las cosas.
Veía que Dios me daba tiempo para poner orden en lo necesario, con prisas pero sin pausas. Si luego decidía que es mejor que siguiera en este mundo no perdía nada: todo estaría ya arreglado. Ahora, un par de meses más tarde, debo decir que, con mis hijos y nueras, nos hemos unido mucho más, precisamente por haber afrontado todos juntos los problemas: la confianza ha crecido y entre todos hemos establecido criterios de actuación.
Después de la primera sesión de radioterapia, recibí la primera noticia buena en mucho tiempo: iba a ser abuela por primera vez. Dios aprieta, pero no ahoga. Ese niño o niña va a ser el primer bisnieto para las dos familias, así que mi cabeza se ocupaba ya de otras cosas, francamente mucho más agradables. Desde entonces, no hacemos más que mirar las ecografías que, mes a mes, nos muestran mi nuera y mi hijo.
Descubrimiento del sentido de mi enfermedad
Al cabo de unos días, con la decisión de vivir ya tomada, el mapa a seguir se fue despejando un poco. Unas amigas me pidieron: «Escribe tu biografía». Las miré con cara de sorpresa: «Pero, ¿no veis cómo estoy?», repetía. Yo no sabía por qué ni para qué, ni qué interés podía tener para nadie, pero ellas insistían. Una de ellas me indicó: «Has estudiado mucho y te han pasado muchas cosas en los últimos años. A lo mejor las dos cosas combinadas le sirven a alguien para algo...».
Quizás tuvieran razón, pero yo tenía muy pocas ganas de hablar de la enfermedad. No tenía ni la más remota idea de lo que representaba una enfermedad tan seria como la que tengo, ni conocía tampoco el terreno que pisaba. Además, tenía que sobrevivir. Tenía óptimas razones para ello: una misión a medio terminar, unos hijos a los que quería acompañar, una familia de la que tirar, unos amigos buenísimos y tres libros por escribir. Ante mí tenía, además, una sociedad a la que veía devastada y por la que sentía que tenía que hacer algo. Y no tenía las más mínimas ganas de ponerme a escribir ninguna biografía en medio de tanto jaleo.
Fue Mª Carmen la que más me animó y quien incluso me dio ideas de cómo empezar a hacerlo, porque yo vivía entre nubes y estaba postrada en la cama. Cuando ella me lo pidió vi que no tenía escapatoria. Me puse a escribir sin tener claro de qué iba a hablar. Sabía que Dios estaba detrás de todo ello, y tenía más que comprobado que era el único que nunca se equivocaba. Me reía ante su audacia. Solo a Dios se le puede ocurrir pedir cosas así en los momentos aparentemente más inoportunos.
Mi familia me veía con el ordenador, pero yo no les decía lo que estaba haciendo: bastante estaban pasando ya. Hubieran pensado que el shock me había dejado loca de remate. Decidí empezar a guardar memorias en distintas carpetas, que iría arreglando a medida que el libro fuera creciendo. Sin saberlo, había puesto el norte a mi enfermedad. Al cabo de un par de meses, me fui dando cuenta de la importancia que tendría para mí escribir estas memorias y me fui entusiasmando. Era el para qué que necesitaba para poder afrontar con ganas la enfermedad. Tenía sentido, era otro reto y me apetecía muchísimo. Me ilusionaba pensar que en ellas podría dejar un legado a mis hijos y a mi nieto o nieta, un mapa de ruta que les ayudara a vivir, que les explicara quiénes eran y les diera ideas para ser felices. Es más: ese libro sería mi legado personal, lo de más valor que les podía dejar. Ese niño o niña, a través de las memorias de su abuela, sabría algo de ella. Y me lancé a escribir a toda velocidad: lo único que no tenía era tiempo.
A medida que iba volcando lo que me salía, me iba dando cuenta de que seguía el esquema que habíamos escrito con Nuria en Dueños de nuestro destino [3]. Estaba poniendo en práctica, simplemente, algo que enseñaba a hacer a los participantes de los programas del IESE: analizar